– ¿Puede uno darse cuenta gracias a la memoria, los lugares, la gente, los sentidos? No sé, Ligeia. Hemos vuelto al hogar. Acéptalo. Acéptalo.
El auto corría por la carretera de curvas continuas, entre dos muros de basalto cortados a pico, que mostraban sus entrañas de vetas oscuras y rugosidades pálidas, antes de transformarse en un cañón de arcilla color naranja, dura pero lustrosa.
Javier se separó de Isabel y reclinó la cabeza contra el respaldo de los asientos. Tocó el hombro de Franz:
– Te escabulliste de la discusión la otra noche, después de la película. Sigo creyendo que el amor se inventa, que es un acto de voluntad…
Franz no contestó; tú miraste a Javier:
– Por favor. Ya dijiste eso hace un rato. Lo has dicho mil veces. Por favor, ya no te repitas.
Javier ladeó la cabeza para observarte con otro rostro, en el que la línea vertical la formaban tus ojos grises:-Desde que me conoces no hago más que repetir dos o tres ideas, lo que escribí en aquel libro, ¿recuerdas?, el que tuvo éxito, el que me permitió obtener la beca en los Estados Unidos que me permitió conocerte…
– Yo no sé qué has dicho-. Isabel acarició el hombro de Javier, alejado de ella. -Para mí todo lo que dices es nuevo.
– En todo caso son palabras que resucitan-. Javier se arrojó hacia atrás, con las rodillas apartadas.-Como si salieran de una urna ceremonial, antigua, ofrecida a nuestros muertos. Un momento. Digo nuestros muertos. Nosotros mismos, lo que fuimos. Todos hemos sido otros: salvo Isabel, claro.
– ¿Por qué se reía el público y bostezaba con la película? -preguntó Isabel; Javier la miró, en un gesto característico (ah, repisas más divinas), colocarse las manos debajo del busto y acomodarlo o acariciarlo o apretarlo con gran suavidad, una suavidad acentuada por la brillantez opaca de esa tela amarilla de chantung.
– No entienden -dijo Javier-. No están acostumbrados a ver la vida en el cine. Pero Ligeia es una gran cinéfila. Se pasó toda la adolescencia metida en un cine…
Tú no lo miraste, cuatacha.
– Es algo más que eso -dijiste nerviosamente, abriendo la bolsa de mano para distraer tu propia atención y buscar, nuevamente, el espejo que no encontraste; cerraste la bolsa. Todos esos majaderos que chiflan y dicen groserías en el cine lo hacen porque se sienten ofendidos. Les ofende que Antonioni trate con ese amor y ese respeto a Monica Vitti, que la vea como una persona.
– Quieres decir -dijo Javier-, comunicar el ritmo propio y recibir el ajeno. Cuidado.
Con la mano izquierda, moviste nerviosamente el espejo del automóvil y te observaste en él.
– Por favor -dijo Franz bruscamente-. Esta carretera es muy peligrosa.
Franz acomodó con la mano derecha el espejo y viró ligeramente para dar paso a otro automóvil. El Ford pasó y les mentó la madre.
– Les molesta que se vean las cosas -dijo Javier-. Los libros, los libros, los ceniceros, las lámparas con las que se vive pero que no son nosotros, que nos rechazan. Ellos quieren humanizarlo todo. Es su complejo de culpa. Todo eso que la mujer toca cuando se separa de su amante. Esa parte de su existencia que no es ella, que no volverá a ver o a tocar. Que es válida precisamente porque no es ella. Les molesta ver cómo es una separación de gente verdadera, ellos que sólo aceptan el melodrama que los disfraza y justifica. Usigli dixit. ¿Gesticuladores? Les molesta ver que la gente pierde el tiempo, camina por las calles y se detiene a pensar; les molesta ver la verdadera luz de la aurora, del día, del atardecer, de la noche. Quieren las mentiras que los han confortado desde hace un siglo y medio, desde la poesía para señoritas hasta la última telenovela del Canal 4. Ellos viven en el eclipse y no toleran la luz verdadera.
– Es más que eso -repetiste-. Les molesta que la mujer no sea un puro cono disfrazado de ilusión romántica. Lo que más les enfurece es ver cómo nace el amor en que la mujer es tan persona y tan libre como el hombre; cuando Vitti y Delon van al apartamento y en vez de acostarse se descubren lentamente y juegan como pequeños animales y no se acuestan porque primero necesitan descubrirse y tener en común una risa y un juego y sólo acostarse apocalípticamente, ¿me entienden?, el todo por el todo, comprometidos con sus defectos y terrores y odios y debilidades… eso es lo que injuria a los machos mexicanos. ¿Qué gritaban?
– Ya tíratela -rió Isabel.
– Sí. Eso-. Le dirigiste una sonrisa fingida a Isabel. -Quieren a las mujeres para un acto rápido. En el fondo los machos mexicanos son onanistas. Si pudieran hacerse el amor a sí mismos, lo harían. La mujer es una cosa, un estorbo necesario… Me dan asco. El machismo mexicano es un homosexualismo disfrazado. El deseo secreto de cada bigotón prieto de estos son las enchiladas con cold cream, como dice un cuate mío.
Gracias, mariscala. Te leo bien claro. Latins are lousy lovers.
– ¿Tú has conocido algo mejor? -dijo Javier, arqueando las cejas.
– No seas burdo, Javier-. Recostaste la cabeza contra el respaldo.-Eres muchas cosas, pero no burdo…
Cerraste los ojos. Tarareaste, sonriendo, mientras buscabas a ciegas una estación en el cuadrante.
¿Dónde están mis amigos queridos de entonces? ¡A pan y agua!
– Un día las mujeres le levantaremos una estatua a Michelangelo Antonioni -murmuraste, dejando de tararear-. El David que mató al Goliat de la misoginia-. Reíste sin mirar a Javier.-Ya ves, tú lo quieres aceptar intelectualmente, pero en el fondo quisieras reaccionar como los machos mexicanos.
– Te equivocas. Yo también lo espero todo de la mujer.
– Tú lo has dicho: la mujer. Antonioni dice: esta mujer, sin exigirle nada, tratando de darle todo…-tocaste la mano de Franz que adelantó la suya para buscar otra estación.
Javier rió.
– Te repites. Eso lo dijo Franz antes. Además, ¿crees que ofrecer el pesimismo es ofrecer algo?
– No, deja el tango…-apretaste el puño de Franz-. Cretino. No entiendes que es necesario saber que hay cosas que nunca podremos alcanzar. Decirlo no es negarlas. Es ser libre.
Subiste el volumen del radio. Ese tango nos unía en aquellas noches inolvidables de Armenonville. Todo el chiste, dragona, consiste en comprometer al mundo para que el mundo no nos comprometa.
Una tarde Javier te dio cita en la confitería de la Avenida Santa Fe. Fue en el mes de enero. La recuerdas porque casi no se podía caminar por las calles. El alquitrán se había derretido y en algunas calles habían colocado tablas de acera a acera para poder cruzar. Tú habías caminado toda la tarde. Almorzaste sola. Después fuiste a Harrod’s a ver unas telas de lana para mandarte hacer un tailleur de otoño, pero al entrar por las puertas giratorias del almacén seguiste dando vueltas, empujando el cristal hasta salir otra vez a la calle. Fue una pequeña rebelión. Sentiste sobre el rostro ese calor húmedo, mezclado con los olores que siempre asociarías a B. A., la nafta de los automóviles argentinos, que no se parece a ninguna otra gasolina del mundo y que es el olor más seguro de la ciudad, más que el de las tiendas y los restaurantes, olor de linos y lanas y cuero, olores de pizza recalentada, de parrilladas, de chorizo frito, de chinchulines, el leve olor de los helados recubiertos de chocolate y por encima, o dentro, de todo, el olor que viene de las dársenas del puerto; alquitrán, carbón, vapor, carne congelada, abonos, reses vivas, pacas de lana. ¿Por qué ibas a pensar en el traje sastre de lana desde enero, en medio de este calor? Caminaste. Estaban construyendo un edificio en la esquina de Maipú y Sarmiento y los obreros se habían detenido a comer. Algunos estaban de pie en la acera, a la entrada de la obra; otros, sentados en lo alto, entre los pilotes del armazón, como en nichos. Comían pan de flauta relleno de queso y jamón, tiras de lomo. Bebían vino. Hablaban ese castellano con inflexiones italianas y polacas. Te detuviste frente a los aparadores. Viste las bolsas de piel de cocodrilo, los cortes de merino y alpaca, los ponchos. Entraste a una perfumería en Maipú. Te ofrecieron, en fila, diez o doce perfumes. Reíste; los usaste todos. Saliste perfumada. Evitaste Florida, cerrada a esas horas para los automóviles. Acabarías perdiendo una hora en la librería El Ateneo y saldrías, al cabo, con un ejemplar del Martín Fierro encuadernado en piel de vaca. Tomaste por Lavalle para ver las carteleras de los cines y averiguar si había nuevas o viejas películas que se te hubieran pasado. Proyectaban, sin anunciarlas, de sorpresa, viejas películas argentinas que te divertían mucho. Melodramas terribles, con muchos tangos, con mucha nostalgia de la belle époque del Centenario, con mucho folklore de los barrios portuarios. Te detuviste frente a cada cine de la treintena que hay en Lavalle; ibas vestida con un estampado de seda anaranjada y zapatos blancos de tacón alto que iban recogiendo el alquitrán, y una bolsa de cuero comprada en Buenos Aires, y viste los carteles y fotografías de un programa triple de Luis Sandrini y junto daban La vuelta de Rocha, con Mercedes Simone y Hugo del Carril y a ti te encantaba la música porteña en esa época y en el verano ibas a los restaurantes al aire libre de Maldonado, de Belgrano, del camino al Tigre, para escuchar las orquestas de Canaro o Pichuco; también te gustaba la música del interior, el carnavalito, el pericón, la vidalita, la chacarera y estaban dando Malambo con Delia Garcés en otro cine y desfilaban muchos nombres y títulos que conocías por haber venido aquí todas las tardes desde que vivías en Buenos Aires, a la calle Lavalle a ver películas. Floren Delbene, Tita Merello, Tres hombres del río, Nini Marshall, Esteban Serrador, Santiago Gómez Cou, Los ojos mas lindos del mundo, Enrico Muiño, Ángel Magaña, las hermanas Legrand, Los martes orquídeas, Petrone, Amelia Bence, Silvana Roth, La casa de los millones, Olinda Bozán, Semillita…