– J’étais une vraie cinglée du cinéma argentin…
Por fin te detuviste en las fotos de Los muchachos de antes no usaban gomina, que te apasionaba. Compraste el boleto en la taquilla y entraste a ese cine pequeño, estrecho, con butacas de madera altas e incómodas, donde el ruido de los ventiladores era más fuerte que el de la banda sonora y encontraste un lugar en las primeras filas. Ya había empezado la película y los dos pitucos del 900 andaban de farra y acababan de conocer a la hetaira máxima del Centenario, la rubia Mireya que era Mecha Ortiz y la pareja iba a bailar nada menos que la milonga El cisne, cuando sentiste que te tocaban la mano y miraste hacia la derecha para encontrarte a Larraín, el secretario de la embajada chilena, que estaba bebiendo con popotes una Vascongada. Se inclinó para saludarte y dijo que el mundo era más bien pequeño y te ofreció sorber su leche de chocolate y rió agudamente y dijo que por una tarde podían jugar a ser pololos en el biógrafo y que sería un secreto entre los dos, y tú querías sentarte relajada, opiada, a ver cómo la rubia Mireya, de gran cortesana, descendía con el destino inflexible del tango a vieja vendedora de flores en el arroyo, donde, desde luego, la descubren en el último rollo Arrieta y Parravicini, los galanes envejecidos. Veinticinco abriles que no volverán. Pensaste que el tango era una de las pocas formas contemporáneas de la tragedia y te levantaste.
– Pero si recién llegó.
Murmuraste que habías olvidado un compromiso y saliste del cine. Sí. En El Ateneo nadie te molestaría. Caminaste hasta Florida. Te dejaste llevar hacia Corrientes por la multitud de hombres con cuellos de piqué altos y duros, corbatas de nudo ancho, hombreras caídas, pelo con pomada, te abriste paso entre los viejos y jóvenes que leían los boletines de La Nación , te confundiste entre las mujeres con cabelleras de dos tonos. Había poca gente en la librería. Estaban los dependientes conocidos, con sus cardigans de lino y sus mangas de tela negra hasta los codos y saliste con un libro encuadernado en piel de ternera entre las manos. “Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido”. Lo cerraste y te escapaste de Florida hacia Maipú, para descender hasta la plaza San Martín y sentarte en una banca frente a la Torre de los Ingleses y respirar la frescura de los árboles altos y mirar, por mirar algo, el diseño de cuadros color de rosa de las veredas. “No. Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y de un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria.” Había muchos niños en época de vacaciones, jugando, vestidos con sus balones blancos y azules, muchos niños de knickers que leían el Billiken y tú pensaste que nunca habías visto niños más serios y bien educados que los argentinos. Un niño de pelo engomado se sentó junto a ti, con corbata en ese calor, a leer un librito de los clásicos Sopeña.
– No recuerdo qué. En ese calor.
Se inclinó a saludarte y tú le devolviste el saludo. Luego los dos siguieron leyendo corriendo las páginas casi al mismo tiempo hasta que te olvidaste del niño porque estabas inmersa en las aventuras del gaucho Moreira en sus pagos. Recordaste a Javier al admirarte de la manera inmediata como el gaucho era actor y víctima de sus propios verbos.
– Destabado, echado al medio, no muy católico, agarrado como hijo, mamado, bueno para cepillar un baile, divisado, empilchado.
El sol había bajado más allá de las ramas y te pegó en los ojos. Cerraste el libro. Los edificios sin detalle, desvanecidos frente al sol, rodeaban los tres costados de la plaza y más allá podía verse el humo de la estación del Retiro y el humo del descenso a los docks del Río de la Plata, tan pardo y semejante a una piel de bestia a pesar de la luz del poniente. Consultaste el reloj. Iban a dar las cinco. Te levantaste. Le dijiste adiós con la cabeza al niño que se puso de pie para despedirse y caminaste hacia Santa Fe. Te detuviste un instante frente a una tienda de discos. Noches del Palais de Glace… ilusión… ya no estás… se me encoge el corazón.
La confitería estaba refrigerada y tomaste asiento en una butaca de terciopelo verde, frente a una mesa para dos, una mesa de tapa de mármol gris colocada sobre patitas de caoba, donde ya estaba dispuesto un servicio de porcelana, tazas, platos, azucarera, cucharillas y cuchillos de plata. Ordenaste un té con sandwiches de paté. Sacaste los Chesterfield de la bolsa blanca, el camarero se acercó a prenderte el cigarrillo y aspiraste lentamente, con los ojos casi cerrados, sin mirar a tu alrededor, sin que te interrumpieran las conversaciones silenciosas de las señoras maduras que acostumbraban tomar el té en este lugar. Te quedaste observando el círculo de saliva que siempre dejas en el cabo del cigarrillo sin hacerte, como otras veces, un reproche ni tomar la resolución de evitar que el cigarrillo se te ensalivara: Javier te había dicho que se veía muy feo. Las cinco y diez. Te sirvieron el té y dijiste que no querías crema. Desenvolviste los terrones de azúcar, dos, los dejaste caer al fondo de la taza con un estruendo que te sorprendió, porque algunas cabezas se levantaron a mirarte. Luego exprimiste unas gotas de limón que desbarataron los terrones y esperaste
– …no sé qué…
antes de vaciar el té. Esperaste. Apagaste el cigarrillo al que sólo habías dado dos o tres golpes, porque eso sí te habías propuesto y lo estabas cumpliendo: apagar el cigarrillo largo, o dejarlo consumirse al filo del cenicero, sin ocuparte más de él.
Un trío de cuerdas estaba tocando algo, algo de Lehar.
– Quizás el vals de La viuda alegre.
Tomaste la tetera, al fin, y la vaciaste en la taza. Bebiste lentamente y después tomaste el tenedor y comenzaste a trazar surcos y caminos de cuatro avenidas, sobre el mantel blanco: rectos, en una especie de círculo, después cruzándolos. Otra vez. Otra vez. Imaginaste que eran paisajes de labrantíos nevados vistos desde el aire. Luego trataste de seguir el ritmo del vals, quebrando caprichosamente las líneas. Encendiste otro cigarrillo, dejándolo colgado de los labios y te concentraste en el trazo de las líneas del tenedor. Las cinco y veinte.