El camarero carraspeó a tu lado. Tú levantaste la mirada. Le sonreíste. Ocultaste con la mano los trazos, los borraste con las yemas de los dedos. El camarero preguntó si vendría la otra persona. No contestaste. Evitaste el rostro anguloso del sirviente: el pelo entrecano, las canas disfrazadas por la brillantina que le aplastaba la escasa cabellera, las cejas altas y delgadas, la nariz aguileña, husmeante, los labios apretados para ocultar la dentadura, seguramente, negra.
Apagaste el cigarrillo sin mirar al mesero. Tomaste los guantes que habías dejado sobre la bolsa, guantes de cabritillo blanco, y los acariciaste. Los oliste. Los llevaste a tus labios. Jugaste con ellos. Guantes vacíos. Trataste de encontrar su simetría, dedo con dedo, también en la abertura. Los aplaudiste. Los frotaste uno contra otro. Hiciste que bailaran juntos. Los colgaste de la punta de los dedos. Los tomaste con el puño para azotarlos, unidos, contra la palma abierta de tu mano.
Cinco y treinta y cinco. Volviste a colocar los guantes sobre la bolsa. El camarero ya estaba prendiéndote el cigarrillo, invitándote a que fumaras más. Lo obedeciste. Acercaste el Chesterfield al encendedor de este hombre cuya cara te negabas a ver.
– Y… ¿no le agradaron los bocadillos?
Miraste hacia esos pequeños sandwiches húmedos, hechos con pan de centeno claro. El camarero inclinó la cabeza y se apartó murmurando un buenas tardes, caminó hacia la butaca colocada frente a la que tú ocupabas.
– Está visto que el mundo es pequeño.
Larraín sonreía, frunciendo la nariz, haciendo con la mano derecha abierta el gesto de autoinvitarse a tu mesa. El camarero ya apartaba la butaca, la sacudía con una servilleta, le ofrecía el asiento a Larraín. Enrojeciste.
– No… ya se me hizo tarde… mozo, la nota por favor…
Los dos te vieron confundida, sonrojada, y aún faltaban los minutos para que el mesero buscara la cuenta y la trajera, tú la pagaras, él fuese a buscar el cambio.
– Si quiere, quédese con la mesa, Larraín.
Y el chileno se sentó, con ese aire insoportable de conocer tu vida, tus secretos, de haberte sorprendido en flagrante delito de abandono. Arqueó las cejas, como sí esperara una explicación.
– Tomó tu lugar frente a mí. Me negué a decirle que te esperaba desde hacía cuarenta minutos.
Cuando el camarero trajo la cuenta, Larraín frunció los labios, se llevó el dedo índice a ellos, mientras tomaba la nota y se sacaba la cartera de la bolsa interior del paleto. Te levantaste. No dijiste adiós o gracias. Saliste a Santa Fe, llena de muchachas altas con las mejillas encendidas, piernas largas, muchachas hermosas, chicas platenses, de piel aceitada.
– …qué sé yo, mucamas, señoritas, empleadas de almacén y oficina, artistas, no sé…
Aún había sol. Te detuviste frente a la discoteca. Me dejaste en la palmera, me afanaste… sentiste el calor pegajoso.
Te dije, “No sé; quizás vaya”, o algo así. Te dije: “En todo caso, espérame. Puede que llegue. No sé si llegaré. Tengo tantas cosas que hacer. Si no voy a las cinco y cuarto, ya no me esperes”.
Chorros, vos, tu mamá y tu papá. Caminaste Santa Fe arriba hasta el apartamento en Quintana. El portero te saludó con su acento polaco. El lobby olía a gardenias. Subiste en ascensor. Javier no estaba en el apartamento. Te recostaste en el sofá, dejaste que los zapatos se te deslizaran de los pies.
– Oh shit, Javier, shit, shit, shit…
Te levantaste, caminaste con los pies desnudos a la recámara, abriste el closet, estuviste allí tocando la ropa, los sacos, las camisas ordenadas, el jabón que Javier coloca entre los pañuelos.
Franz frenaba y aceleraba con el motor. Tú escuchaste los cambios de las velocidades, repetidos mecánicamente, inteligiblemente, con una lógica propia de zumbidos, transiciones, distancias entre el gruñido excepcional y la suavidad pareja, común. Franz miró un instante por el espejo y vio primero los ojos verdes de Isabel que lo miraban y después el paisaje que se alejaba rápidamente. Techos orientales. Techos altos, de paja, coronando las chozas de carrizo. Rostros cobrizos, anchos, de pómulos sobresalientes donde los ojos se hunden, ligeramente oblicuos. Isabel acercó la boca a la oreja de Javier.
– Dime, repíteme eso.
– No lo dije yo. Es de un clásico -Javier habló al oído de Isabel-. El dominio del cuerpo y el placer sexual de una mujer es signo suficiente de posesión para el hombre modesto; otro, con una sed de posesión más sospechosa y ambiciosa, comprende el carácter dudoso y aparente de semejante posesión y desea pruebas más finas para saber, especialmente, si la mujer no sólo se entrega a él, sino también renuncia por él a lo que posee o quisiera poseer: sólo entonces él la considera poseída. Un tercer hombre, sin embargo, no está satisfecho en este límite de la posesión; se pregunta si la mujer, al renunciar a todo por él, no lo hace, quizás, por un fantasma de él; él quiere, ante todo, ser total y profundamente conocido; a fin de ser amado permite ser descubierto. Sólo entonces siente a la amada como suya, cuando ella ya no se engaña con respecto a él…
Sí, dragona, hablaste como él aquella primera noche en tu apartamento en México: hablaste de él, como él, para él, aunque yo tuviera mi cabeza de gato medio metida en tu pescado y tu marido durmiera medio birolo en la sala. Hablaste del mar, el vino, las islas…
– Él me puso ese nombre. Yo me llamaba Elizabeth. Él me puso Ligeia. Qué tontería. Recordaba. “El hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad”. Recordó y me puso Ligeia. Qué tontería. Betty, Beth, Liz, Lisbeth, Liza, Bette, Betele. Qué distinto, Javier, entonces.
A veces entendía lo que querías y otras veces te lo hacía entender, pero no eran esas las mejores ocasiones, sino cuando era tan natural como despertar o dormir. Si lo notabas fatigado -dijiste- pero no por haberse vaciado, sino porque no había logrado nada, porque esa energía nerviosa no había salido de él, te desvestías, lentamente, en su presencia, en la sala, en la cocina, donde estuvieran, fumando, destapando un refresco; si estaba enojado, le acariciabas las sienes, lo recostabas en tu regazo, prendías su cigarrillo en tus labios, acomodabas los cojines sobre el tapete de la sala y lo esperabas con una seguridad que hoy, no, ni siquiera hoy, desde entonces, sin saberlo, te ofendía: qué certeza de que, al ofrecerte a él porque necesitaba vaciar su energía sin salida, al acercarse a él porque tú también lo necesitabas, siempre, se encontrarían a los pocos minutos sobre los cojines de la sala, desnudos, jadeando, soltando las riendas de las palabras que nunca, ni tú en la vida ni él en los libros, se habían atrevido a decir, siempre seguros de que nada había que vencer; pero peor, mucho peor, cuando ni siquiera existía esa invitación a la fatiga, el enojo, el tedio, los nervios, cuando sin pretexto, sin ocasión externa
– …nos encontrábamos a ciegas, en la oscuridad al despertar, en la recámara, y era sólo mi cuerpo, o el tuyo, o los dos, los que se acercaban y unían sin decir por qué, por pura cercanía, por el calor de la piel, por el frío de la noche, porque estábamos casados, porque vivíamos juntos: ¿podía durar así? ¿Quién sería (fuiste tú, fui yo) el primero en pedir algo más? Posesión, posesión. Cómo nos recompensaba, durante los primeros años, saber que uno poseía al otro. Eso bastaba, creo. Shit, bastaba. ¿Los contaste? Sin ser pedidos, sólo porque estábamos cerca. Sólo tus palabras léperas en español, las mías soeces en inglés, a veces el trueque de idiomas, sin saber por qué, para decir lo mismo, ¿qué, qué?, mientras me buscabas a besos, rompías todos mis secretos, descubrías toda mi carne escondida, me recorrías de frente, por la espalda, sentía tu aliento cerca de mi rostro, en seguida sobre mis muslos y entre mis nalgas, me ibas humedeciendo, me ibas clavando con tu saliva, tu tacto, tu respiración, tu cabello, tus pestañas…