En tantos lugares que recordaste, Elizabeth. En una playa del Atlántico que parecía quebrada por los dientes de la creación, una playa de arena gruesa y mojada, bajo la lluvia. En una choza de vigas de la isla de Rodas, cerca de una mesa manchada de vino, cortada por los cuchillos viejos y pesados. En un vapor español que hacía veinte días de Vigo a Veracruz, cuando Javier decidió que debían regresar a México, que México le hacía falta, que si no se enfrentaba a todas las terribles negaciones de México, pensaría siempre que había tomado el camino fácil y su obra carecería de valor: bajo una claraboya manchada por el humo y la sal, en una estrecha litera. En un apartamento de la colonia Cuauhtémoc, en la cama ancha del cuarto decorado con carteles de exposiciones que habían visto, antes de la guerra, en París, en Haarlem, en Milán, con el pequeño espejo de tocador -dijiste- perdido entre esas letras osadas, esos colores contrastados, esos nombres e imágenes perdidos, Franz Hals, Gustave Moreau, Paul Klee, Ivan Mestrovic.
– Esos carteles que cada mes se rompían un poco más en los bordes, se iban deshebrando, hasta que los olvidamos, pintamos de nuevo las paredes y los tiramos a la basura. Habías regresado a México, habías vendido los viejos muebles de tu familia, te habían estafado pagándote un precio mínimo por la vieja casa de tus padres en la Calzada del Niño Perdido, pero podíamos vivir algún tiempo con ese dinero y tú podías dedicarte a escribir. Recorrerías la ciudad en busca de contrastes, máscaras, perfiles; harías la poesía de lo cotidiano. Encontrarías las palabras de ese mundo tuyo, que yo descubría contigo, como hasta ese momento habíamos descubierto todo juntos. La poesía de lo cotidiano. Oh, qué ganas de que alguien hiciera el poema del cine, de la nostalgia del cine y la música popular que ocupa más de la mitad de nuestras vidas. Tantas canciones olvidadas. ¿Recuerdas? The isle of Capri. In a secluded rendezvous. Flying down to Rio. Cheek to cheek. ¿Qué te contaba?
Que todos los hombres en Oriente vestían casco y traje blanco, como Clark Gable en China seas y por el fondo, parte del paisaje de Singapur y Macao, se deslizaban Anna Mae Wong, Sessue Hayakawa y Warner Oland, que también era Charlie Chan; hasta Peter Lorre, que llegó a ser Mr. Moto. A Marlene Dietrich, claro, la descubriste en El ángel azul, eso lo recordabas hoy, hace un momento, ahora, con Emil Jannings, donde ella se sentaba a cantar a horcajadas, con un sombrero plateado y las medias negras; no, nunca actuaron juntas ella y la Garbo. La Garbo entró envuelta en zorros al Gran Hotel donde John Barrymore fumaba y se paseaba con el pijama de seda negra y Joan Crawford le tomaba dictado a Wallace Beery, que era un industrial libidinoso y vestido con jaquet y cuello de paloma. Fingía acento teutón y Lionel Barrymore se emborrachaba en una inmensa barra de níquel del hotel administrado por Lewis Stone, quien escondía la mitad del rostro quemado por un ácido, y Lionel iba a morirse de cáncer o algo y por eso la Crawford (ese vestido oscuro con un gran cuello blanco de gasa) aceptaba casarse con él, por unos cuantos meses, y después heredar la fortuna, ¿o eran los ahorros? Ella se llamaba Flemschen, algo así como Flemschen, y era divina y además la mejor actriz de la película, la más moderna. Hasta Jean Hersholt salía en Gran Hotel.
– ¿Lo recuerdas? Después hizo de doctor Dafoe, el que trajo al mundo a las Quíntuplos. No te acuerdas. Te apuesto. Antes sabíamos todo eso muy bien. Íbamos todas las tardes al cine, después de clases. Nos sentábamos en la fuente de sodas a echar toritos sobre cine, a ver quién sabía mejor los repartos, las fichas técnicas. Hasta los fotógrafos nos sabíamos. Ahora sólo recuerdo a Tolland, James Wong Howe, Tissé, que era el camarógrafo de Eisenstein. Gabriel Figueroa. Entonces sabíamos todo los dos. Éramos uno solo, Javier, Javier, fuimos uno solo, ¿recuerdas? ¿Quién sería el primero en pedir algo más? ¿Pensaste lo mismo que yo? Sí. Te oí llegar.
Escuchaste su llave buscando, raspando la cerradura; siempre metía la llave al revés, intentaba abrir, se convencía de que tendría que colocar la parte indentada hacia arriba para poder abrir, volvía a fallar porque la metía con demasiada prisa y esa cerradura requería,
– No sé por qué, una gran suavidad de maniobra, algo así como meter un hilo por el ojo de la aguja, o hacer un suflé de queso.
Volvía a sacarla, ahora la metía con lentitud y lograba abrir la puerta y tú escuchabas cómo rechinaban los goznes y una de las duelas del piso cuando pasaba encima de ella y todos estos ruidos acostumbrados te molestaban, por acostumbrados, por inútiles, por significativos, como su paso por la sala, su rápida selección de la correspondencia, el ruido de los sobres que rasgaba con el dedo índice, el ruido de su saco arrojado sobre el sofá, la cercanía de sus pasos conocidos.
– La detestable cortesía que esa noche noté por primera vez, cuando tocaste la puerta de la recámara con los nudillos: el eterno “¿se puede?”, como si temieras sorprenderme, o iniciaras la ronda de tu primera novia, sobre todo como si quisieras halagarme con un respeto que nunca te pedí, dándome un tratamiento de ama de casa que no era tu intención darme pero que me hizo sentirme furiosa cuando un hombre pasó a preguntar si escuchaba en esos momentos la XEW y sin consultarme apuntó en su libreta, “ocupación: ama de casa”; todo era parte de esta cortesía decorativa, monótona, con la que ustedes aman establecer contrastes para su eventual brutalidad, para valorizar su violencia, no sé. Antes de enterrarle una daga en la barriga al amante de su esposa, ustedes le dicen, “ésta es su casa”. Pero al verte cuando abriste la puerta, al verte de cuerpo entero, al reconocerte por tu pelo y tus ojos y tus manos, me olvidé de esos avisos acostumbrados de tu llegada y volví a sentirte como quería. Hermoso, cálido, pródigo, dispuesto a todos los excesos para complacerme -y fue eso, más que nada, lo que me turbó, esa admiración sin reservas a ti, esa gratitud porque sabías quererme, ese amor que nos daba lo mejor de cada uno-. Y te estaba agradecida. Gracias a ti, había salido de Nueva York, del Bronx, de Gerson y Becky y Jake. Lo sentí, Javier, como una disminución y te juro que primero quise exponerme yo misma, dejarme ver en otra luz que también era la mía y que tú, con tu cariño, con tu belleza, no dejabas que te mostrara. No ese día, no, ni el siguiente, sino muchos días después, quizás meses, sí, mucho tiempo después de escucharte llegar, raspar la cerradura, equivocarte, acertar, abrir la puerta, hacer que rechinara la duela, rasgar los sobres, arrojar el saco, tocar con los nudillos, pedir permiso, entrar sonriente, mucho tiempo después de esa noche, supe que tenía que darme a conocer de ti para obligarte a que te revelaras también, ¿me entiendes?
Eso le ofreciste. Padre, a tu antigua semilla.
Me dijiste, dragona, que esa posesión sin reservas te estaba disminuyendo, estaba cerrando el paso a otras cosas que tú traías allá adentro, de repente, y que tenían que ser sabidas para que también con ellas, a pesar de ellas o gracias a ellas, te amara, no igual, pero sí tan intensamente. No querías que amara tu máscara amable, sino lo otro, lo que fuese, lo que tú misma desconocías, otra máscara también. Y si tu máscara también te transformaba, tus dos gestos se reflejarían en sus dos gestos y ese amor sería más rico.