– “Toma, te llegó esta carta”. Se la tendí abierta. Él la tomó sin decir nada. La metió en la bolsa y salió del cuarto. No me regañó por haberla abierto. A los quince minutos, estábamos cenando, sonrientes los dos, como sí no hubiera pasado nada.
Salieron del nudo de curvas y pasaron velozmente al lado de los becerros bermejos que jugueteaban junto a la carretera, al descender a este valle de pastizales salitrosos, quizás sólo una estribación de la Sierra Madre Oriental que, detrás del llano, se levantaba lejana, sorda, desvanecida en sucesivas transparencias de azules cada vez más tenues. Al mirar esa lejanía y, en seguida, regresar la vista a lo cercano, se dibujaban nítidamente los becerrillos juguetones que ejercitaban sus músculos y fortalecían las articulaciones de sus huesos correteando, husmeando, anunciando con su presencia la del llano que, hacía pocas semanas, los había visto nacer junto a los álamos redondos. Franz disminuyó la velocidad. Javier consultó el mapa.
– Va a ser necesario vadear un río -dijo, inclinado sobre el papelón cuadriculado por los dobleces y por el encuentro de paralelos y meridianos bajo el sol de Cáncer.
– Debimos habernos ido a Veracruz directo -dijiste.
– Pero es época de secas -dijo Franz.
– Ustedes insistieron en ir a Xochicalco y Cholula-. Javier dobló el mapa.
– Mira, pregúntale a ese hombre -dijiste, indicando a uno que caminaba lentamente, dándoles la espalda.
– ¿El vado? -preguntó Isabel desde la ventanilla, al mismo tiempo que tú decías: -Por favor, señor, ¿dónde…? -y te callabas cuando Isabel ya había preguntado.
Franz frenó completamente.
– Por favor, ¿para vadear el río? -dijo recorriendo con la mirada al hombre cano, de espaldas cargadas y un andar inconsciente: caminaba como si llevara un bulto a cuestas, el ñaco viernes, y al detenerse y darles el rostro, los surcos de su frente parecían cortados por la tensión de una cuerda que, durante años, habría conformado todos los movimientos de ese cuerpo cansado y ligero, en un ir y venir con la leña sobre la espalda. Se detuvo y los miró. Franz metió el freno de mano y bajó del auto. El viejo se quitó el sombrero deshebrado -un sombrero de copa chata y alas planas, que alguna vez debió ser blanco y ahora estaba lleno de rayas amarillas y negras- y lo detuvo, con las dos manos, sobre el vientre. Franz había dejado el motor encendido y el auto temblaba, tosía, y desde adentro tú viste a Franz dirigirse al viejo y Javier e Isabel también, pero no lo escucharon porque el motor temblaba y Franz llegó hasta el viejo. Lo vieron desabotonar la bolsa trasera del pantalón y sacar la cartera mientras le hablaba al tameme y éste lecontestaba alargando un brazo y señalando a la derecha. Franz abrió la cartera. Luego el viejo se mantuvo con los brazos cruzados sobre el sombrero y miró hacia el auto con el rostro inmóvil, apasado, de bigote ralo y blanco en torno a una boca grande, sin labios, hablando. Franz sonrió y recorrió con la mirada -como ustedes- los andrajos que cubrían el cuerpo pequeño y nervioso del indio. El traje original -una camisa blanca sin botones, que debía ponerse introduciendo la cabeza por la apertura de un cuello ligeramente militar, alto, pero sin botonadura, con mangas anchas hasta medio brazo y suelto, ancho, sobre el vientre; un pantalón blanco, estrecho, también sin botones, que llegaba hasta media pantorrilla y se amarraba al vientre con dos lenguas de tela que arrancaban del propio pantalón- había sufrido, a lo largo del tiempo, incontables transformaciones. Las primeras rupturas y desgastes fueron suplidos con parches de telas similares y aún más viejas; pero debió llegar un momento en el que los parches mismos se deshebraron y luyeron: el traje actual era un remiendo de remiendos, un milagro de harapos sostenidos hilo con hilo, una superficie de incontables y minúsculos trozos de tela rota, un solo harapo construido con mil zurcidos. Y los huaraches parecían una prolongación de los pies callosos, viejos, emplastados. Franz sacó un billete y habló y el viejo rió y se tapó la boca con una mano y luego se pasó la misma mano por la nariz y Franz le tendió el billete y el viejo volvió a reír y luego habló mirando a Franz con los ojos entrecerrados, y la feroz medio maliciosa. El indio le dio la espalda a Franz y resumió su trote quedo. Franz regresó al auto, subió y arrancó.
– El camino al vado es aquí adelante a la izquierda -dijo.
– Vi que indicaba a la derecha -dijiste.
– Quería engañarnos -dijo Franz.
El Volkswagen pasó rápidamente al lado del campesino que se quitó el tandacho, sonriendo, al paso del auto, sin detener su trote. Ah macehual. Un camino pavimentado apareció a la derecha de la carretera.
– ¿Ves? -dijiste-. Era a la derecha.
Franz asintió. Dijo que se acercaban los exámenes de junio cuando Herr Urs les envió una tarjeta con la portera. Los invitaba a cenar con él en un pequeño restaurant del barrio. Franz se dirigió a su cuarto para decirle que un examen próximo les impedía hacer otra cosa que preparar los proyectos y leer libros. El hombrecillo contestó al llamado detrás de la puerta, sin abrirla. Dijo con su voz muy fina que comprendía y que esperaba tener el placer de invitarlos en cuanto pasaran los exámenes. No se asomó. Vivía detrás de su puerta, en silencio. Ulrich y Franz jamás escucharon un ruido extraordinario. De no haber sido por la celebración del refrigerador, nunca se habrían enterado de la existencia de Schnepelbrucke, pues ni en el corredor, ni en la escalera, ni en las calles vecinas había pruebas de sus entradas y salidas. A los clientes de su hospital de muñecas nunca los vieron. Faltaba sacarle chismes a la portera, pero dos estudiantes de arquitectura que andaban retrasados en sus pagos de alquiler nunca habrían condescendido a rebajar su dignidad ante esa mujer, cuando no jactanciosa, histérica en su celo representativo de los anónimos propietarios de este inmueble. Con ella apenas cambiaban un gesto de saludo al entrar y salir de aquella vieja casa olorosa a cebollas y cuando ella los buscaba, es que ellos no querían verla. Pero habían decidido que al terminar los exámenes se vengarían de las humillaciones mensuales de la señora. El día del último examen, presentarían su pieza a los amigos. Como poseían el único refrigerador de la comunidad estudiantil, lo llenarían de vino y cerveza. Esa noche recibirían a todos los compañeros, quienes se disponían desde luego a aumentar la reserva alcohólica y a preparar disfraces para el suceso.
– Ulrich y yo nos abrazamos, aquella mañana, al salir de nuestros respectivos exámenes. Habíamos sido aprobados. Nos dirigimos, casi saltando, a la casa, en medio de bromas, carcajadas y caricaturas físicas.
Frente a la estación de ferrocarriles, Ulrich empezó a caminar de rodillas, regañando a los transeúntes con las fórmulas del pequeño vecino. Les hizo notar su falta de cortesía. Les amenazó con denunciarles a la policía.
– Salvo uno que otro digno burgués, el público tomó a broma nuestras impertinencias y algunos hasta acariciaron la boina de Ulrich y le dijeron pobre enanito, tienes razón, prometemos comportarnos. Ulrich se sacudió las rodillas empolvadas y se levantó frente a nuestra casa. La portera salió corriendo con el delantal levantado hasta el rostro. Se mordía las uñas. Al vernos lanzó un suspiro de alivio y nos dijo que corriésemos, pronto, pronto. Imaginamos lo peor, Lisbeth. Un corto circuito en el refrigerador, el hielo derretido, el cuarto inundado o en llamas. Lo comentamos con frases cortadas al subir corriendo por la escalera. La señora nos condujo hasta la puerta de Herr Schnepelbrucke y se detuvo, muda, enrollando y desenrollando las puntas del delantal. Dijo que el hombrecito no salía desde ayer, que no había ido a recoger sus muñecos ni a comer, ¡algo había sucedido! Tomé el picaporte de la puerta y quise abrir. Estaba cerrada por dentro. Ulrich acercó el rostro a la puerta y murmuró: “Herr von Schnepelbrucke. Señor. Ábranos”. La portera gritó: “¡Les digo que no contesta y la puerta está cerrada por dentro; ya intenté con la llave maestra!” En seguida se turbó y colgó la cabeza. Ulrich y yo nos lanzamos contra la puerta con todas las fuerzas de nuestros hombros, mientras la portera gritaba, se persignaba, nos amenazaba con denunciarnos a los propietarios y la puerta al fin cedía en su raquítica chapa y entrábamos al cuarto oscuro, sin preocuparnos por la ruina de astillas que la señora se detuvo a ver, entre gemidos.