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Franz preguntó: “¿Dónde está la luz?”, mientras Ulrich se dirigía a la ventana apenas iluminada detrás de la cortina. La corrió y se encontraron en medio de un desorden maravilloso. Del cielo raso colgaban, ahorcadas por alambres torcidos alrededor del cuello, varias muñecas rotas. La cabeza de Franz pegó contra las piernas tiesas y rosadas y algunas muñecas chocaron entre sí y emitieron, al moverse, pequeños sonidos de llanto, de quejumbre; más de veinte cuerpecitos pendían del techo, en un conglomerado bamboleante de pelucas rubias y negras, faldas de tul, zapatillas de charol y ojos de porcelana. Nada, a primera vista, como no fuese el estrangulamiento, podía sorprenderles. Conocían la ocupación del señor Urs e inmediatamente racionalizaron esta sucesión de horcas pensando en el reducido espacio de su trabajo. Pero un nuevo grito de la portezuela les hizo fijarse en la primera incongruencia; un casco prusiano y unos diminutos, perfectos, peinadísimos bigotes a la Kaiser en la cabeza de una de las muñecas. Distinguieron los detalles de los cuerpos colgados: las muñecas poseían todas algún detalle masculino y los muñecos masculinos, todos algún detalle femenino. Un húsar mostraba, bajo la chaquetilla de piel y botones dorados, un pequeño portabusto de encaje; una niña con crinolina usaba botas militares y sostenía un fuete en la manita de pasta; un conductor de trenes, tocado con la gorra a rayas, se adornaba con unas pantaletas de olanes; una muñeca china, de trenzas negras y horquillas de plata, tenía entre las piernas desnudas un pequeño falo, cuidadosamente pegado, de yeso blanco y fresco todavía.

Escondiste la mirada en el brazo de Franz. “Está bien, Franz. Hasta allí”.

Él no te escuchó. Y alrededor, sobre los muros, recargados contra los estantes y las sillas, cuadros y más cuadros, en un remolino de colores y contrastes que Franz y Ulrich no podían ver sin marearse. Las escenas más tradicionales -un buque entrando a puerto, un almuerzo a la orilla del río, los techos de Munich, ramos de flores en vasos chinos, naturalezas muertas, trigales bajo el sol, arboledas junto a un lago, escenas de una gran tersura- yacían amontonadas al lado de telas horriblemente deformes, pintadas en tonos sombríos, en las que la abundancia de pinceladas furiosas apenas permitía distinguir, ocultas, las formas de bocas abiertas y ojos presos de pavor, manos de largas uñas, materias fecales, cópulas indecentes con animales, serpientes podridas, esqueletos de elefantes recorridos por enjambres de moscas, cabezas de toro y jabalí sonrientes y cercenadas, estúpidas y feroces, hombres diminutos levantados en el aire por garras de aves enloquecidas…

Aspiraste el sudor de Franz y empezaste a arañarle el hombro.

– Nos perdimos ante ese espectáculo, Lisbeth.

– Eso ya lo sé, ya lo vi -dijiste con los dientes apretados.

– Creo que olvidamos nuestro interés principal. Por fin, lentamente, como si nos costara separar los ojos de las telas de von Schnepelbrucke, fuimos girando hasta encontrar la inmensa cama que ocupaba casi la mitad de la pieza.

– Míranos en la cama, Franz, venos reflejados en el espejo. En la cama.

– Una cama antigua, de caoba pesado, de alto respaldo barnizado, con remates de urnas y vides en los cuatro pilares. Una cama anchísima, como ya no se hacen. Almohadones inmensos. Una revoltura de sábanas y frazadas que apenas permitían distinguir, bajo el edredón rojo, un bulto pequeñísimo que se prolongaba bajo un almohadón de encajes.

Entre el edredón y la almohada, asomaba una nuca hirsuta. Arañaste los brazos de Franz.

– Ya lo sé. Ya lo vi. Caligari y el sonámbulo se pierden en un laberinto blanco. No tienes que contármelo, Franz, ya lo sé.

Apartaron la revoltura de las ropas de cama. Allí estaba, dormido, el vecino. Perdido en la inmensidad del lecho. Dormido como un niño en pesadilla. Soñando con los ojos abiertos, la boca abierta y el pelo negro sobre la frente. Con las manos unidas bajo la mejilla. Recostado de lado, empequeñecido aún más por las piernas recogidas. Amarillo y viejo como un papiro de siglos.

– ¡Ya lo sé! -gritaste-¡Ya vi a Nosferatu, sin edad, bajar de cabeza, como una lagartija, por los contrafuertes del castillo!

Ulrich se hincó. Le tomó un hombro. Lo agitó. Metió la mano bajo la mejilla y le sintió el pulso. Dijo que estaba muerto. Franz le preguntó a la portera: “¿Sabe usted si tiene parientes?”, y ella negó con la cabeza y las manos. Le preguntó si sabía dónde guardaba el dinero. Ella dijo que Herr Urs vivía al día. “Pero quizás le quedaban algunas piezas por cobrar”, dijo Ulrich ingenuamente: los pequeños monstruos se balanceaban sobre ellos con sus deformidades minúsculas, detalladas, apenas perceptibles a primera vista. “O los cuadros -añadió en seguida-. Quizás le deben dinero por algún cuadro de esos”, señaló hacia una marina con gaviotas. La señora les preguntó, implorando: “¿Qué vamos a hacer? Imagínense si los demás inquilinos se enteran. Un enano muerto en esta casa”.

– Ulrich y yo nos miramos. No en balde llevábamos un año y medio viviendo juntos. Él o yo: era igual. Hubiéramos pensado lo mismo, dicho lo mismo.

– No es cierto -empezaste a besar los hombros de Franz-. Tú y él eran distintos. Tú, Franz. Él Ulrich.

– Lo mismo. Envolvimos al señor Urs en el edredón y le pedimos a la mujer que vigilara el corredor. Ulrich tomó en brazos el cuerpecillo. Lo descansó sobre su hombro. Los dos salimos rápidamente del gabinete de trabajo y entramos con igual premura al nuestro. La portera quiso entrar detrás de nosotros. Me llevé el dedo a los labios: “Ni una palabra, señora. O la casa se quedará sin inquilinos. Ni una palabra. Nosotros nos ocupamos de todo. ¿Entiende?

Ni una palabra. No ha pasado nada grave. Nada que no se pueda perdonar”.

Apartaste los labios del hombro de Franz y contemplaste los dos cuerpos desnudos en el reflejo enmarcado frente a ustedes.

– Míranos. ¿Sabes qué parecemos?

– ¿Qué? ¿En el espejo?

– Sí. Allí. Parecemos un recuerdo o una premonición de nosotros mismos. El espejo no refleja nada. ¿Has terminado?

– No. Estás hablando como tu marido.

– No quiero oír más. ¿Qué le dijiste a ese indio viejo esta mañana?

– Nada. Cortesía.

– Lo acepto todo, Franz, todo. No sólo una parte, todo. Pero por favor entiende que tenemos derecho a las compensaciones. Créeme, yo quiero a esa gente. Sólo así nos haremos perdonar.

– Es posible. Quizás sea el camino de las mujeres.

– No me mires como si fuera una ingenua. Es cierto. No queda otro camino, al final. Duérmete sobre mis pechos y no despiertes hasta que el calor del día alcance nuestra temperatura y… Te contaré la Fiesta.

Elena tocó la puerta y habló en su medio italiano y puso los higos frescos sobre la mesa y dijo que el día estaba muy hermoso y guiñó un ojo. Javier se levantó de la cama y Elena rió gritando y mostró sus dientes picados y miró a Javier entre los dedos muy separados que cubrían su rostro y se santiguó entre carcajadas y dijo que el mundo sería mejor si el señor pudiera mostrarse así en la playa, oh quant’è lungo, oh quant’è bello il signor, sei fortunata, signorina, sei fortunatissima. Te pusiste el traje de baño mientras Elena te admiraba tanto como a Javier y los tres salieron, con Elena al frente, en fila india, Elena al frente con su cubeta llena de higos calurosos, con su cara oscura y arrugada como una nuez. Una nuez de ojos y sonrisa brillantes, envuelta en un chal negro y con la pañoleta blanca y rasgada enmarcándole el rostro. Elena con su andar a un tiempo ágil y cansado y sus medias negras y sus alpargatas de lona; que se dejaba caer sobre la arena con una elegancia suprema y les repetía, todas las mañanas, la misma historia: tiene ocho hijos, mueren cinco (nunca se refiere a ellos en pasado), el esposo es reumático; el hijo mayor trabaja en Atenas en algo, ella no sabe en qué, tiene novia y no manda dinero; otro hijo es mozo en un café de Rodas; la otra es una niña pequeña. Todos los días, alguien huye del lugar, emigra a otros países. Aquí la riqueza es tener olivos y ellos no tienen olivos. Señala hacia el restaurant cercano a la playa: antes, los dueños eran pobres y flacos como ella; hoy son dos puercos. Elena los señala con el dedo, grita “Brava!”, les dice que se han olvidado de que eran pobres, ahora pesan doscientos kilos cada uno. El matrimonio gordo gruñe y se va corriendo al interior del restaurant. Elena grita “Brava!” y les muestra sus manos: dos veces por semana lava ropa; les enseña el amuleto de cobre, una pulsera, que le sirve para no dañarse la piel y los nervios al trabajar. Los dueños del restaurant regresan con un carabinero, gritan en griego, el policía en italiano: le han dicho que se vaya de esta playa, que no venda higos por su cuenta en la playa del restaurant, ¿cuántas veces se lo tienen que decir? Elena se planta la cubeta de higos sobre el regazo, mira a Javier, te mira a ti, entona una cancioncilla que enfurece a los gordos. El carabinero avanza hacia Elena; ella no le hace caso y sigue cantando. Tú buscas la mirada de Javier pero Javier no te hace caso, no observa la escena. Tú te levantas y te colocas entre el policía y Elena: