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– Si la molestan, no volveremos a comer en el restaurant, nunca más…

Los gordos se miran, consultan entre sí, se encogen de hombros y le invitan un vaso de vino de Lindos al carabinero. Elena cacarea de gusto y te ofrece un higo maduro y tú te sientes la dueña de Falaraki.

– Soy la dueña.

– Mitzvah -ríe Javier-. Una buena acción todos los días. Oh, el espíritu del boy scout.

– ¡Soy la dueña!

A barroquizar, dragona. Falaraki es una playa de guijarros que acompañan toda la línea de la costa. Mientras Javier escribe en la casa, tú recorres la playa en busca de guijarros. No tienes más ocupación que querer a Javier y caminar con el agua hasta las rodillas, buceando a veces, alargando los dedos para encontrar las piedras más pulidas. Son brillantes como espejos cuando, todavía húmedas, las muestras al sol. Hasta puedes ver tu rostro reflejado en ellas. Te sientas horas enteras en la playa y les inventas nombres. Dices que son los hemisferios de las horas del mar. Son de otro color -es lo primero que llama la atención- y sólo se puede hablar de estos nuevos tonos por aproximación a los colores de la tierra: los guijarros de la isla de Rodas reflejan al mar, son como sus hijos más severos y tú crees que algún mar, en otro tiempo, o este mismo, en un fondo secreto que nadie ha visto, les ha dado ese color a los guijarros para que quede prueba de todos los tonos del mar. Dirás que son rojos, ocres, blancos, verdes, amarillos, negros, pero cada uno es un color nuevo, como el nuevo gris de estos escudos pulidos, todos los grises reunidos aquí, al alcance de tu mano, con sus vetas de blanco transparente, sus nervios de plata, sus arterias de estaño. Algunos parecen huevos esculpidos, otros pastillas de mostaza, otros lunas sepia trabajadas por el roce y ennoblecidas por esta soledad que no les otorga valor y que, sin embargo, los convierte en el tesoro de los humildes: son los niños quienes los recogen, las mujeres de los pescadores las que, acaso, terminan convirtiéndolos en collares para los días de fiesta. Pero fuera del mar, como juguetes o adornos, se vuelven opacos y al cabo se pierden y se olvidan: eso dicen las mujeres de Rodas. Son piedras que sólo al ser lavadas por el mar muestran todos sus detalles secretos. Habría que pasarse la vida con los ojos abiertos bajo el agua para admirar los guijarros de Falaraki en su verdadero esplendor de pequeños palacios redondos, de cetros anónimos de las islas, de joyas sin nombre ni codicia.

Tú no sabes cuáles escoger, nunca; son tantos y tan bellos mientras yacen en ese fondo suelto donde la playa entra al mar. Son una frontera y por eso repiten al mar dentro del mar y se vuelven como la tierra en la tierra; dentro del mar, como el mar, reproducen a un tiempo todas las luces y a veces parece que el Egeo brilla tanto frente a la isla, se impone de tal manera al paisaje de montañas esfumadas, porque se sostiene sobre ese empedrado luminoso del que los guijarros son como los dientes, las garras suaves del litoral que permiten al mar prenderse a la tierra: sin los guijarros, el mar sería realmente lo que representa ser y lo que tú crees que es: otro mundo, otro sueño, una fe, la promesa del milenio. Por eso pasas los días aquí, acariciándolos, coleccionándolos, robándote algunos, proponiéndole a los niños que adornen sus castillos de arena con torres de falso jade, baluartes de falso granito, barbacanes de falso rubí. Pero ellos, mejor que tú, saben que expuestos al sol los guijarros sólo son piedras comunes, sin brillo ni transparencia. Existen todos los tonos, menos el azul.

Graduaste tus guijarros. Y supiste que cada uno, expuesto a la luz de diversas horas, podía contener otros colores: el guijarro amarillo del mediodía, levantado al sol de la tarde, se volvía naranja; mostrado a la luz del crepúsculo, era rojo; con la luna, casi violeta, casi rojo-azul. Pero no más lejos. El azul no quería aparecer en el guijarro amarillo, que se veía blanco al amanecer. Los colores, escondidos en los círculos cada vez más estrechos de ese hemisferio pulido, poseían sin duda un azul en el centro mismo. Tu guijarro combatía, cada jornada, los ataques de la luz que le arrancaba el naranja, el rojo, el violeta, lo devolvía al blanco original y le permitía reposar, hasta el mediodía, en su amarillo natural. El guijarro se dejaba vencer hasta el momento en que su azul estaba a punto de ser revelado; entonces, como si de este combate con la oscuridad nacieran todas las victorias menos una, la propia oscuridad velaba el azul, la oscuridad que había expuesto todos los demás colores acababa por confundirse con su meta final, el azul nunca revelado.

– Hasta ahí la caza de piedras.

Dragona. Joven, ociosa, inocente dragona de otro siglo, a nadie dañas, vaga poética.

– Ahí te va otro Clásico: todo lo que digo no es verdadero pero revela, por el solo hecho de decirlo, mi ser. ¿O. K., dragona?

– O. K.

Isabel, te habías cambiado. Llevabas puestos unos pantalones negros muy ajustados y una blusa blanca abierta. Los senos te bailaban mientras girabas con el ceño fruncido, mordiéndote la uña del meñique, con el pelo suelto y los pies descalzos y el disco de Joao Gilberto giraba tantas veces como tú.

– No. No. Creo que es así.

Adelantaste la pierna derecha, giraste sobre ti misma, colocaste los brazos en la posición de una diosa hindú, volviste a morderte el meñique:

– A ver. Dime si así sale bien.

– Pero Isabel…

– Ya sé que no sabes bailar. Pero puedes dar una opinión, ¿no? Cotorrea, mi amor. Mira. El chiste de la bossa nova es llevar el ritmo de la samba con el contratiempo del jazz… Así… ¿Ves?

Giraste riendo, novillera, adelantaste los pasos hacia Javier, recostado en la cama, viéndote, fumando. Entreabriste los ojos, sonriendo.

– …não pode ser, não pode ser…

Caíste sobre el pecho de Javier y le besaste la frente.

– Te amo -le dijiste-, ah novillera, ah murciélaga cuáchara.

Te levantaste de un salto, corriste hacia la botella de Coca Cola y la empinaste, vaciándola de un trago. Javier apoyó la libreta contra las rodillas y mordió la goma del lápiz. Te acercaste -eso- a acariciarle el pelo.

– ¿Te gusta como arreglé el cuarto?

– Sí. Me parece maravilloso. Qué comparación con el nuestro.