– ¿Cómo el nuestro?
– Digo, el que comparto con Elizabeth, del otro lado del corredor.
– ¿Donde la dejaste?
– Duerme la siesta. Sí, parece que llevaras tiempo viviendo aquí.
– Es que sin mi tocadiscos portátil, de plano no viajo. Y a donde llegue, en seguida pido mis cocas. ¿Qué escribes?
– Cosas olvidadas.
– ¿También has olvidado el día que nos conocimos?
– Me parece tan lejano.
– ¿Qué cosa? Pero si fue hace cuatro meses apenas. Acababas de reprobarme en el curso de literatura clásica. Yo te dije que no importaba; así repetiría el curso contigo el año entrante.
– No sé por qué tuve la idea de invitarte a cenar.
– Por puro cultivo del Narciso, mi amor.
– Quizá porque me caíste en gracia, quizá porque ese día me fijé en ti especialmente, quizá porque doy clases en la facultad para estar en contacto con chicas jóvenes como tú.
– No mientas. Nada más porque te abismé.
– No. Porque eres muy bella. Porque ese día descubrí (y fui descubriendo mi descubrimiento en el taxi y en el restaurant al que me llevaste) esa dualidad de tu rostro, mitad ángel, mitad demonio: tu rostro enmarcado por el pelo lacio y negro…
– Estás en onda, mi caifán…
– …tus ojos verdes, infantiles, sin malicia, cuando tu boca permanece quieta; tus ojos brillantes, fríos, cuando tu boca ríe con ese candor y relatas tu vida simple de muchacha bien educada.
– ¿Educada? -Te levantaste de la cama y le diste la vuelta al disco. -¿Bella? -Sonreíste y volviste a bailar. Una vez alguien me dijo que le gustaba tanto que por eso no se acercaba a mí. ¡Qué chispas! También contigo estuve de alumna un año y hasta que me reprobaste no me aventaste un lazo. Ya son dos, entonces. Aunque en mi casa nunca me fomentaron eso de la belleza. ¡Qué va! Todo lo contrario. Es aquí esta sambinha… Tú también me gustaste desde el principio. Todavía estás muy bien.
– ¿Todavía? Gracias.
– Seguro. Tienes esa distinción que agarran los hombres morenos cuando el pelo se les encanece pero siguen con las cejas negras. Aunque el pelo se te esté cayendo, mi amor. Me gustan las caras pálidas como la tuya.
– ¿Entonces vas a la Universidad sólo a descubrir la belleza de los maestros cuarentones?
– No; voy a darme una barnizada.
Te balanceaste sobre las puntas de los pies y reíste.
– No, es guasa. Oírte hablar me sugiere cosas. No sé. Me siento ligerita oyéndote. Se me quitan los nervios. Como que floto. La verdad sin saliva es que me gustaste.
– Yo también me fijé en ti desde el primer día de clases.
– No me cultives el Narciso. En la casa todo era Chabela, no andes con esos pelos lacios, pareces existencialista; Chabela, pareces escoba de flaca; Chabela, no te jales las narices que de por sí las tienes muy grandotas; entonces, figúrate lo que sentí la primera vez que un señor me dijo que era un cuero y no se atrevía a acercarse. ¿No te aburres?
Javier negó con la cabeza.
– No me des vuelo. Soy una cotorrita. Me encanta liberarme de mis complejos hablando.
– Pero sobre todo…
– De mis papas, por ejemplo. Ahí tienes que mi papá ha hecho un montón de lana. Un montón como los Alpes, que es donde la guarda, nomás faltaba.
– ¿En qué?
– En gasolineras. Ése es el punto. A uno le dan la concesión y uno nomás cobra y le palma algo a Pemex. Y al rato tenemos una casa en las Lomas de Chapultepec que ¡ay Dios! De llanto mortal. ¿Te acuerdas de la plantación en Lo que el viento se llevó?
– Sí, la vimos juntos en el Continental.
– Pues haz de cuenta.
– ¿A saber?
– Un pórtico doricojónico o doricojonudo, como quieras, con columnas y toda la cosa. Tejados verdes. Ventanas francesas con celosías, mi amor. Y por dentro. Yo no sé de dónde sacaron esos muebles. Dizque Chippendale, dice mi mamá. Qué esperanzas. Anda confundida. Le escasean dos siglos y un continente. ¿No me crees?
– Te creo todo.
– ¿Cómo te diré? Unos con respaldo de cuero y chapas de cobre. Otros con bordados azules y patitas delgadas, otros con brocados lila y patotas gruesotas. Ni te cuento de mi recámara…
– ¿No?
– Es un decir, cotorro. Cuando me hice señorita -así dicen ellos- me compraron un ajuar nuevo. Una cama con toldo, ¿qué se te hace? y cromitos que dice mi mamá que son franceses, de niños chapoteados con sombrillas. Un tocador así como para vomitarse, de lleno de clanes y cositas vaporosas. Para una señorita decente.
El disco terminó y tú te plantaste con las piernas abiertas y los brazos en jarras y soplaste para quitarte el pelo caído sobre la frente.
– ¿No quieres una Coca?
– Gracias. Ya sabes que el gas me hace daño.
– Allá tú.
Destapaste otra botella y la bebiste rápidamente.
– Luego mi papá hizo otro negociazo. ¿Te acuerdas de la última devaluación?
– Yo sí, pero tú no. Eras una niña entonces.
– Pero después me enteré. Resulta que el viejo supo de antemano y empezó a comprar dólares como desaforado.
– Apuesto que llora cuando tocan el Himno Nacional.
– Eso mero. Era un viernes. El sábado se anunció la cosa y él había ganado quién sabe cuántos varos, así nomás, tranquilito. ¿Qué se te hace?
– Es un genio. Se realizó. Pero también el clochard se realiza. De veras, pingüina preciosa, nunca hay que llegar, como yo. Pero tu padre…
– No me interrumpas. Nunca he sabido de nadie que gane tanto sin cansarse nada. Es de maravilla. Además se lo cree, porque habla todo el santo día del trabajo y el esfuerzo y cómo gracias a su sudor vivimos tan regio. Para qué te cuento.
– Para que te crea.
– Ándale. Y mi mamá es mocha, como para compensar. Desde niña me metieron a estudiar con las monjas. Todo muy tapadito. Confesión y comunión todos los viernes primeros. Encierros de semana santa. ¡Más ideas en la cabeza! Niña no bailes, niña no vayas al cine, niña ten cuidado con los muchachos, niña no te pintes, niña eres una azucena que el demonio puede pisotear. ¡Ay el demonio! Tocaba el clarinete en los bailes, estaba esperando a la entrada de los cines, pasaba en un convertible chiflándole a una. Y mi mamá compungidísima. No me vas a creer. En mí todas sus esperanzas.
– Te creeré, te creeré.
– Yo tenía que ser una santa que la virgen de Fátima no me duraba nada. Y duro con el llanto: yo tenía que lavar sus pecados. ¿Cuáles, tú? Por más que me exprimo el coco, no doy. Pues sí.
– ¿Sí?
– Ahí tienes que sí.
– Dime.
– Un día voy a robarme un cigarrillo a la mesa de noche de mi papá y allí estaban los condones. Ése era el gran pecado de mi madre. Violines, please. No aceptar la chorcha de escuincles que Nuestro Señor quisiera endilgarle y por eso se sentía menos que la Magdalena y nunca se confesaba aunque iba a misa todos los días. ¡A volar, gaviotas! Me dio tanta risa que ya no los tomé en serio. Le pregunté y ella se soltó chillando y dijo que cómo una niña inocente podía saber de esas cosas. El llanto la enmudeció, tú sabes, y yo me salí del bachillerato de las monjas y entré en la Universidad, y colorín colorado y ellos me pasan mi mes y me dejan en paz, aunque a veces me sueltan los perros y me preguntan cuándo pienso ponerme de novia en serio con un muchacho decente y con porvenir en vez de andar entre el peladaje de la Universidad, donde todos son rojillos y alborotadores. ¡Ay, maestro! ¿Y tú? Sweet and lovely, tralala, the gal from Ipanema… Ya no escribas. Ven.
– Pero si todavía no empiezo.
– Tienes mucho tiempo, todo el tiempo del mundo.
– Isabel, Isabel.
Javier besó las manos que rodeaban su cuello.
Cuando entró el otoño, apareció esa muchacha. El apartamento tenía un pequeño balcón, donde apenas cabía el sofá-columpio con toldo de franjas amarillas y rojas. Durante el verano, vivían dentro del apartamento refrigerado. Ahora, en los meses de otoño, utilizaban más el balcón. En la acera crecían unos tilos que llegaban hasta las ventanas del segundo piso. Al empezar el calor, las ramas se introducían por el balcón y ocultaban la vista de los edificios de enfrente. Pero ahora, sentados, columpiándose suavemente, asistieron al despojo paulatino de las hojas, que primero se incendiaron con una piel dorada y luego comenzaron a caer al pavimento en ráfagas silenciosas. La cortina del verano se desvaneció y se dibujaron claramente los edificios de apartamentos de colores pastel. No los habían visto. No sólo aparecieron: se acercaron. El primer aire frío, cortante, que respiraron sentados allí, él con su viejo suéter de cuello de tortuga, tú abrazada a ti misma, aclaró las siluetas vecinas. Se sentaban allí en las tardes, buscando un poco de sol cada vez más pálido. Él encendería el tocadiscos, pondría un altero de blues y foxtrots y saldría a mecerse. Tú le seguirías, después de echarte sobre los hombros el suéter, y te sentarías a su lado. Hablarían, entre espacios de silencio. Él te contaría algunas novedades de la embajada, te anunciaría algunas invitaciones a cenas y cócteles, harían planes para ir a Bariloche, en el sur, o a Carrasco, del otro lado del río, si él lograba que le dieran diez días de licencia económica en junio o noviembre. Tú tratarías de hacerlo reír criticando a las esposas de los embajadores y secretarios.