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– Y tú me harías cada vez menos caso.

Él había visto antes que tú a la muchacha; tú nunca supiste qué es lo primero que él vio, aunque pudiste imaginar que la muchacha haría siempre las mismas cosas, las que después le vieron hacer todas las tardes, entre silencios cada vez más prolongados, desde el balcón. Pudieron haber discutido su estatura. Siempre la vieron cortada a la altura del vientre por el marco de la ventana; a veces, ocultada totalmente por la cortina azul cuando el viento la agitaba; casi siempre, de torso completo. En nada distinta de las muchachas que pasaban al atardecer por Santa Fe y Florida. Pudieron haber esperado, un día, a que saliera o entrara del edificio. No. Sólo la vieron frente a su ventana, amarrándose el pelo negro a la nuca con un listón de estambre, con los brazos desnudos, bronceados como su tez, los brazos siempre en alto para aflojarse el pelo, también, o para sujetarse las horquillas. La vieron así, con los brazos levantados y las manos ocupadas con su cabellera, de frente, de espalda, de perfil, como si fuese una estatua giratoria.

– La recuerdo así, en instantáneas fijas.

Una vez de frente, con la axila rizada y los músculos pectorales fuertes, señalados, otra vez de perfil, con el busto pequeño pero erguido, otra vez de espalda, con los músculos tensos mientras se arreglaba el pelo. Sí, como fotofijas: se unta crema en el rostro, se depila las cejas, se azulea los párpados, se pinta los labios, se frota la barbilla, se acaricia la axila, siempre en momentos que pueden prolongarse al antojo, retirarlos como una fotografía del marco de la ventana para contemplarlos un largo rato, incluso para romperlos después de haberlos visto. Siempre sola. Nadie entra a esa recámara, aunque en las ventanas contiguas se nota un movimiento de sirvientas con plumeros, estudiantes con los libros abiertos, hombres que almuerzan entre dos horarios de trabajo, mujeres que cuidan del hogar. Y en el centro de esas convenciones, ella, maquillándose o peinándose todas las tardes a las tres. Iba y venía por la recámara de las tres a las cuatro, más o menos. A veces se asomaba por la ventana, sacaba la cabeza a la calle; a veces movía los labios, como si cantara, porque ella no hablaba, estaba sola en ese cuarto. Iba perdiendo poco a poco el color bronceado que debió adquirir en Punta del Este o Mar del Plata. No fumaba. Quizás lo hacía antes o después de esa hora dedicada a embellecerse. Debía levantarse tarde. Sí: una mañana tú no saliste; te sentaste afuera, esperaste hasta que la muchacha corriera, al mediodía, la cortina azul. Tenía un vaso en la mano. En seguida desapareció. Tú te dedicaste a preparar el almuerzo y sólo la volviste a ver, con Javier, a las tres. Estaba sentada frente a su tocador.

– La recuerdo también porque tratando de distinguir sus facciones me di cuenta de mí miopía. Oh come on.

Debiste guiñar para distinguir, débilmente, las cejas espesas, los labios pequeños y precisos, llenos, dibujados; los ojos de almendra, la nariz levantada, el mentón un poco saliente. Por ella fuiste al oculista y te sentó frente a las letras negras y supiste que tenías una dioptría y media en el ojo izquierdo. Pensaste que a Javier le daría risa verte con los anteojos de carey, cuando regresaste a almorzar. Sólo lo sorprendiste. Te pidió, con una mueca mal disimulada, que no los usaras en la calle.

– ¿Y en el cine?

– Tampoco.

– ¿Y para ver mejor a la muchacha de enfrente?

Javier enmudeció. Te miró como si hubieses violado su secreto más íntimo.

– Me miraste como si sólo tú hubieras estado observando a la muchacha durante todas esas semanas, como si ella fuese tu propiedad. Yo debía mirar, ¿qué cosa?, ¿eh? ¿Qué se suponía que yo debía mirar, eh?

Las ramas desnudas de los árboles. El paso de los autobuses. Quizás al portero polaco. Ver a la muchacha era el privilegio de Javier.

– A ella le dirías en secreto las palabras que no escribiste, las palabras que me dijiste sin pronunciarlas. A la desconocida, intocable, lejana imagen de soberbia y soledad, hecha tuya en algo más que la imaginación, como creí entonces. Ship ahoy. En el revés del deseo, ¿qué tal? En el deseo sin deseo. ¿Me entiendes? ¿Me oyes?

No quisiste admitir la verdad. Reíste. Te pusiste el suéter amarillo y saliste al balcón. Javier te siguió. Tú pediste que jugaran con la desconocida. Que se entretuvieran imaginando su nombre, su ocupación, su estado civil, sus esperanzas.

– Hablaste, Ligeia, hablaste mucho. ¿Nombre de la heroína? ¿De cuál libro? Ulalume, Berenice, ¿otra vez Ligeia? Aurelia, Mirto, divina encantadora, Paquita la de los ojos de oro, ¿otra vez Ligeia? -y en otro estilo, Becky, Jane, Tess… ¿Quién sería su héroe? Las heroínas de los poemas sólo tienen un héroe, el que las nombra. Pero las de las novelas… Me pediste que me disfrazara ya. ¡Qué repertorio! Sombrío Heathcliff para Cathy o ridículo Coronel Crawley para Becky o frívolo De Marsay para Paquita… ¿Javier, nombre de héroe? A volar, Supermán. Le dijiste que podía volar del balcón a la ventana y descubrir si era prostituta, vicetiple del teatro Maipo, estudiante de química, rentista, mucama de casa elegante, institutriz, profesora de yiddish. Sí, Rebeca, Miriam, Sara, era una belleza judía, a pesar de la naricilla levantada: era una judía oscura; podían ver las gotas de su sudor azul, en las sienes, en los sobacos, en los labios, en la división de los pechos: una judía negra.

– …para completar la dualidad trunca, yo la judía rubia, la judía sajona, Miriam la muchacha de enfrente, una hebrea de orgasmos negros, casada, entretenida, viuda, soltera. El descubrimiento de América. Bullshit.

Ahora, con tus anteojos, podías verla sudar. Más de cerca, podrías verla sucia, a pesar de sus afeites, con el pelo sin lavar, con caspa, con grasa.

– Acércate. No, no a mí. A ella. Búscala. Sólo hay una acera entre los dos, un campanazo, un elevador. Land ahoy. Tráela. O no la traigas. Pero cuéntame. Cuéntame cómo amarías hoy a una mujer.

Javier se levantó del sofá, le dio la espalda a Miriam, y Miriam, como si le llegara una señal invisible, corrió sus cortinas azules para vestirse, para desvestirse, para recibir un amante, para dormir la siesta. No salieron más al balcón. Esperaron a que el follaje brotara de nuevo: la primavera, el fin de la temporada, la clausura del Teatro Colón, los abrigos envueltos en bolas de naftalina y guardados en la parte alta del closet, los estampados a la tintorería, Perón en el poder, Eva en los balcones de la Plaza de Mayo, los slogans cantados en las manifestaciones, mi general qué grande sos, mi general, cuánto vales: los tilos empezaban a reverdecer, iban ocultando la visión de los edificios.