– Me metí a un grupo de teatro inglés. Hice muchas obras de Noel Coward. Así he ido matando el tiempo desde que regresamos de Buenos Aires. Quince años de esto, ¿eh? Ugh. En fin; la memoria es pura selección.
– Hace quince años era una ciudad divertida.
– Sí, tienes razón. Había una como seducción inocente. Esos burdeles de luz esmeralda que olían a desinfectante. Esos cabaretuchos pintados de plata. Esas putas-tamal vestidas con satines irritantes. Full of con men and bouncers and pimps. Y gente como Diego y Siqueiros y María Félix y Tongolele. It was a brash, sentimental, low-down world.
– Fíjate que era lo último que quedaba de la revolución, antes de que se adecentara.
– ¿Sigues creyendo que la revolución fue traicionada?
– Sí, pero sólo porque es inevitable.
– ¿Cómo?
– Mira, dragona. Una revolución destruye un statu quo y crea otro. Eso es todo. Pero en medio hay momentos muy padres. Y eso sí que es todo.
– U-hum. Nuestra vida ha sido igual. Quince años en blanco, de veras. Quince años sin nada que decir. Él con su hipocondría y sus píldoras y su chamba de la ONU. Yo, leyendo bestsellers. ¿Vale la pena hablar de todo esto?
– Tú cuéntame lo que quieras. Selecciona a tu gusto. No estamos haciendo una cronología.
– Oh hell, no. El otro día leí una novela divina, de Styron. Y si quieres ahí te va un epígrafe, tú que tanto le das a las citas. “Didn’t that show you that the wages of sin is not death, but isolation?”
– Mete reversa, dragona, y sabrás por qué el clasicazo de Borges dice que, en los velatorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores.
– Get off my neck!
– Y diga lo que diga tu marido, a mí me gusta verte saltar de la cama. Zip, pow. Como un desembarco de los Marines.
– ¡Suéltame el cuello, caifán! Lo que te gusta es cómo me meto a la cama.
– ¿Terminaste?
– No, Lisbeth. Todavía no. Permanecimos sentados cerca del refrigerador un buen rato, como velando al señor Schnepelbrucke. Pero la noche caía. Y con ella, nuestros invitados. Salí corriendo a comprar cerveza y vino. Cuando regresé, Ulrich ya usaba su disfraz. Reí al verlo, con el uniforme café, las botas negras, el cinturón de cuero, la corbata negra, la tira transversal de cuero negro sobre el pecho. La suástica en el brazo. Reí mucho. Y él, conmigo, mientras se paseaba por la recámara imitando el paso, el saludo y las voces de esos hombres.
– ¿Les parecían figuras de comedia entonces?
– Riendo, le advertí que mi disfraz no sería menos espectacular. Me escondí detrás del biombo y a los pocos minutos salí anunciándome con un alarido tipludo, el de la cabalgata de La valkiria. Ulrich estalló en risas y contorsiones al ver mi casco con cornamenta, mi escudo pectoral, mis largas faldas rojas, mi lanza de bronce y sobre todo las trenzas de lana amarilla que asomaban bajo el casco. Tocaron a la puerta. El grupo gritón, alegre, disfrazado, irrumpió de un golpe, cargado de botellas, tarros y copas, flautas de pan, chorizos, quesos de Limburg. Corearon, a gritos, la cabalgata de La valkiria, mientras mostraba sus atuendos, gritando, bailando al son de la música heroica. Heinrich, disfrazado del viejo Goethe, iba acompañado de la nerviosa Lisbeth, nuestra compañera de primer año; era difícil reconocerla bajo los ropajes y el maquillaje clásico de Mefisto, aunque sus ojos azules y candorosos desmentían el siniestro engaño de las cejas levantiscas y la barbilla puntiaguda; Reinhardt y Elsa, vestidos de campesinos tiroleses; Malaquías, de oficial prusiano; Otto, de húsar austrohúngaro; Ruby, de la Mariana francesa, con los zuecos, la falda a rayas y el gorro de la libertad con la escarapela tricolor; Lorenz, con la bata negra, las botas, las barbas y la peluca de Rasputín; Lya, con una indumentaria idéntica a la mía, aunque con detalles que delataban un rango mayor: ella Brunhilda, yo su edecán. Todos gritaban “Ho-yo-to-ho-ho-ho”, saltaban, usaban las botellas como lanzas de la gran cabalgata wagneriana: voces altas, voces graves, un coro ruidoso envuelto en el colorido de los trapos confeccionados para celebrar el fin de cursos: el coro se diluyó, al fin, en una sola carcajada que a su vez empezó a romperse en risas aisladas, agotadas, cada una con su tono personal de fatiga, humor, tos, suspiro. Reinhardt y Elsa fueron los primeros en dirigirse al refrigerador con las botellas de vino blanco entre los brazos, riendo. Corrí, casi tropecé con mis faldones de vallaría, y les cerré el paso, con los brazos abiertos dramáticamente, frente a la hielera. “¡Prohibido! -grité-. Decreto de Votan. Las libaciones han de ser inmediatas. Botella que entra a nuestro refrigerador no sale más”. El murmullo de protesta de Heinrich y Lisbeth fue sofocado con los gruñidos y gritos que recibieron mi proclama: Ulrich, velozmente, le arrebató una botella a Lorenz-Rasputín, la destapó y levantó a sus labios. Dejó caer un chorro sobre la boca. Todos rieron, destaparon las botellas, se unieron en círculos para descorchar y empezaron a beber con grandes ademanes heroicos: el vino mojó las barbas postizas, escurrió la pintura de los labios y de los bigotes al carbón, corrió por las gargantas y los escotados de las muchachas: el foco desnudo que colgaba del techo lo iluminaba todo con una luz directa y fría, blanca; encendí la luz baja del restirador y apagué el foco central, gritando:
“¡Oscuridad! ¡Crepúsculo! ¡Humedad! ¡Los muertos no quieren la luz! ¡Los muertos están enterrados!” Todos rieron, aunque Reinhardt y Elsa, nuestros tiroleses, se abrazaron con caras de espanto. Pasé entre los invitados distribuyendo copas de vino, sudoroso con la armadura y la peluca. “¡Alegría, muchachos, alegría! -iba diciendo, mientras desparramaba el licor-. Piensen que pasaremos tres meses sin ver las barbas del Profesor Essler, sin tener que reírnos de los chistes malos del Profesor Von Gluck, sin…” Me interrumpió Ruby-Mariana, cuyo gorro frigio se le había hundido hasta las cejas. Me dijo que le era antipático. Le contesté a gritos: “¿Franqueza? ¡Honestidad! ¡Siempre!” La muchacha de cejas espesas y labios gruesos, que se sentó en el piso, se quitó los zuecos y se acarició los pies enfundados en calcetines de listas rojas y blancas, dijo que no había motivos de alegría y que yo era un farsante. -“Tu honradez puede suplir mi mentira”, le dije, riendo, vaciando la botella de vino sobre su gorro. Me devolvió una cachetada: gemí- Votan puso un corazón duro en mi pecho. Todos alegaban a gritos. Heinrich-Goethe decía que todo lo que es grande se debe a una aristocracia mientras se acomodaba la peluca gris, reclinado contra el diván. Malaquías, el oficial prusiano, le contestaba que la fuerza viene del pueblo. Y Heinrich gritaba: “¡Mira a tu pueblo libre! ¡Mira tu ridícula República de Weimar, tu infeliz Stresseman, la inflación, el desempleo, la humillación nacional! Ésos son los resultados cuando el pueblo se gobierna a sí mismo”. Malaquías se llevó el pulgar a la punta de la nariz e hizo señas de burla con los dedos. Heinrich se incorporó y tomó a Malaquías de las orejas, gritando cosas sobre los judíos y los banqueros, tumbó el orgulloso casco dorado con el águila imperiaclass="underline" Malaquías gritó y yo los separé, mientras vaciaba los restos de la botella en sus copas. Elsa estaba sentada al filo de la cama entre Reinhardt, su compañero tirolés, y Lisbeth, la Mefistófeles de ojos azules. Dijo que sólo se ama una vez y apretó la mano de Reinhardt y se pasó la otra por la falda de bordados. Lisbeth sonrió y dijo que Reinhardt no había tenido tentaciones y por eso le era fiel a Elsa. Elsa interrogó a Reinhardt con la mirada. Él acarició la mano de su novia y dijo que iban a casarse en enero, en cuanto se recibiera. Al servirles vino, le pregunté al tirolés si había encontrado trabajo. Reinhardt dijo que aún no, pero que su padre tenía conexiones en Colonia y que ellos vivirían al principio con la familia. “¡Ahí se acaba el amor!”, rió Lisbeth, que parecía tomar en serio su personificación. Elsa negó con serenidad y dijo que los padres de Reinhardt eran encantadores. Lisbeth volvió a reír: “Vas a ver qué encantadores cuando te empiecen a decir: eso está mal hecho, ¿dónde te educaron?, así no se cría a un niño, nuestro hermoso Reinhardt merecía algo mejor”. Reinhardt la miró con dureza: “¡No digas esas cosas, Lisbeth!” “Nada. Sean felices”, rió Lisbeth. Los bigotes pintados de corcho se le habían escurrido. “Es tan poco lo que necesitamos, que sí vamos a ser felices”, dijo Elsa, arreglándose otra vez el corpiño, consciente del disfraz. “¿Qué quieren?”, sonrió Lisbeth. “Estar siempre unidos”, contestó Elsa. “Tener un empleo honorable y ser respetados”, añadió Reinhardt. “¡Dios los bendiga!”, exclamó Lisbeth; se levantó de la cama e inició una danza, sola, tarareando. “¡Yo, Berlín!”, gritó, extrañamente dúctil y esbelta en su funda de lino rojo, alegremente despreocupada al mover como alas los extremos de la capa. “¡Yo, Berlín! ¡La libertad! ¡La alegría! ¡Alemania es dos países! ¡Los patanes pelando papas y los listos en Berlín! ¡Los cafés! ¡Los teatros! ¡Todo está en el aire! ¡Nadie te molesta! ¡Eres libre! ¡Hoppla wir leben! ¡La fiesta de las flores en Potsdam! ¡La bocaza con corazón! ¡Madre, pásame la maceta que Juanita quiere admirar la naturaleza!” Heinrich se acercó a ella, gritando, y Otto, el húsar, se quitó la capa dragona y toreó a Lisbeth y la muchacha embistió con sus pequeños cuernos de cartón, gruñendo. Todos hicimos círculo a la pareja, aplaudimos, derramamos el vino de nuestras copas mientras palmeamos, enardecidos, nos tomamos de los brazos y de los cuellos para cerrar el círculo, sudamos y sentimos que los disfraces iban perdiendo su novedad y galanura. Heinrich, de repente, rompió el círculo y tomó a Ulrich de los hombros. Le gritó a la cara: “¡No tolero más tu disfraz!” Ulrich lo miró con asombro. “Ya ves -prosiguió Heinrich-; soy franco contigo. No tolero tu burla. Te lo digo en tu cara y en tu casa”. Paseó la mirada por la concurrencia hasta fijarla en mí. “Por algo decía que no debíamos hacer la fiesta en casa de un extranjero. ¡Puercos!” Adelanté un brazo, pero Ruby-Mariana me contuvo, mirando a Heinrich y le dijo: “¡Oh, qué pesado eres! Es un disfraz como cualquiera otro”. “Es una burla”, dijo Heinrich al arrancar la suástica del brazo de Ulrich. Mi compañero contestó con un puñetazo sobre el rostro de Heinrich; la peluca gris cayó y los clanes de la pechera se estremecieron pero Goethe reaccionó y se arrojó con todo su peso sobre Ulrich; los dos rodaron entre los gritos de los estudiantes, Heinrich encima de Ulrich, tratando de arrancarle los botones de la camisa café, Ulrich con los puños en torno al cuello de Heinrich. Lorenz y yo los separamos, entre los gritos. “¡Qué fiesta!” “¡Beban, idiotas!” “¡No estropeen la noche!” “¡Les ordeno que se diviertan!” Los luchadores se levantaron, jadeando, observándose con esa falsa sonrisa de dientes apretados; Ulrich tendió la mano, Heinrich le dio la espalda y se abrazó a Mefisto-Lisbeth. Apagué la lámpara de trabajo. Sólo entraba la luz natural de la noche por la estrecha ventanilla. Los festejantes se acomodaron en el diván, la cama, el piso; yo les llevaba tarros de cerveza como ofrendas de paz. Las conversaciones decayeron a un murmullo. Empezaron los besos y las caricias. Me recliné contra el filo de la cama y apoyé el brazo sobre las rodillas desnudas de Reinhardt; el joven abrazaba a Elsa y la muchacha le murmuraba las frases que llegaban a mi cabeza de ojos cerrados. Pequeños proyectos de comprar muebles, adquirir determinado vestido y hacer un viaje de novios a Suiza. Los horarios de los trenes preocupaban a Elsa. Obligaba a su novio a repetir las llegadas y salidas de las estaciones para que la luna de miel rindiera al máximo: Lucerna, el lago de Thun, Wengen y la Jungfrau… Ruby se sentó junto a mí; sentí su mano caliente sobre la mía y escuché su voz muy baja: “¿Tú no vas a salir durante las vacaciones?” Era cierto. Realmente estábamos de vacaciones. Lo sabía, lo celebraba, pero sólo al sentir la mano de Ruby sobre la mía y ahora, al escuchar el ruido de los pesados zuecos cuando ella se los quitó en la oscuridad, me daba cuenta de que había pasado otro año y se abría ante mi vida un tiempo de probables delicias, de lecturas libres y ociosas, de largas caminatas… Ruby colocó sus piernas sobre mis rodillas y me pidió que le acariciara los pies. Le contesté en voz aún más baja, Lisbeth, como si sólo hablara para mí. No sé si saldré este año. El siguiente sí, entonces estaré a punto de recibirme. Quisiera hacer un viaje largo por todos los lugares que no conozco. Quisiera ir de ciudad en ciudad, viendo las cosas. “¿A dónde?”, dijo Ruby, que se había doblado sobre sí misma, hasta que su rostro descansó sobre las rodillas y sentí el perfume de su cabellera bajo mi propio aliento. En Tréveris quedan las basílicas y los baños en ruinas. En Aquisgrán veré la capilla de Carlomagno. Luego descenderé por el Rin para conocer los edificios románicos, la catedral de Worms y la de Mainz, la abadía de Laach; y en Colonia, Santa María en el Capitolio, los Santos Apóstoles… Quiero ver todo eso y sentirlo, Ruby, Lisbeth, porque creo que hay que conservarlo; creo que el hombre es su casa, su piedra, el amor hacia lo que ha construido. Me detengo y me pregunto ¿por qué te digo estas cosas mías, niña burlona? Debes reírte de mí. “¿No me llevas contigo?”, me preguntó Ruby, levantando el rostro hasta tocar mi mejilla con su nariz, así, Lisbeth, para que apenas lo sienta. Yo tomé su cabeza, así, entre mis manos, en una oscuridad que liberaba nuestros movimientos y nos hacía sentirnos secretos y dueños de una delicada audacia, así, pues no teníamos que dar cuenta de nuestra experiencia; la noche, al disfrazarnos, nos permitía decir la verdad, como en los carnavales… Ruby… Lisbeth… Yo quiero construir… Yo quiero hacer casas por instinto… No quiero estos Valhalas griegos que los maestros de la escuela nos obligan a respetar… Tampoco quiero los cajones de vidrio… No sé… ¿Me entiendes?… Quiero construir casas como un oso encuentra su cueva y un águila hace su nido, casas tan naturales como las de un animal, casas como placentas, tibias, húmedas, sin aristas… pero no sé… Ruby, Lisbeth, ¿Me entiendes? Algo libre, nuevo, natural, que no esté esclavizado a los modelos viejos, al prestigio… ¿Tú me entiendes?… Ruby me besó. Así. Yo la abracé. Así. Y permanecimos en silencio, escuchamos a oscuras, con los ojos cerrados, así, un poco mareados por la mezcla de cerveza y vino, por las voces de los novios detrás de nosotros. “¿Y si es cierto lo que dijo Lisbeth?” “¿Qué?” “¿Nunca te irás con otra?” “Sólo te quiero a ti”. “Pero puede gustarte otra… algún día”. “Conozco mis obligaciones”. “Yo sé que sólo podré amar una vez en mi vida”. “Nada podrá separamos, Elsa”. “Sí, yo lo creo. Tendremos niños y ellos nos unirán más”. “¿Cuántos hijos quieres tener?” “Los que Dios quiera mandarnos”. “Creo que escogí bien”. “Sin una mujer que nos dé aliento, no podríamos hacer nada en la vida”. “La vida… sí, quiero verte lleno de honor, respetado por todos. Vas a ser un gran arquitecto, Reinhardt”. No pude contenerme, Lisbeth. Me tapé la boca, me arranqué del brazo de Ruby. Abrí los ojos. Toda la pieza oscurecida me daba vueltas en la cabeza. Traté de mirar a Elsa y Reinhardt y los vi dobles; todos los grupos que conversaban en voz baja parecían muy cercanos y muy lejanos y mi propio cuerpo se sentía a la vez enorme y minúsculo, como si