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Reinhardt no había tenido tentaciones y por eso le era fiel a Elsa. Elsa interrogó a Reinhardt con la mirada. Él acarició la mano de su novia y dijo que iban a casarse en enero, en cuanto se recibiera. Al servirles vino, le pregunté al tirolés si había encontrado trabajo. Reinhardt dijo que aún no, pero que su padre tenía conexiones en Colonia y que ellos vivirían al principio con la familia. “¡Ahí se acaba el amor!”, rió Lisbeth, que parecía tomar en serio su personificación. Elsa negó con serenidad y dijo que los padres de Reinhardt eran encantadores. Lisbeth volvió a reír: “Vas a ver qué encantadores cuando te empiecen a decir: eso está mal hecho, ¿dónde te educaron?, así no se cría a un niño, nuestro hermoso Reinhardt merecía algo mejor”. Reinhardt la miró con dureza: “¡No digas esas cosas, Lisbeth!” “Nada. Sean felices”, rió Lisbeth. Los bigotes pintados de corcho se le habían escurrido. “Es tan poco lo que necesitamos, que sí vamos a ser felices”, dijo Elsa, arreglándose otra vez el corpiño, consciente del disfraz. “¿Qué quieren?”, sonrió Lisbeth. “Estar siempre unidos”, contestó Elsa. “Tener un empleo honorable y ser respetados”, añadió Reinhardt. “¡Dios los bendiga!”, exclamó Lisbeth; se levantó de la cama e inició una danza, sola, tarareando. “¡Yo, Berlín!”, gritó, extrañamente dúctil y esbelta en su funda de lino rojo, alegremente despreocupada al mover como alas los extremos de la capa. “¡Yo, Berlín! ¡La libertad! ¡La alegría! ¡Alemania es dos países! ¡Los patanes pelando papas y los listos en Berlín! ¡Los cafés! ¡Los teatros! ¡Todo está en el aire! ¡Nadie te molesta! ¡Eres libre! ¡Hoppla wir leben! ¡La fiesta de las flores en Potsdam! ¡La bocaza con corazón! ¡Madre, pásame la maceta que Juanita quiere admirar la naturaleza!” Heinrich se acercó a ella, gritando, y Otto, el húsar, se quitó la capa dragona y toreó a Lisbeth y la muchacha embistió con sus pequeños cuernos de cartón, gruñendo. Todos hicimos círculo a la pareja, aplaudimos, derramamos el vino de nuestras copas mientras palmeamos, enardecidos, nos tomamos de los brazos y de los cuellos para cerrar el círculo, sudamos y sentimos que los disfraces iban perdiendo su novedad y galanura. Heinrich, de repente, rompió el círculo y tomó a Ulrich de los hombros. Le gritó a la cara: “¡No tolero más tu disfraz!” Ulrich lo miró con asombro. “Ya ves -prosiguió Heinrich-; soy franco contigo. No tolero tu burla. Te lo digo en tu cara y en tu casa”. Paseó la mirada por la concurrencia hasta fijarla en mí. “Por algo decía que no debíamos hacer la fiesta en casa de un extranjero. ¡Puercos!” Adelanté un brazo, pero Ruby-Mariana me contuvo, mirando a Heinrich y le dijo: “¡Oh, qué pesado eres! Es un disfraz como cualquiera otro”. “Es una burla”, dijo Heinrich al arrancar la suástica del brazo de Ulrich. Mi compañero contestó con un puñetazo sobre el rostro de Heinrich; la peluca gris cayó y los clanes de la pechera se estremecieron pero Goethe reaccionó y se arrojó con todo su peso sobre Ulrich; los dos rodaron entre los gritos de los estudiantes, Heinrich encima de Ulrich, tratando de arrancarle los botones de la camisa café, Ulrich con los puños en torno al cuello de Heinrich. Lorenz y yo los separamos, entre los gritos. “¡Qué fiesta!” “¡Beban, idiotas!” “¡No estropeen la noche!” “¡Les ordeno que se diviertan!” Los luchadores se levantaron, jadeando, observándose con esa falsa sonrisa de dientes apretados; Ulrich tendió la mano, Heinrich le dio la espalda y se abrazó a Mefisto-Lisbeth. Apagué la lámpara de trabajo. Sólo entraba la luz natural de la noche por la estrecha ventanilla. Los festejantes se acomodaron en el diván, la cama, el piso; yo les llevaba tarros de cerveza como ofrendas de paz. Las conversaciones decayeron a un murmullo. Empezaron los besos y las caricias. Me recliné contra el filo de la cama y apoyé el brazo sobre las rodillas desnudas de Reinhardt; el joven abrazaba a Elsa y la muchacha le murmuraba las frases que llegaban a mi cabeza de ojos cerrados. Pequeños proyectos de comprar muebles, adquirir determinado vestido y hacer un viaje de novios a Suiza. Los horarios de los trenes preocupaban a Elsa. Obligaba a su novio a repetir las llegadas y salidas de las estaciones para que la luna de miel rindiera al máximo: Lucerna, el lago de Thun, Wengen y la Jungfrau… Ruby se sentó junto a mí; sentí su mano caliente sobre la mía y escuché su voz muy baja: “¿Tú no vas a salir durante las vacaciones?” Era cierto. Realmente estábamos de vacaciones. Lo sabía, lo celebraba, pero sólo al sentir la mano de Ruby sobre la mía y ahora, al escuchar el ruido de los pesados zuecos cuando ella se los quitó en la oscuridad, me daba cuenta de que había pasado otro año y se abría ante mi vida un tiempo de probables delicias, de lecturas libres y ociosas, de largas caminatas… Ruby colocó sus piernas sobre mis rodillas y me pidió que le acariciara los pies. Le contesté en voz aún más baja, Lisbeth, como si sólo hablara para mí. No sé si saldré este año. El siguiente sí, entonces estaré a punto de recibirme. Quisiera hacer un viaje largo por todos los lugares que no conozco. Quisiera ir de ciudad en ciudad, viendo las cosas. “¿A dónde?”, dijo Ruby, que se había doblado sobre sí misma, hasta que su rostro descansó sobre las rodillas y sentí el perfume de su cabellera bajo mi propio aliento. En Tréveris quedan las basílicas y los baños en ruinas. En Aquisgrán veré la capilla de Carlomagno. Luego descenderé por el Rin para conocer los edificios románicos, la catedral de Worms y la de Mainz, la abadía de Laach; y en Colonia, Santa María en el Capitolio, los Santos Apóstoles… Quiero ver todo eso y sentirlo, Ruby, Lisbeth, porque creo que hay que conservarlo; creo que el hombre es su casa, su piedra, el amor hacia lo que ha construido. Me detengo y me pregunto ¿por qué te digo estas cosas mías, niña burlona? Debes reírte de mí. “¿No me llevas contigo?”, me preguntó Ruby, levantando el rostro hasta tocar mi mejilla con su nariz, así, Lisbeth, para que apenas lo sienta. Yo tomé su cabeza, así, entre mis manos, en una oscuridad que liberaba nuestros movimientos y nos hacía sentirnos secretos y dueños de una delicada audacia, así, pues no teníamos que dar cuenta de nuestra experiencia; la noche, al disfrazarnos, nos permitía decir la verdad, como en los carnavales… Ruby… Lisbeth… Yo quiero construir… Yo quiero hacer casas por instinto… No quiero estos Valhalas griegos que los maestros de la escuela nos obligan a respetar… Tampoco quiero los cajones de vidrio… No sé… ¿Me entiendes?… Quiero construir casas como un oso encuentra su cueva y un águila hace su nido, casas tan naturales como las de un animal, casas como placentas, tibias, húmedas, sin aristas… pero no sé… Ruby, Lisbeth, ¿Me entiendes? Algo libre, nuevo, natural, que no esté esclavizado a los modelos viejos, al prestigio… ¿Tú me entiendes?… Ruby me besó. Así. Yo la abracé. Así. Y permanecimos en silencio, escuchamos a oscuras, con los ojos cerrados, así, un poco mareados por la mezcla de cerveza y vino, por las voces de los novios detrás de nosotros. “¿Y si es cierto lo que dijo Lisbeth?” “¿Qué?” “¿Nunca te irás con otra?” “Sólo te quiero a ti”. “Pero puede gustarte otra… algún día”. “Conozco mis obligaciones”. “Yo sé que sólo podré amar una vez en mi vida”. “Nada podrá separamos, Elsa”. “Sí, yo lo creo. Tendremos niños y ellos nos unirán más”. “¿Cuántos hijos quieres tener?” “Los que Dios quiera mandarnos”. “Creo que escogí bien”. “Sin una mujer que nos dé aliento, no podríamos hacer nada en la vida”. “La vida… sí, quiero verte lleno de honor, respetado por todos. Vas a ser un gran arquitecto, Reinhardt”. No pude contenerme, Lisbeth. Me tapé la boca, me arranqué del brazo de Ruby. Abrí los ojos. Toda la pieza oscurecida me daba vueltas en la cabeza. Traté de mirar a Elsa y Reinhardt y los vi dobles; todos los grupos que conversaban en voz baja parecían muy cercanos y muy lejanos y mi propio cuerpo se sentía a la vez enorme y minúsculo, como si mis rodillas fuesen montes pesados y plumas al viento. Me incliné y ya no pude contener el vómito. Ruby me apretó un brazo. Elsa dio un grito pequeño. Reinhardt se hincó junto a mí. “¡Hey! Franz se siente mal. Un vaso de agua”. La luz que pendía del techo brilló, otra vez blanca y helada. Cerré los ojos. Y en seguida los abrí y miré hacia la nevera, nuestro mueble frío y sin color, como la luz… Lorenz, la figura negra del monje ruso, caminaba hacia el refrigerador con un vaso limpio entre las manos. Yo grité: “¡No, Lorenz, por favor!” Lorenz abrió el refrigerador. “¡Cierra, Lorenz, por favor cierra, estás borracho, no es cierto, no has visto nada!” Lorenz dejó caer el vaso al suelo. La vallaría Lya, detrás de él, gritó, gritó, gritó, se mordió las manos y gritó con una palidez harinosa en el rostro. Herr Urs von Schnepelbrucke, cubierto por una ligera capa de escarcha, había arribado a la fiesta de fin de cursos.