Franz calló.
– ¿Qué pasó después? -preguntaste.
– Nada. Reinhardt se casó con Elsa. Después murió en seguida, al principio, en el frente polaco.
– ¿Y el enano?
– Llegó a la fiesta, ¿no te lo acabo de decir?
– Sí, ¿pero después qué pasó?
– Nada. Se quedó allí, en nuestra casa. Ahí debe seguir todavía.
Te incorporaste con violencia y empezaste a matar moscas con las palmas de las manos:
– Tú también conoces nuestro apartamento.
– Claro.
– En la calle de Nazas.
– Sí.
Cuando regresaron a México, al estallar la guerra, seguías soñando con él. Ya era una costumbre tuya acostarte con un libro y poco a poco ir perdiendo la atención, ir repitiendo, mientras leías, su nombre y dormirte con el libro abierto, sugestionada por su nombre. Sabías que él entraría a la recámara un poco después, cerraría el libro y apagaría la luz. Tú ya habías creado la imagen de tu sueño: su imagen.
– No, no su figura exacta.
Quizás sólo un color, un brillo, una iridiscencia como la de las estrellas que ruedan por el espacio: las azules que vienen hacia nosotros, las rojas que se alejan, las amarillas que se mantienen inmóviles. Su presencia en tu sueño era como la de una estrella azul, en llamas. Al despertar y verlo a tu lado, con el pelo revuelto, boca abajo, querías prolongar su presencia en ti y sabías que no era posible, que él saldría a la calle y tú pasarías las horas sola en el apartamento o caminando por la colonia. Después del desayuno, él salió y tú te quedaste sola. Tenían una lámpara amarilla, hecha con un viejo garrafón de peluquería, de vidrio azogado. Viste tu rostro deformado por las refracciones del vidrio y acariciaste la superficie lisa del objeto. Sentada en el sofá, juntaste las rodillas, inclinaste la cabeza y tomaste entre las manos el cenicero negro, de barro oaxaqueño, el preferido de Javier: el que usaba en la sala, llevaba a la mesa del comedor para fumar después del almuerzo y a la recámara cuando leía y fumaba recostado. Sentiste en las yemas de los dedos la calidad de ese barro cocido. La mesa cuadrada, baja, de ocote pulido, en el centro de la sala: pasaste los dedos por la superficie, los detuviste en las rodelas dejadas por su vaso de cerveza, en las manchas quemadas donde se consumieron sus cigarrillos. El tapete de yute. Lo recorriste con las manos unidas a la espalda, lentamente, como si marcaras sus pasos, hasta encontrar la duela suelta cerca de la puerta, la duela que te anunciaba sus llegadas al rechinar. Repetiste todos los actos, a la inversa. Caminaste por el tapete. Acariciaste los accidentes de la mesa baja, sentiste el peso del cenicero en tus manos, tocaste el espejo deforme de la lámpara. Y no te diste por vencida. Tenía que haber más objetos que hablaran de él. Te sentaste en el piso y te estuviste allí una hora, o más, en cuclillas, con las piernas cruzadas, recostada, con la cabeza sobre los brazos, reclinada, con la cabeza sobre la palma abierta, recorriendo con los ojos todos los ángulos del lugar que habitaban. El librero que ocupaba todo un muro, de la puerta de entrada a una esquina. Desde el suelo, ibas recorriendo, recordando, distinguiendo los títulos y los autores lentamente, revueltos, sin orden. Rilke, Dostoievsky, Cervantes, Reyes, Huidobro, Kleist, Nietzsche, Thomas Mann, Sheridan Le Fanu, Gérard de Nerval, Emily Brönte, D. H. Lawrence, Byron, Eurípides, Quiroga. El taburete de pino junto al librero, cubierto por un trozo de tela tejida, de origen huichol, con el garrafón de pulque encima, convertido en lámpara. Desde donde estabas reclinada, toda la estancia se refractaba en el cristal amarillo: los objetos más cercanos agrandados, los más lejanos empequeñecidos en un túnel de luz, el cuadrado de la ventana brillante e inmóvil en un costado curvo de la lámpara. El sofá al lado, con su tela de cuadros escoceses, hondo, cómodo, un poco desvencijado, un poco desteñido. La mesa grande y baja frente al sofá, la mesa manchada con sus cigarrillos y sus vasos, con el cenicero de barro negro, su preferido, y un candelabro sin velas, un árbol de barro y yeso, pintado de mil colores, sostenido por un ángel sin piernas que cargaba sobre las espaldas color de rosa los pedestales, columnas, trenzas y flores azules, amarillas y rojas. Una cajetilla de Alas que dejó olvidada. Una caja de fósforos de La Central, con la lisa raspada del costado y la reproducción de los sembradores de Corot. La silla inglesa delgada, con respaldo de encajes, que Javier rescató de casa de sus padres. Allí leía, con el libro apoyado sobre esa mesa baja, sentado en el suelo como tú; allí tomaba notas y consultaba libros, sobre ella colocaba su vaso de cerveza y manchaba el ocote pulido; en ese cenicero dejaba caer las colillas encendidas; sobre ese sillón reposaba el brazo y a veces la cabeza. Pasaste varias mañanas recorriendo el apartamento, siempre sentada o recostada en el suelo, mirando al cielo raso y las luces cambiantes del día que en él se fijaban, a través de las persianas, con los reflejos de las nubes y el sol, de los accesorios niquelados de los automóviles, de las campanillas plateadas de los vendedores de helados callejeros.
– Fue cuando Vasco Montero regresó de España. Había luchado en la guerra del lado republicano, había escrito hermosas canciones de combate con Prados y Alberti, había publicado su primer libro y hubo muchas fiestas para agasajarlo y, desde luego, oponerlo a ti, que vivías aún del prestigio de tu primer libro, publicado en 1937. Pero Vasco era un hombre generoso y bueno y no quiso hacer el juego de la rivalidad literaria. Quizá tú habrías preferido (no sé; seguramente te calumnio) una lucha abierta entre los dos. No fue así y yo sentí que, precisamente porque no se exteriorizó, esa rivalidad era más honda y más seria; más exigente. No habías vuelto a publicar. No me hablabas de tus proyectos. No podía saber si tu idea del gran poema de la ciudad de México avanzaba. Y pasábamos por otra crisis. Ésa es otra historia y parece de otro siglo. Lo primero que me emocionó, de niña, fue saber que dos humildes emigrados habían muerto un día en Boston, injustamente, por repartir unas hojas que Gerson nos leyó.
Fellow Workers, you have fought all wars.
Y Gerson anduvo de luto varios días.
O. K., dragona. Todo era entonces tan claro. La justicia aún no era ambigua. El sueño mismo no era ambiguo, era sólo la luz de una realidad oscura. La historia era idea y la política moral, ¿recuerdas? Todo era claro. Habíamos visto a los hombrecitos vendiendo manzanas en las esquinas de Nueva York. Habíamos visto a los desempleados en marcha, con sus sombreros de fieltro desteñido y sus sacos raídos. Habíamos visto las fotos de los Okies en el Dust Bowl, las chozas de tablas, las bocas desdentadas, los niños raquíticos, los senos secos… Habíamos visto a Paul Muni en Soy un fugitivo. Habíamos leído a Dos Passos. Stalin estaba construyendo un mundo nuevo, sin estos horrores. En España se libraba la batalla de todos los hombres. Ellos eran los buenos. Los malos eran el Padre Coughlin gritando por la radio, Huey Long gritando desde la casa de gobierno en Baton Rouge, el Bund Americano gritando en las cervecerías del Medio Oeste, Hitler gritando en las manifestaciones de Nüremberg.