– Puede que tengas razón. Mi papá decía que era ateo y yo iba a la escuela de monjas.
– Algo así. Permiten a los hombres jugar. Ponen cara de mártires en público. Se parten de la risa en privado.
Reíste.
– Vamos a hacer el humor.
Con una mano, lo invitaste a jugar. Lo acariciaste.
– Como México no hay dos.
Él te tomó de los senos.
– Nuestra madrecita de Guadalupe.
Las piernas se entrelazaron.
– No hay nada como nuestros antojitos mexicanos.
Te escurriste entre las piernas de Javier.
– Nuestros Niños Héroes.
Apartaste las piernas de Javier con las caderas.
– Nuestro México es pobre pero tiene corazón.
Estabas pegada a él, de espaldas.
– ¡Pero ríete, Javier! ¿No es eso lo que tienes que decir en tu televisión?
Javier empezó a reír, a corearte.
– El capitán Jackson, del servicio secreto, llega a Singapur. Una espesa red de intriga se teje en ese misterioso puerto, lugar de cita del espionaje mundial.
Te volteaste rápidamente y tu nariz rozó la de Javier.
– Jackson es rubio, alto, musculoso y enciende sus cigarrillos mirando fijamente los ojos del enemigo.
Tus senos estaban cálidos con el jugueteo.
– Si no destruimos aquí la amenaza contra el mundo libre, el enemigo pronto estará a nuestras puertas, dice señalando un mapa del explosivo sudeste asiático, a punto de caer como tantas fichas de dominó.
Los muslos estaban húmedos con el jugueteo.
– Comercial. Señora, impida que sus niños desarrollen insanos complejos incestuosos. Use la botella esterilizada Baby Sucker. No le ofrezca su pecho. Evite deformaciones. Manténgase erecta ante la vida. Jingle. Tenga derechos todos sus pechos. Oiga usted lo que opina Jane Mansfield.
– Isabel, Isabel…
– Ay papacho…
– ¿Te gusta, mi amor?
– Ya ya ya…
– Escúchame. Para que no se acabe. Es como la primera vez.
– No no no, no me distraigas…
– ¡Déjame, déjame hacerlo, Ligeia!
– Sí, sí, sigue, mi amor, sigue…
– No quiero empezar cada vez…
– Sí, sí, sí…
– Entra, sal, lentamente…
– Sí, sí, sí.
– Y ahora ya no.
Javier se zafó y te dio la espalda. Cayó boca abajo contra la almohada, como si se escondiera. Tú permaneciste boca arriba. Javier te miró de reojo. Tú no moviste la cabeza, no lo buscaste.
Él murmuró:
– Isabel.
Tú encendiste un cigarrillo.
– Javier, no te siento a gusto.
– No, mi amor. Este cuarto es muy triste. No podemos seguir viniendo a cuartitos de hotel. Ahora regresaremos a México y nos veremos otra vez en esos courts, con las sábanas frías y las paredes salitrosas. El teléfono junto a la cama. El taxi esperándonos abajo, escondido detrás de esa cortina de rayas anaranjadas. Aaaj. Pienso en el camino de Toluca y me da náuseas. Quizás…
– Ya sé -dijiste.
– ¿Qué?
– ¡Vamos tomando un apartamento!
– ¿Un apartamento?
– He visto un estudio padre en Coyoacán. Te va a abismar cuando lo veas. En cuanto regresemos a México vamos a…
– Isabel, yo creí que…
– Mira: está en los altos de una tienda de arte popular. Yo lo decoraré.
– Pero Isabel…
– Es sólo un estudio, en realidad. Una gran pieza y un bañito y una cocina. ¡Padre! Haré que enceren los pisos, en cuanto regresemos.
– Isabel, yo…
– Haré que pinten las vigas y encalen las paredes. Voy a escoger unas cortinas amarillas, bien gruesas, para el ventanal. Da sobre la plaza de Chimalistac.
– Es que yo…
– Escogeré unos muebles de cedro claro que he visto, forraré los cojines de manta azul. Necesitamos esas mesas de vidrio y fierro oxidado. Compraré unos Judas en la tienda de abajo y los colgaré de las paredes. Un sofá-cama. Tú llevas tus libros y yo te escojo un escritorio colonial divino que vi en San Ángel, de marquetería, lleno de cajoncitos y curiosidades. Ahí puedes ir guardando lo que escribas, ¿no?
– ¿Pero cuánto va a costar todo eso?
– ¿Qué? Saca la cuenta. Muebles, cortinas, telas, escritorio, pintura, barniz, cera, ceniceros, trastes de cocina, refrigerador, cuentas de luz, gas y teléfono. Yo diría unos cuarenta mil pesos.
– Pero el cuarto del courts sólo cuesta treinta pesos… Bueno, podemos ahorrar las salidas a cenar.
– Ah, no, con lo que me gusta lucirte. Yo no sé cocinar, Javier. A mí me gusta cenar un steak al carbón en Delmonico’s o un lenguado holandés en Jena, o unos quenelles en La Lorraine…
Reíste mucho y seguiste:
– No, no creas que me ilusiona tanto salir a lugares elegantes. Si lo único que quiero es estar contigo, no me importa dónde. Fíjate, no perderemos tanto tiempo. Ah, y un tocadiscos. No podríamos vivir sin un tocadiscos.
– ¿Vivir?
– Dos o tres veces por semana, zonzo. Y cada uno por su lado, cuando quiera estar solo. ¿No necesitas estar solo de cuando en cuando?
Le acariciaste el mentón, encendiste otro cigarrillo, pusiste otro disco y giraste lentamente.
– Trini López at PJ’s -dijiste-. Grabado en vivo. If I had a hammer…
Entraste al baño. Cerraste la puerta detrás de ti. Javier se sentó sobre la cama y se tocó la cintura. El agua corría en el baño con un ruido excesivo.
– Isabel.
Javier levantó la voz.
– ¡Isabel!
– ¿Qué cosa? -dijiste del otro lado de la puerta.
– Creí que me ibas a decir otra cosa.
– No te oigo, Javier. Espera. Ahoritita salgo.
– Estás casado. Tienes obligaciones. Entiendo. Gracias, Javier.
A hammer in the morning…
– Eres mayor que yo. Tienes tu vida hecha. Y tu carácter también.
– Un momentito, mi amor, ya mero estoy.
– Gracias. Fue muy hermoso mientras duró. Nunca te olvidaré.
If I had a bell…
– Yo también sabía que iba a terminar. Nunca me hice ilusiones.
…I’d ring it in the morning.
– No te inventé. Te toqué. No te inventé.
It’s the bell of freedom.
– Un courts del camino a Toluca con un taxi esperando detrás de la cortina. ¿Algo más?
– Ahoritita salgo. Ten paciencia.
– ¿Otra vez? ¿Creyendo que ahora sí es distinto?
El disco terminó. Javier escuchó los górgoros, los eructos, todas las burbujas de esa agua corriendo, desde los grifos y en el remolino del excusado.
Apareciste envuelta en una toalla. Con una mano te agitaste el pelo mojado.
– ¿Qué decías?
Javier se cubrió el vientre con la sábana. Tú canturreaste mientras te anudabas el pelo a la nuca, con estambres amarillos, frente al espejo. Te restiraste el pelo sobre el cráneo con los pasadores entre los dientes. Terminaste de peinarte, te acariciaste la cabeza con las manos y buscaste el lápiz labial en el desorden del tocador. Frunciste los labios para pintarlos de anaranjado.
– Cuando estábamos en Xochicalco…-murmuró Javier.
Detuviste el lápiz sobre los labios.
– No.
– … Ustedes no comprenden.
– No-. Te levantaste y la toalla cayó.
– Tienes que oírme.
– Te digo que no-. Recogiste la toalla y la empuñaste como un látigo pesado y húmedo.
– Estaba pensando en Xochicalco. En lo que vimos esta mañana…
– Ya lo sé. No quiero saber nada de eso. ¡Me aburre! -Azotaste las piernas de Javier con la toalla mojada.
– No, Isabel, no-. Javier recogió las piernas.
Azotaste las nalgas de Javier, riendo.
– Isabel, no, te digo que duele-. Javier se dobló sobre sí mismo, unió el mentón a las rodillas y cerró los ojos.
– Más duelen esas tonterías. ¡No quiero saber de eso, te digo! ¡Yo no tengo nada que ver con esas cosas!