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Arrojaste la toalla mojada sobre la cabeza de Javier. Te arrodillaste junto a él en la cama. Le hiciste cosquillas en la cintura.

– Lonjitas más chispas.

Javier abrió los ojos y siguió en su postura recogida.

– ¿Por qué abriste la puerta?

Le besaste la espalda.

– ¿Cuál puerta?

– ¡La del auto! -Javier no te miró.

– ¿Tú qué crees?

– No me beses. Dime.

– Porque lo dijiste para herirme a mí, no a la Betty que ya está acostumbrada…

– ¿Qué? ¿Qué dije?

– Todas esas cosas que repites tanto; necesito el amor sin amor, quiero el amor sin desearlo. No, no a la Betty. A mí. Pinche-. Acercaste la boca a la oreja de Javier. -¿Sabes cómo me llamaste mientras me hacías el amor?

Javier escondió el rostro en la almohada.

– ¿Yo? Perdón. Por favor, perdóname.

Lanzaste una carcajada, arrancaste las sábanas del cuerpo de Javier, Javier gritó:

– ¡Déjame! ¡No me gusta!

– ¿Solo erecto y prepotente, mi amor? A mí me gusta verlo dormidito.

– Entonces ven, no hables. Ya.

Apareciste, riendo, entre las piernas de Javier.

– Niño, niño. ¿Qué pensarás en realidad? Anda, cotorrea tantito. Mi amor. ¿Ya ves? Hoy descubrí que me cuentas mentiras.

– No, era cierto. Dos veces te amé porque creí que habías comprendido. Tenías que saberlo. Porque lo repetiste hace poco. Me enviaron con el secretariado a la conferencia de Londres. Había una exposición de Modigliani en la Galería Tate.

Se citaron para después de la plenaria matutina y Javier se despidió de ti, dragona, de Elizabeth con su cabellera de falso gris, sus cejas espesas, sus labios gruesos, su traje Chanel con chaquetilla torera bordada de perlas. Javier llegó a la Tate a las dos de la tarde y no te buscó. Contempló los cuadros con cierta distracción, buscando primero un acercamiento espontáneo a esas mujeres de cuellos largos y ojos sin córnea, de ingles oscuras y labios delgados, a las que siempre había asociado con la nostalgia de los veintes. Pero ahora se dio cuenta de que eran las mismas mujeres de Tesalia, Micenas y Creta, angulosas, de pura línea; y de un golpe, sin aviso, regresaron los verdaderos olores, la luz verdadera, los rumores auténticos del tiempo pasado en Grecia. Las mujeres de Modigliani, fijas en sus cuadros, poseían los aromas del jacinto y el hibisco, los rumores de las parvadas de tordos y de las pezuñas sobre el empedrado y de los martillos de las carpinterías, la luz del sol filtrando hasta el fondo del mar, los colores naranja de las lanchas, azul de las capillas de San Nicolás, blancos de las escaleras y zócalos de Míconos, ocre y rojo de los retablos de santos batalladores, pajizo de los molinos, otra vez el aroma de los incensarios, de los puercos humeantes y eventrados, de los burros muertos y devorados por moscas y buitres, de los intestinos fritos en las cocinas impenetrables, del ajo y el olivo, del queso mamado. Javier giró con los puños apretados, como si alguien mirara a través de su fragilidad de células y nervios y venas para ver mejor los cuadros, como si una complicidad acabara de expulsarlo de la Tate donde otros seres lo dominaban todo. Giró y allí estaban las mujeres de Modigliani, las muchachas inglesas que habían venido a contemplar sus espejos, las mujeres de hoy con sus cabelleras negras y lacias, sus suéters descolados y sus medias negras, rojas, verdes, bordadas de filigrana, sus ojos verdes y negros, viéndose en los cuadros que las reproducían, llegadas sin consulta previa, sin conocimiento, sin esperanza, para encontrarse y reconocerse sin signos de revelación. Las modelos habían resucitado o rejuvenecido o encarnado y visitaban su otra imagen, el modelo del modelo. Y allí estaba ella, con una sonrisa lejana, con el pelo teñido de negro, revuelto como el de la mujer desnuda sobre el cojín azul que estaba a sus espaldas, ella con las cejas delgadas, los labios finos, las pestañas abiertas y pintadas que ahogaban sus ojos claros, el cuello alargado por el escote que se abría hasta el ombligo: había inventado este traje de otra época, suelto, sin corte, como una túnica displicente, que caía de sus hombros estrechos y delgados con un trazo contenido por líneas negras y gruesas. En su sonrisa estaba la disposición, en sus ojos la nostalgia, en sus manos pálidas y largas, unidas a la altura de los muslos, esa misma conciencia de poseer manos, extremidades cálidas que sirven para esconder o aislar o proteger las partes sagradas del cuerpo amado y ajeno, que contemplaban las telas de Modigliani.

– Este esfuerzo por recordar es en realidad un esfuerzo por olvidar, dragona.

¿Ves? Irene Dunne era la millonaria distraída; Jean Arthur, la periodista vulgar con corazón de oro; William Powell, el mayordomo irónico; Alice Brady, la señora con pájaros en la cabeza; Eugene Palette, el millonario diabético; Mirna Loy, la esposa con sentido del humor; Roland Young, el turista rico y amigo de los ectoplasmas; Cary Grant, la cima de la elegancia natural; Charles Ruggles, el ricachón que se ganaba el valet inglés en el juego de poker; la hermosa, loca, irresistible Carole Lombard y Mae West que guiñaba un ojo y decía:

– Beulah, peel me a grape,

y contoneaba su figura de reloj de arena y tú y Javier estaban tomados de la mano en un cine de Brooklyn viendo Four daughters porque allí debutaba John Garfield, y nunca ningún actor te gustó tanto como John Garfield, porque se parecía a Javier, porque se llamaba Julius Garfinkle, porque vivía entre la humillación y el peligro, porque, retrospectivamente (intuitivamente entonces) fue el primer héroe existencial, antes de Bogart o Brando o Dean: John Garfield era, por fin, esa contradicción viva, el héroe-villano, el santo-asesino, el artista-vulgar; y cuando ahora pasa por la televisión alguna película de ese hombre magnífico que murió fornicando, tratas de que Javier esté allí y lo vea y lo recuerde, pero Javier huye antes de que puedas gritarle:

– ¡No te justifiques más! ¡No le eches la culpa a México o al tiempo! ¿Ves? Ya sé cómo son todos, todos estos artistas de la clase media latinoamericana, que usan el arte para poder sentirse aristócratas, para transferirse a la oligarquía contra la cual dicen luchar; el arte es la elegancia, la manera de escapar al horrible mundo de una clase media cruda, plana, tartamuda, nada más; lo llaman forma y buen gusto y es sólo impotencia y miedo y nostalgia y vulgar social climbing…

Antes de que Javier te grite:

– ¿Y los gringos? ¿Y el juego del artista de pelo en pecho? ¿No tratan de escapar a su clase media posando como cargadores, beisbolistas, cazadores de tigres, maquinistas de tren, boxeadores?

Y tú terminas, calmada, preguntando:

– Florence Rice. ¿Quién recordará a Florence Rice? O Arline Judge. Tantos rostros bonitos y que fueron tan famosos como Rochelle Hudson y Madge Evans y Jean Parker y que hoy nadie recuerda.

Se tomaron de las manos en el cine y el cine lo homogenizó todo. Y salieron y caminaron y tú miraste, saludaste, bajaste la cabeza mientras te saludaban y miraban y esa otra película fluía, igual desde la niñez: el kleikodeshnik afuera de la sinagoga con su rostro compungido y sus manos unidas piadosamente; el ototot que no termina de afeitarse la vieja barba rusa; y el lánguido y cultivado schonerjud que juega ajedrez en el segundo piso de un café del barrio; y la anciana que espera la salida del funeral con el pañuelo listo para recibir las limosnas de los dolientes; y la radikalke emancipada, chillona:

– ¿Quisieras que fuera una loca así, Betele? ¿Eso te gustaría que fuera?

– No, mamá. No he dicho eso.

– Entonces no hagas caso a tu padre. Déjalo jugar pinocle y sentirse muy moderno. Déjalo que se engañe. Ven. Toma mis manos, hijita. Recuéstate aquí a mi lado. No vamos a escapar de esto. Es más hondo de lo que sabemos. Ya lo verás si entonces, como yo, no se da cuenta que lo único que importa en la vida es lo que dejamos al morir, los que pueden llorar por nosotros.