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Apretaste la mano de Javier en el cine: John Garfield tocaba el piano.

– Ya no parece, ¿verdad? ¿Verdad, Javier, que ya no tiene nada de excéntrico?

– No sirve de nada saber la lengua madre -murmuró Gerson.

– ¡Cállate! ¡Renegado! ¡Goy! -gritó Becky.

– Haremos y obedeceremos -dices, con los ojos cerrados, cuando el auto deja atrás las sombras de la alameda y una luminosidad vertical los ciega. Era la una de la tarde. Franz consultó su reloj. Tierra blanca. Lomas blancas. Árboles blancos. El polvo arremolinado. El río y el vado. -Bendito el que viene en nombre del Señor.

Franz detuvo la marcha, apagó el motor y metió el freno de mano. Todos descendieron en silencio, aunque Isabel se retrasó, dudando. Los remolinos de polvo les alcanzaban hasta las rodillas. Los cuatro se detuvieron junto al auto.

En el vado, casi inmóviles, plantados a lo largo de la estrecha joroba de tierra entre los dos brazos del río, estaban los toros, las vacas, los novillos, en el centro del río. Jarameños de cuernos cortos y delgados, con el color fusco abrillantado por el sol, que parecían guardianes del paso del río. Toros de frente remolinada y cuello corto. Toros de lomos fuertes y pezuñas recogidas, casi inmóviles en la faja de tierra. Toros de cerviguillo levantado y colas largas, que hundían los morros en el agua rápida. Vaquillas de armadura corta que comían, con un movimiento abanicado de la cabeza, las hierbas blancas de la otra orilla. Novillos nerviosos, saltones, que se miraban entre las patas y vientres de los toros grandes.

Toros de cuello corto y ojos miopes, mugiendo suavemente, posesionados del vado. Una multitud lenta y sudorosa que rodeaba al cabestro que también bebía el agua verde del río. Toros moruchos, de cornamenta en veleto y grandes papadas. Los ojos nerviosos, miopes, fijos en la tierra. Los ojos salientes y adormecidos de las vacas de pelo sentado, abrillantado en el mediodía.

Tú y Franz, Isabel y Javier se detuvieron a la orilla del río, en medio de una gran uña de tierra arenosa de donde arrancaba el puente natural que el río había creado entre sus dos remolinos veloces, antes de precipitarse, a pocos metros, en una cascada. Si las miradas bajas y perdidas de la vacada no se dirigían a ustedes, sí podía sentirse el movimiento nervioso de todas las orejillas redondas, el sudor acentuado de los lomos rectos: una vaca perdió pie en el borde del espinazo y primero con una torpeza patética y serena, en seguida con un nerviosismo desesperado, se deslizó hacia las aguas turbulentas, se hundió con todo su peso, asomó la testuz de trecho en trecho, a medida que la corriente veloz le arrebataba hacia esa cascada negra. Ninguna bestia de la manada volvió los ojos hacia la compañera perdida. Otra vez los movimientos apacibles aunque nerviosos, el lento comer en abanico, el lento beber, la lejanía de los ojos abultados.

Ustedes se miraron. Isabel se tapó la boca, riendo, ah forro chido, muy nerviosa. Franz tomó el chal negro de tus hombros y se adelantó hacia el vado y caminó por la uña de arena hacia el toro grande que, poco a poco, por ser el más cercano, parecía el más nervioso. Abanicaba la cabeza sin motivo, sin recoger las hierbas con el morro; husmeaba el aire, igual que toda la grey, buscando todo el tiempo el alimento y el olor de las hembras. De repente era el mandón, el mero Juan Cuerdas, el semental de esta tropa. Ya no escondía su temor ante el hombre que avanzaba hacia él. Un sudor copioso lustraba aún más su piel; se soltó meando y su mirada se volvió muy opaca. Franz se acercó más. El ojo del otro parecía, al fin, fijarse en el hombre, reconocer su figura y no sólo el bulto, el olor y el ruido de los pies sobre la arena. Esa retina difusa del toro se iba concentrando. Mugió el toro. Tiró violentamente la cabeza hacia atrás, hacia sus compañeros: esperaba una atracción, un olor, un bufe, sí, o un ruido que lo distrajera de esa figura tenaz que avanzaba hacia él; andaba buscando una salida. Pero los demás toros eran un muro negro, de cuernos verdes y blancos. El mandón, el Juan Cuerdas, sólo podía huir hacia adelante. Sólo podía huir embistiendo,

Se detuvo. Como que se irguió para que todos lo vieran. Su cobardía no tenía más salida que el coraje, pero también había un orgullo físico por el puro hecho de estar allí bajo el sol. El ojo embrutecido se convirtió en una moneda negra, grande, viva y brillante. El morro húmedo y elástico se levantó mugiendo. Los cuernos verdes tenían su orgullo particular, como de corona y símbolo frente a los otros toros perdidos en la masa gregaria de atrás; las ancas elevadas, los lomos rectos, el dorso afilado pero lleno, comenzaron a temblar con cólera; todo el cuerpo mostraba en la inmovilidad erguida una belleza hecha para la lidia, fuerte, abultado, musculoso por delante, esbelto, fino, hecho para la carrera, por detrás. Tenía las pezuñas negras y el morrillo grande y las agujas potentes, el pecho profundo y una respiración sudorosa y bárbara. Ya estaba lleno de esa bravura que sólo podía salir del miedo, con los ojos fijos en el falso capote de Franz que se acercaba, gastaba los G.B.H., dragona, se arrimaba de veras a ese viejo uro que no parecía detenerse en la arena blanca de un río, sino fijarse para siempre en la cueva pintada, en el mosaico, en la moneda imperial.

Las pupilas refractadas distinguieron al fin los dos bultos: el del hombre y el del capote negro. Franz no se movió. Con tu rebozo apenas agitado por el viento, entre los puños bronceados. Las venas del antebrazo resaltaban, azulosas, bajo la luz. Tenía los talones muy juntos y la pierna derecha tensa, a punto de adelantarla apenas embistiera el torote. Tú mirabas, ahora sí, con más miedo que un charro con sartén, Isabel licoriaba con risa y Javier con una como distracción impetuosa. Pero Franz había dominado al toro. Todo aquello -el olor de las vacas, los mugidos de los novillos, el estruendo de la cascada, el correr ligero del río- había desaparecido de la sensibilidad del jarameño, rebotada sobre un testuz sordo, hipnotizado por el hombre y la capa como si le hubieran dado su chicloso de mandarín. Embistió. Franz libró el lance. El toro, impulsado, corneando furiosamente por la derecha, fue a patinarse hasta el extremo del medio redondel de hierba y arena muerta. Mugió con dolor. Los tejidos del cuerpazo chupaban el oxígeno. Se levantó. Un segundo de distracción pero ya Franz lo estaba acorralando con la voz, se lo estaba arremangando, lo volvía a citar: “Toro, toro…”, con la quijada saliente, los labios entreabiertos y rígidos y los candorros bien afilados. Los dos tenían más miedo que un nagual fichado. La camisa de Franz se le pegaba a la espalda, el polvo había blanqueado los zapatos de cuero y, bajo la ropa, se adivinaba un cuerpo de trazos violentos y rápidos, una pura armazón de nervios y músculos que había quemado todo lo que no era ese diagrama muy crospi.

El jarameño volvió a embestir, volvió a pasar junto al vientre recogido de Franz, volvió a levantar la capa negra con el cuello a un tiempo flexible y fijo; y ya estaba dominado, bien bastardiado; no desbarró; giró como un relámpago y volvió a embestir cuando Javier les dio la espalda, caminó hacia el auto, abrió la portezuela, se sentó en el lugar del chofer y apretó con todas sus fuerzas el claxon, apoyó las manos sobre ese grito gutural y agudo, penetrante y chillón, llenó todo el lugar con ese lamento ronco del claxon y a través del vidrio empolvado trató de distinguir, hasta ver, primero una nueva embestida del toro, peligrosa, en el momento en que Franz levantaba la cabeza, se dejaba distraer antes que el toro. Porque el toro siguió un minuto grifo ante la capa. Pero la manada no: nerviosa y mugiente, movía las cabezas tratando de localizar el origen de ese ruido nuevo y aterrador. Y Javier seguía con las manos apoyadas sobre el claxon y ahora el sudor también le bañaba la fachaleta bien tensa, Y allá adelante Franz trataba de retener la atención del jarameño. Y detrás la grey con su miedo creciente, separada de su mandón, como capturada por los misterios de un aire sonoro, vibrante, desconocido.