La primera fue una vaquilla bermeja que bramó; en seguida un toro chaparrastroso que la imitó; en seguida todos esos bramidos salvajes, esos temblores y contracciones contagiados eléctricamente de un cuerpo a otro, los sudores y las babas, los orines, la palpitación en los vientres nervudos: algunas bestias se arrojaron al río que las arrastró con violencia hacia la caída de agua; otras, ya en tropel, en medio de un terror oloroso, corrieron afiebradas hacía la otra ribera, en un choque de flancos y cuernos ríspidos; el toro jarameño, al fin, respiró el terror de la estampida, mugió más hondo y fuerte que los demás, agitó enloquecido la cabeza en medio de los bramidos y la trompeta interminable del claxon, corrió detrás de su grey, se perdió en esa tempestad de temblores y sudor y bramidos, esa carrera sin destino de la manada suelta, veloz, que ahora creaba su propio temblor de pezuñas sobre el llano y los pastizales; perdida en los mantos de polvo, cada vez más lejana aunque siempre feroz, ahora huyendo hacia atrás, cada vez más lejos.
Franz colgó la cabeza y la capa. Tú corriste hacia él a abrazarlo. Isabel sonrió y caminó hacia el automóvil donde Javier, agotado, había reclinado la cabeza contra esa bocina que no terminaba de gritar.
El vado quedó libre. Los mugidos se iban perdiendo. El sol se despeñaba con las aguas verdes de ese río de limos vagos.
Terminó el tumulto y se oyeron los chirreos de los cenzontles en los álamos redondos de la otra orilla.
Javier salió del automóvil sólo para ocupar, de nuevo, su lugar en la parte trasera. Isabel lo siguió, disfrazando esa risa que era más notable en la picardía de sus ojos al mirar a Javier, al solicitar una actitud semejante en él, al sorprenderse, sin abandonar su jauma irónica, de que en ese hombre moreno sólo hubiera esa tensión, esa palidez seria que, al acercarse tú y Franz al auto, Isabel vio otra vez en el rostro del hombre rubio. Lidiar un toro y apoyar las manos contra un claxon.
– Lo pusiste en peligro. ¿No te diste cuenta?
– No importa. Ya ves, sirvió más que lo mío para ahuyentarlos.
– ¡No lo disculpes! ¿Qué tal si los toros huyen hacia nosotros?
– En fin, no fue así.
– ¡Y te distrajo, Franz, te distrajo! Pudo haberte corneado. Qué diferencia.
– No importa, de verdad.
– Qué diferencia.
Javier te sonrió.
Y tú, Isabel, novillerita, tarareas Moon river mientras lees en el cuaderno de Javier: “Pero debe sospecharse que, a pesar de su desprendimiento y libertad aparentes, todos estos elementos del cielo se inclinan ante el cuerpo de piedra de la serpiente que, en el basamento, ciñe y aprisiona el altar. Fueron hombres. ¿Dónde están? ¿Habrá un arroyo de sangre escondida en la escalinata? La piedra no tiene ojos. Pero la muerte sí. El tiempo sí, que culmina aquí. El sol de agua inunda este mundo y estos hombres mueren ahogados. El sol de tierra -te veo, tierra esculpida que sostiene la pirámide, tierra labrada, tan rígida como las fauces de la serpiente que durará menos que tú- recibe la sangre. El sol de fuego, arriba y adentro, consume y mata. El sol de aire, el más feroz de todos, contiene en su silencio inmóvil la tierra, el fuego y el agua. ¿Dónde están, hombres? Salgan. Hablen. ¿Qué dirán? Ojos, corran, vean. No pierdan un solo latido de esta tierra. Estamos aquí, los cuatro. Frente a los símbolos, lo único que quedó después de las conflagraciones del mediodía. Los signos. ¿En qué nos distinguimos de ustedes? ¿Esperamos como ustedes los cataclismos, la ruptura del velo y la aparición de los monstruos del crepúsculo que habrán de devorarnos? ¿No están siempre entre nosotros? Me acerco. Toco las plumas”.
Javier se removió a tu lado y tú cerraste el cuaderno y lo miraste dormido en el sopor del atardecer en Cholula. Te tapaste la boca con una mano.
“¿Qué belleza es ésta? ¿En qué se diferencia de la nuestra? ¿Saben? Sí, sí, nuestra belleza es un modelo, un ejemplo y una incitación para que la traslademos de su expresión fija a nuestra experiencia vital. El ejemplo artístico nos es ofrecido para que lo actualicemos, así sea por debajo del modelo, en nuestra vida diaria. Por eso termina agotándose en la moda. Pero esto, esta plenitud, esta belleza bárbara de Xochicalco, es otra cosa. Esta riqueza, este lujo y este ornato están realizados como algo irrepetible, incapaz de extensión o actualidad. La belleza de la barbarie se consume en sí, vive de su separación y no de su identificación con la vida…”
No pudiste contener la risa. Dices que te salió desde abajo, desde las uñas, y tratando de sofocarla con una mano apretándote la nariz y con la otra tapándote la boca con el cuaderno de Javier, comenzaste a sacudir la cama involuntariamente y Javier abrió los ojos, amodorrado, y tú ya no tuviste tiempo de colocar el cuaderno en el lugar de donde lo tomaste, la mesa de noche junto a Javier que abría los ojos sin entender tu risa y tú, culpable, leías en voz alta:
– “Estás en un momento en que el tiempo parece correr y sin embargo parece estar detenido…”
Y Javier te miraba con la boca abierta, sin comprender. Te arrodillaste en la cama:
– “El principio y el fin son idénticos, como la serpiente…”
Javier se apoyó en los codos y por su rostro pasaron todos los extremos, te dijiste:
– Me quiere, me odia. Me lo agradece. Lo humillo. Lo excito.
Y volviste a leer, cuando él quiso tomarte del muslo y tú saltaste de la cama:
– …“y por lo tanto no son ni principio ni fin, sino una eterna pesadilla opaca durante la cual en vano se espera…”
Saltó de la cama gruñendo: nunca lo habías visto así.
– ¡Devuélveme eso! ¡No tienes derecho!
Giraste riendo, escapando a sus manos aún pesadas de sueño:
– “…que apunte el día otra vez…”
Te defendiste, con el cuaderno abierto y los ojos brillantes y la boca abierta, detrás de la mesa del cuarto de hotel. Javier la derribó y tú chillaste, corriste ligera hacia la cama y por primera vez te sentiste desnuda, con ese cuaderno entré las manos. Él, desnudo, olvidándose del miembro en reposo -el mirasol picando bajo, catán- y el estómago flácido, te estaba mirando desnuda por primera vez, como si sólo a través de esa rabia y esa humillación mínimas pudiera nacerle otro deseo y tú te diste cuenta de algo, algo nuevo en la velocidad de tu sangre, en la sospecha de tu piel abochornada, ah, novillera, por primera vez Javier te hizo sentir un peligro y tú te quedaste ahí paralizada, bien grifa, oliendo todos esos perfumes que no lograste evaporar hace un rato, en el baño, y por primera vez sentiste que él venía como atraído o capturado ya por ellos y que tú sólo tenías que decidir una cosa: si adelantarte y ofrecerte y esperar a que él, por su parte, creyera ser dueño de la situación porque tú no hacías nada. Dices que ni siquiera le diste la espalda con la intención de que él lo entendiera como miedo de tu parte. Ah, mi catán, ahí te diste cuenta que hasta ese ofrecimiento lo hubiera petrificado a él y le habría hecho saber que tú estabas al tanto. Ah, mi novillera, ahí te quedaste rígida, con el cuaderno entre las manos, tratando de borrarte del mapa, sin atreverte ni siquiera a cerrar los ojos, como un avestruz, sino solamente hundida en quién sabe qué comarcas negras de tu cuerpo, como la lagartija, asimilada al color del aire. Por eso él avanzaba hacia ti como si no estuvieras allí, desnudo y él también -ahora lo supiste cuando te abrazó de esa manera torpe y casi infantil, casi desamparada- oliendo a cosas pasadas, a repeticiones agrias. Él mismo te hizo girar, tomándote de los hombros, hasta detenerte con tu espalda contra su pecho y tu cabellera húmeda, de arena negra, contra su rostro. Acercó la mano a tus nalgas, primero con delicadeza, en seguida llevó los dedos a tu trastopije y te quebró la arena del desierto, novillera, convirtió el rulacho seco y tenso en un chicloso suave y derretido y te pasó la otra mano entre las piernas para que no te fueras a morir retrasada. Te tendió como un arco, Isabel, y cuando caíste en la cama, bocabajeada, ya estabas perdida en la selva negra, atascada de sangre y flores saladas, hierbas podridas y helechos picantes y el pescado en busca de sus algas nauseabundas ya estaba, duro como la plata y el cristal, refundido en tus secretos, como nunca, el bastardo macizo bombeándote la mina de la Valenciana, novillera, jugando a las ensartadas hasta el fondo de la galería rosa y negra de tus vetas sagradas, asistiendo al sepelio de tu pudor final, a esa conquista que te convertía en estatua de sal, a esa victoria que le habías impuesto sin decir, sin desear, haciéndole creer que él lo había inventado cuando tú sabías que era el poder de tu inactividad -el poder permanente, nunca puesto a prueba- lo que tenía a Javier, al fin, revelado para ti en la sodomía y entrando, por fin, a matar con la espada metida hasta la empuñadura, diciéndote en su jadeo que se acababan las palabras y las justificaciones y la literatura: sólo había esta libertad final que tú aceptabas con los dientes apretados y el dolor de un parto. Eso era nuevo para los dos y si entendías muy bien lo que te pasaba a ti, a los veintitrés años, por primera vez, de él sólo entendiste una cosa: que un sistema nervioso se probaba antes de agotarse. Ole.