Eso sí te lo había enseñado, a poco de conocerte, cuando aún te trataba como a una alumna seducida y recipiente de su saber. Estaba escrito en el mismo cuadernillo azuclass="underline"
“Quizás entonces, cuando conocí a Ligeia, esa ternura con la que Isabel cree bastarse a sí misma y bastar a un amante me hubiese bastado a mí. La pobrecita no se da cuenta. No sabe que toda vida de escritor puede titularse, como aquella novela apasionante, leída durante la adolescencia en el desvelo, el olvido de las tareas escolares y la obligación de madrugar. Las ilusiones perdidas… Triste paradoja, que a fuerza de querer expresarlo todo, darle un sentido a todo, acaba por vaciarlo todo de sentido, acaba por darse cuenta de la inexpresibilidad de todo a través de esas formas frías y artificiales de la literatura. ¿Cuándo lo supe? ¿Será la vulgaridad misma de una vendedora de higos, flaca y pobre, expulsada de la playa por los dueños del restaurant? ¿Será mi negativa de ver los ojos de esa mujer que buscaban los míos, de permitir que esa mujer y sus problemas entraran a mi imaginación y rompieran el equilibrio que buscaba en las islas? ¿Será haber perdido la colección de guijarros? ¿Serán los montes de Farfale? ¿Por qué iba a distraerme todo lo que me alejaba de la pasión central, del poema, de la totalidad de esa intención? ¿Qué tenía que ver mi poema con los dramas de la vendedora de higos, los guijarros perdidos, la mujer extraviada? Totalidad, mi totalidad vencida por la fuerza de las parcelaciones. Imposible vencer esa realidad fragmentada creando su equivalente literario. ¿Para qué? Si la fragmentación real ya existe sin necesidad de literatura. Entonces, otra vez, sólo el afán totalizador y otra vez el fracaso de la ambición que quisiera fijar para siempre el pasado, devorar en seguida al presente y cargarse con todas las inminencias del futuro. Moi j’aurai porté toute une société dans ma tête? Ah, ja, ja…”
– Qué diferencia.
– ¿Te impresionó mucho? Duró bien poco, ¿no? ¿En cuánto tiempo se desgasta un desplante físico? En cambio lo otro, lo que quise compartir contigo, lo que nunca entendiste, ¿eso qué?
“Luchar con un enemigo sin cuerpo. No saber nunca si la abstención, más que la obra, puede ser el signo verdadero de tu acción. Debo pensar esto, debo pensarlo. Cómo se vive en el aire, sin saber el valor real de lo que se hace o que se deja de hacer, si el fracaso está en hacer algo y el éxito en abstenerse para dejar una huella de protesta, para calificar de alguna manera una época que debe quedar desnuda; no debemos permitir que ese tiempo monstruoso pueda ofrecer un signo a la posteridad”.
– ¿Te reirías de mí, Ligeia? Sí, eso harías. No puedes comprender.
“Cómo desde nuestros primeros años juntos intuí eso: la significación de este tiempo es restarle significación al tiempo. Eso es hoy ser Byron. Cada intento de responder al tiempo con un libro, un cuadro, una partitura es hacerle el juego a una época que no merece nada. Toda la obra debe quedar dentro de uno mismo, sin exteriorización, sin la debilidad de entregar a quienes no lo merecen algo que sólo puede ser valioso mientras no se comparta: ésa es su condición. Adentro, adentro de mí toda la lucha. La mediación entre lo que intuyo y lo que realizo, el puente de mi espíritu sólo para mi espíritu. Adentro de mí el debate de las convenciones, fuerza de un siglo, límite y debilidad de otro. Adentro de mí la búsqueda del absoluto, el fracaso de lo parcial, la creación de esa parcialidad que, por ser lo único que puede obtenerse, se convierte en el pequeño absoluto de mi conciencia. Adentro de mí los gigantes disfrazados de molinos de viento: nadie, nunca, creerá que sí son gigantes, que el loco era el cuerdo, el único que veía todo lo que los razonables necios eran incapaces de ver. Ser fiel. No expresar. No revelar. No exponernos ni a la depresión del dogma ni a la disminución de la indiferencia: ¿Qué no nos será arrebatado, destruido, prostituido por la sociedad? Mejor el silencio. Siempre el silencio, si no queremos la corrupción de quienes han de exigimos ser lo que no somos o de quienes han de aislarnos y minarnos y hacernos inofensivos. No sé. No quiero ver hacia atrás. No viví en otro tiempo. Sólo en éste, el que asesina con la prisión o el éxito, el que destruye con el grito o el halago, el que al negar o aceptar lo que escribamos, de todas maneras nos reduce y aniquila. No hay salida. Tendremos, mientras dure esta barbarie irónica, que callarnos y cantar el panegírico de una sociedad que desea su consagración o callarnos y servir en la rueda mercantil de otra que ya se siente consagrada porque reparte refrigeradores. No hay salida. Nadie quiere esto. No. Todos quieren sacerdotes y acólitos del culto externo. ¿Quién se salva? ¿El que debe cantar las glorias del trabajo o el que debe cantar las glorias del producto? Es mejor callarse”.
– Ése es el heroísmo que nunca me reconocerás. Ah. Sería más heroico, entonces, escribir, escribir, pero no publicar, mantener lo escrito para otro tiempo. No sé. Hazme esa pregunta un día. A ver qué te contesto. Ahora no sé. No sé, de verdad, créeme, no sé.
Isabel tomó la mano de Javier:
– ¿Por qué no lo escribes?
Javier abrió los ojos, casi asustado: Franz conducía sin mover la cabeza, con la camisa azul de polo manchada de sudor y los pantalones de franela gris y los zapatos de cuero café llenos de polvo:
– ¿Qué?
– Lo de los toros -sonrió Isabel-. ¿Por qué no lo escribes, profe?
Tú acomodaste sobre el respaldo el saco de pana de Franz y los anteojos oscuros salieron de la bolsa y tú los limpiaste con cuidado, con el pequeño pañuelo que sacaste de la bolsa de mano.
– Oh, Isabel, Isabel.
Javier se ocultó los ojos con las manos y dejó caer la cabeza con un gemido opaco.
En el espejo encontraste tu propio rostro, tus ojos grises, tu nariz aguileña, tu boca grande, antes de sacar el pañuelo, limpiar los anteojos, guardarlos nuevamente en la bolsa del saco y arroparte en el chal negro que cubrió tu espalda desnuda. Cerraste los ojos.
Porque en el cuarto no había nadie. Y si Javier estaba, dormía o no te hacía caso, era igual.
– ¿Estás ahí? ¡Javier! Prende la luz.
Sabes, dragona, que hay actos que conducen a una magnifica ausencia de conclusiones: la nada es el valor de ciertos momentos de la vida. Y tú le dices a Javier -que quizás no está allí- que durante muchos meses, después del incidente de la carta, tú y él vivieron esa vida suspendida que consistía, sobre todo, en desear, esperar, pero cada cual por su lado. Tú quisieras, recordarlo claramente, porque ése fue el puente de tiempo que los condujo -seguro, con todas las graduaciones, momentos muertos y tiempos largos que quieras- a lo que hoy viven y a lo que hoy son. Says who. Grecia, el regreso, los primeros meses en México, cuando estalló la guerra. Esos días quedaron atrás -le contestaste-, empujados hacia el pasado por un doble deseo, que ninguno de los dos dijo en voz alta, de llegar a un nuevo descubrimiento que no suprimiera la pasión, que la acrecentara. Como dices, ship ahoy; gradúate y entra al ejército. Si el camino hacia esa verdad era una modificación imperceptible, lenta y señalada por la ausencia de actos visibles, tú y él lo recorrerían. Confiesa que esperabas, al venir el cambio, que éste explotara y dividiera las vidas.