– Ahora descansa, Javier.
– No tengo sueño.
Se abotonó la bragueta.
– Tomarás una de tus píldoras y dormirás.
Le abrazaste el talle, colocaste la barbilla sobre su hombro.
– Todavía no desempaco mis medicinas -dijo Javier, inmóvil entre tus brazos-. ¿Por qué salimos de México?
– Tú sabes que a veces tienes que salir de la dudad. ¿A poco no te sientes mejor ya? ¿No te sientes mejor al bajar de la altura? Ven, hijo, ven y descansa. Buscaré la píldora en tu cofre, ¿verdad?
– Se me olvida el nombre. Es una amarilla, una cápsula. ¡Dios! ¡Tan bien que conozco los nombres de mis medicinas! ¿Qué me pasa?
– No te preocupes. Acuéstate. Ten piedad.
Javier se detuvo en la puerta del baño y miró sobre su propio hombro a la mujer que no había tenido tiempo, o voluntad, de quitarse la falda y la blusa arrugadas con las que había hecho el viaje de México a Cholula. Tú. Elizabeth. Liz. Betele. Lisbeth. Lizzie. Betty. Javier se sonó la nariz con un kleenex y tú y él se miraron fijamente. Ligeia.
– ¿Sabes? -dijo Javier. Oh boy. -El caracol tiene dos sexos. Puede hacerse el amor a sí mismo. ¿Por qué sale de la concha y se trenza con otro caracol que también es andrógino? ¿Qué necesidad tiene, Ligeia, dime, por qué?
Esta mañana, en la carretera, yo también venía hojeando el periódico y marqué la fecha con lápiz rojo. Entérate. Hoy, el mismo día, murieron Linda Darnell y la Bella Otero. Carolina Otero se murió de puro vieja. Noventa y siete año«s con su clítoris gordote dando la guerra. Aquí lo dice el periódico. Murió en un cuartito cerca de la vía del tren. Debía varios años de alquiler. No tenía más riqueza que un paquete de acciones zaristas, con un valor nominal por más de un millón de rublos. Se las había regalado un noble ruso, pero luego vino la revolución. Siempre llega la revolución y adiós acciones. Y eso que antes las revoluciones eran bastante previsibles. En fin. Hoy nadie regala acciones por millones de rublos, de cualquier manera. Mira nada más. Se murió cuando estamos entrando a nuestra propia Belle Époque; como que dejó la estafeta cuando, muy oronda, se dio cuenta de que vamos volando de regreso al art nouveau, a Gaudí, a Oscar Wilde y Beardsley y Firbank y Radiguet y el Barón Corvo. Dice que nació en Cádiz y que era hija de una gitana seducida por un oficial griego de paso por Andalucía. Conociendo a las gitanas y a los griegos, apuesto que fue al revés. A los trece años se fugó del colegio con su amante y fue a dar a Portugal, donde empezó a bailar en un cabaret. Resuelto el misterio de la profesión del amante. D’Annunzio -dice el periódico- conoció los favores de su amistad. Los favores. Mira la foto de la vieja. Cuáles favores. Le hizo creer que el sexo era una condición para escribir bien, que hacía falta experiencia para poder escribir. Y D’Annunzio entró a matar, entró a la cueva randa de la Bella Otero engañado, confundiendo la literatura con el sexo, el ascetismo observador con la participación suficiente. Bueno, sexoterapia. No. Lo bueno es lo que sigue. Aquí dice que una noche, en el Café de París citó -e hizo comparecer, ejem- a Eduardo VII de Inglaterra, Nicolás II de Rusia, Alfonso XIII de España, Guillermo II de Alemania y Leopoldo II de Bélgica. Oh, the royal cocks. Ahora sí lo entiendo. Imagínate el desprendimiento, el cálculo, la fría inteligencia con que, al hacerlos suyos, Carolina Otero luchaba, y vencía, por conservar su virginidad, esa virginidad definitiva de la indiferencia y el talento sexuales. Hay que ser muy optimista para amar así, sin desesperación, sin prisa. Eso creía la Bella Otero. Que ese mundo no se acabaría nunca. Igual que nosotros, por más que lo escondamos con zalemas al pesimismo que debe curamos sicológicamente, advertimos que el mundo muere no con un estallido sino con un sollozo, que hay doctores Strangelove sueltos y que el Hermano Mayor nos vigila. Lo aceptamos, lo disfrutamos, lo asumimos vicariamente. Terapia mental, nada más. Nuestro pesimismo es el acto higiénico de nuestro optimismo invencible. Usen el preservativo de Thomas Stearns Orwell. En cambio, la Bella Otero y la Belle Époque sí sabían que esto se acaba: su optimismo era la válvula de un pesimismo enraizado, tan siniestro como los palacios de jenjibre de Barcelona y los senos flácidos de la Salomé de Beardsley. Then she went on the dole. Murió ayer en la mañana. Descubrieron su cuerpo. Quizás pateó la cubeta a tiempo, para que no la confundieran y tú apagaste el radio del auto pero la voz de los Beatles flotó por un instante y le dijiste a Franz:
– Ten cuidado con la curva.
Linda Darnell murió incendiada en el último piso de una casa. La devoraron las llamas. Como nuestra cuatacha Norma Larragoiti. Igualito. Como Simone Mareuil y los bonzos del Vietnam. Y luego hablan de melodrama.
Apoyaste violentamente el pie derecho contra un freno imaginario, reflejo, mientras apretabas el brazo de ese hombre rubio y quemado por el sol que conducía el automóvil, hoy por la mañana. Desde el asiento de atrás, Javier sonrió y se pasó el pañuelo por los labios y dijo que lo malo de las carreteras sinuosas,
– …es que impiden la conservación.
Franz dijo que ya iban saliendo.
– …es la peor parte.
Isabel se apartó de Javier sin dejar de mirarte -¿voy bien?- sin tocar a Javier como tú tocabas a Franz. Dijiste que diez años antes este rumbo estaba lleno de bosques.
– …los mexicanos no saben conservar su riqueza.
Soltaste el brazo de Franz. Apoyaste la frente en el vidrio y miraste hacia afuera; hacia los muñones de árbol, la tierra erosionada de la barranca, el agua rápida, despeñada, que arranca la tierra a las montañas y aplana las colinas y nos entrega este país de mierda, seco, sofocado, hostil. Cerraste los ojos y te dejaste arrullar por el gruñido suave del motor, por el vaivén sinuoso de la carretera. Javier le pidió a Franz que pusiera otra vez el radio, y Franz negó con la cabeza y dijo que estabas dormida pero tú abriste los ojos con un sobresalto, sin escuchar a Franz que se refería a lo apretado de la curva…
– …hace años hubo una carrera de frontera a frontera, ¿verdad?
Isabel rió:
– Sí, se llamaba la carrera panamericana. Todos morían estrellados…
…sin escuchar la risa que Javier arrojó por la nariz, sino preocupada, únicamente, por alejarte del cuerpo de Franz, tomar la bolsa de mano, hurgar en ella y sacar el espejo y el peine, arreglarte rápidamente el cabello pintado color ceniza y hacer un mohín de desagrado al verte reflejada. Circulaste el pequeño espejo frente a tu rostro, te chupaste los labios, sacaste el lápiz labial y lo untaste con cuidado, ensanchando tus labios que de por sí son llenos y largos ¿eh? Parpadeaste y dejaste que los ojos grises se observaran en el espejo. Sólo entonces te diste cuenta de que Javier estaba hablando. Y Franz, a veces, asentía con la cabeza, sin perder de vista la carretera. Javier dijo que quizás saberlo le bastaba.
– …y me obliga a inventar algo que pueda corresponder.
Tú le diste la cara. Colocaste el brazo sobre el respaldo y lo miraste fijamente. Franz dijo que existía el placer e indicó con un dedo hacia el valle:
– De aquí en adelante el viaje es más fácil. Yo no le exijo a ninguna mujer que sea de tal o cual modo.
Dijo que sería una locura. Sí. Tú lo miraste.
– ¿En cuántas horas llegaremos al mar?
– ¿Al mar? -sonrió Javier-. ¿Cuántas horas, Franz?
Franz contestó que al mar sólo llegarían mañana y tú volviste a cerrar los ojos. No hablaron durante algunos minutos y tampoco miraron el paisaje y después Franz buscó la cajetilla de cigarros en el parche de la camisa y tú la sacaste, encendiste el cigarrillo para Franz y se lo pasaste con el círculo húmedo de tus labios y tomaste uno para ti y también lo encendiste, sin ofrecerles a los que viajaban atrás y sólo después de consumir el cigarrillo dijiste que tú únicamente rechazabas lo que se volvía costumbre.