Tu cabeza se fue reclinando hasta caer sobre el hombro de Franz. Franz te miró. El pelo teñido de color ceniza, con atomizador: podía lavarse todas las noches y pintarse distinto cada mañana; era sólo una laca, no pintura verdadera. Tus labios anchos, entreabiertos. Las cejas depiladas. La nariz grande, aguileña, que husmeaba y se dilataba en el reposo. Los ojos cerrados. Son grises. Cambian de colores durante el día. Las manos grandes, los brazos cruzados bajo el chal negro que te arropaba. La blusa blanca. La falda color de tamarindo. Las medias brillantes. Los zapatos de tacón bajo. Franz te miró.
– By repeated crime, even a queen survives her little time.
Como en este anochecer de Cholula, así han sido todos sus momentos juntos. Esta mañana, al devolverle la mirada en el automóvil, mirabas a Franz y sin embargo sólo lo recordabas, como si a fuerza de vivir en la memoria todo su presente fuese esa nostalgia que él, alguna vez, te hizo comprender leyendo en voz alta una hermosa carta de Freud que tú le mostraste en una biografía: “Extraños anhelos y secretos surgen en mí -quizás de mi herencia ancestral- hacia el Oriente y el Mediterráneo y una vida muy distinta; deseos del final de la infancia que nunca se cumplirán, que no se conforman con la realidad…” ¿Qué sabes de él? Que llegó a México después de la guerra, que trabajó como mecánico algún tiempo y que ahora es vendedor de una distribuidora de automóviles europeos. Lo conoces desde hace poco más de un año, cuando llegaste sola a un vernissage de obras recientes de Cuevas en donde Javier, otra vez, te había dado cita; estabas mirando y admirando, dragona, un dibujo en sepia del Marqués de Sade con su familia, en una intimidad obscena, pacífica e inminente: un más allá del que sólo puede salvarnos el demonio o el juglar, y ese Sade visto por Cuevas era ambas cosas, un payaso satánico, como si Chaplin y Mefistófeles se hubiesen dado la mano para reunir, en una especie nueva y nuestra, al criminal y al santo, al asceta erótico, al asesino creador, al libertador tiránico. Barajabas nombres -tus famosos homenajes- y al decir, con cuevas, Buster Keaton y Boris Karloff, Tod Browning y Jean Genet, George Grosz y Al Capone, no querías justificarte y ser una con el tiempo; sólo querías saber que ya no hay incompatibles y que el viejo maniqueísmo que desde Platón nos trae de cabeza dividiendo, escogiendo, blanquinegreando, había dado un paso irreversible en la única posición que hoy vale: ya no entre el bien y el mal externos, objetivos y diferenciados, sino entre las opciones morales dentro de cada unidad subjetiva; te lo dije, mi dragona, que lo malo no es ser ladrón, sino un raterillo pinche; lo malo no es ser asesino, sino un asesino incompetente y descuidado.
– ¿Que te capturen? -preguntaste abriendo los ojos.
– Qué va -te dije-. Todo asesino desea que lo capturen, hasta exige que lo capturen. Pero es un mal asesino si se deja capturar por negligencia. Y es un buen asesino si es descubierto a pesar de su excelencia profesional y sin embargo sabe que ha de ser ajusticiado como parte de la dialéctica del mito, para cumplir la belleza legendaria de la redención. Como Raskolnikov. Entonces todo su acto es significativo.
– Como Monsieur Verdoux.
– Ándale. Ahí tienes al payaso -criminal, al juglar- homicida que resuelve los opuestos.
Y Franz, junto a ti, sólo dijo:
– Sólo comulgamos con nuestro opuesto.
Needles Sherlock, meet Professor Cuevas of Scotland Yard: todo criminal es un revolucionario de genio independiente (GBS).
Como si su opuesto fuese el pasado y su comunión la memoria, ahora como entonces, Franz, recostado a tu lado, con su cabeza sobre tus pechos, en la cama de colchón delgado y duro del hotel de segunda en Cholula, chiflaba el vals de La viuda alegre y a veces hablaba, como ahora, cortante, casi con sílabas, frío y lejano, chiflando a veces, espaciando las palabras.
– Estudiábamos arquitectura, pero éramos apasionados de la música. Buenos tiempos. Juventud. Los tarros de cerveza. Las conversaciones hasta la madrugada, Schultzie. Cómo reíamos con Schultzie. La camarera del Rathauskeller. La pellizcábamos. Reíamos. No usaba pantaletas. En honor nuestro. Para que la pellizcáramos a gusto. Eso decía. Nos servía los tarros. Estudiábamos arquitectura. Amábamos la música. Cantata 206. Actus Tragicus. Ein Deutsches Requiem. Tristán. Qué alegres. Otro tarro. La vuelta completa, para todos. Salchichas blancas con mostaza amarilla. Pasó la compañía del Dreigroschenoper por Munich. Und der haisfisch, der hat Zahne. Ulrich propuso ir a la Albertstrasse. Heinrich no quería. Confesó que tenía gonorrea. Cómo reímos. Pero Heinrich lloraba. Schultzie le acarició la cabeza. Le pidió que le pellizcara. Comimos arenque marinado. Den man Mackie Messer nent. Fuimos los tres al teatro. El tiburón tiene dientes. Heinrich se salió antes de que terminara el tercer cuadro. Estaba indignado. Brecht era un anarquista. Un enemigo. Schultzie pasó sin cofia y delantal y ya no nos saludó.
Y a veces, como ahora, después de manipular el radio transistor y detenerse al escuchar esa música solemne y exclamar, riendo: “¡Brahms en la Semana Santa!”, lento, fluyente, enumerativo; mientras tú lo escuchas, con los ojos cerrados, desnuda, y la noche cae sobre Cholula:
– ¡Cómo voy a dejar de reconocerlo! (porque tú, con la mirada, lo has interrogado y has sonreído dudosamente). Lo he escuchado tantas veces en los jardines del Palacio Waldjstein, al atardecer, sentado en la silla plegadiza, casi a oscuras, mirando vagamente hacia el pórtico barroco entre cuyas columnas -unas columnas muy esbeltas, Lisbeth- la orquesta, los solistas y el coro habían tomado sus lugares. Eran figuras que en cierto modo completaban la arquitectura de este extraño palacio checo del siglo xviii. Quizás, al principio, cada vez, en realidad no escuchaba, sólo pensaba en lo aprendido, en la leyenda de lo que escuchaba y pensaba; más en eso que en la música sin darme cuenta que otra cosa me preocupaba y retenía aún más, un peinado de ala de cuervo. Todo se mezclaba después, cuando salía cabizbajo del jardín del palacio. La grava crujía bajo mis pies. Brahms encontró el título en un viejo cuaderno de su maestro, Schuman.
Y en la noche de Praga, al salir del palacio, tocan las campanas de la Mala Strana. Uno, dos, fuerte; tres, suave; cuatro, cinco, contestan grave y agudo. Él asciende por un túnel blanco a un patio superior al nivel de la calle: es un palacio barroco abandonado, con estatuas decapitadas y querubes negros diseminados sin orden contra los que se apoyan sacos de cal y montículos de carbón. Brahms encontró el título en 1856 y luego trabajó durante diez años en el Requiem. Él sabe que hay pasajes de patio a patio y de palacio a palacio y si escucha otras pisadas detrás de él, sobre la grava, no se asusta hoy, como no se asustó a los siete años, cuando empezó a descubrir una ciudad que, como ninguna otra, parece construida por la más ligera y misteriosa de las fantasías. Sabe que al final de este enjambre de palacios y corredores está la gran vista de Praga y se adueña de los espacios comunes y libres tarareando el primer movimiento de esa obra maestra del equilibrio y de la simetría tripartita: cada movimiento tiene tres partes, se dice al salir a la terraza de grava y balaustradas de piedra desde la cual se observa todo el caserío y el Ultava, sólo un trecho de plata fija entre las casas y los puentes y, detrás de las cúpulas verdes y las torres pardas, los bosques. Sí, hay pasos detrás de él, cuando sale a las arcadas de la plaza Loreto y mira, en la noche blanca del verano, las lucernas en el tejado del Palacio Czerny; y si Mozart adhiere a las palabras latinas de la liturgia, Brahms escribe su Requiem en alemán. Las balaustradas de la iglesia de Loreto son el escenario de una danza de querubes que sostienen los escudos santos sobre el frontón: los ángeles son amores con halos negros de fierro y en el claustro hay una capilla en el centro del patio, con restos de frescos y un altar dorado y entre los girasoles, el pasto seco y los senderos de grava hay estatuas barrocas de centuriones, ángeles y un Cristo danzante. ¿Cree no haber visto esa sombra que lo acompaña? No se detendrá. No dará el rostro. Tararea, detenido en la noche y el patio de Loreto, tararea, Lisbeth, en un momento pleno en el que todo lo que ama, esta ciudad, la música, la arquitectura, la noche, se reúnen en el orden confuso de un estilo que permite la infinidad de acercamientos, donde lo clásico limita y racionaliza los niveles de comprensión y el prolongamiento de una oración musical que ya no es para el descanso de los muertos amenazados con los horrores del juicio final, sino para los vivos que deben reconciliarse con la idea del sufrimiento y de la muerte. La otra persona lo sigue a los invernaderos que hay detrás del patio, invernaderos a ras de tierra por donde se sale a una calle de faroles negros agrupados alrededor de una columna de fierro. Él camina lentamente, esta noche, junto a los portones de madera y al lado de los pasajes blancos con sus puertas asimétricas y diminutas y él disminuye el paso para escuchar cómo se detiene el paso seguro y el ruido de los tacones sobre las baldosas de la calle Loretanska y él gira mirando en la noche blanca la fachada pintada a mano del Museo de Armas, los gladiadores de piedra armados de mazo y puñal, el goteo de la boca de las gárgolas y las escalerillas cubiertas y los barandales de fierro y la ropa colgada e inmóvil y los muros enormes con un Cristo que sirve de escurridero de agua volado en la torre. Aprieta el paso y baja hacia el río y el puente, tarareando, en esta noche de reuniones, sin ver otra cosa que el adoquinado bajo sus pies y repitiendo, disciplinado, en su mente, que en 1639 Heinrich Schutz escribe la primera misa de difuntos en alemán, una Teutsche Begrabniss-Missa y que la Cantata 106 de Bach, el Actus Tragicus, reúne viejos himnos, textos bíblicos y textos del propio compositor, pero si Bach alude a la caridad y auxilio del Redentor, que guía a las almas de los difuntos a un mundo mejor, Brahms evita toda mención del nombre de Cristo. El Requiem alemán de Brahms termina como empieza: el primer movimiento y el séptimo son idénticos; en el sexto, reaparece el contenido del segundo en un plano más vigoroso; en el segundo, la danza de la muerte da lugar a un himno de alegría; en el sexto la incertidumbre luctuosa abre paso a una visión serena del juicio final, para terminar en una doble fuga handeliana de fuerza y gloria. Sólo el tercero y el quinto se inician con una voz solitaria; en aquél, la voz de un hombre doloroso y desesperado; en éste, la voz de una mujer que consuela de principio a fin. Se detuvo a la vista del puente. Los pasos a sus espaldas ya eran algo acostumbrado… Los había identificado, en su fuerza y en su ligereza, en su rapidez o en su lentitud, con los movimientos tarareados. Ahora, en la plaza antes de llegar al puente, un ciego con un bastón blanco esperaba el último tranvía y él se detuvo y giró hasta encontrar, al lado de las piedras de cantera y los lanchones hundidos de la ribera, la figura que también se detuvo y después avanzó hasta que la luz verdosa de los faroles del puente la iluminó a medias. Él esperó. Ella, primero, hizo un gesto de miedo que se convirtió en una mirada de timidez y pudor. Usaba una boina oscura y sus mejillas eran cortadas por las dos alas de cuervo de un pelo corto y lustroso, que casi tocaba sus labios. Usaba una chaquetilla corta y una falda con el cinturón alrededor de los muslos. Llevaba, apretada contra el pecho, una bolsa de chaquira. El tercer movimiento se iniciaba con las palabras “Pasó como una sombra” y el conjunto orquestal es ligero y canjea las melodías de un instante a otro. La esperó.