Ella sonrió tímidamente y habló desde lejos:
– No… Es que… es que lo he visto cada vez… que hay un concierto en los jardines de Waldjstein.
Y luego añadió, atropelladamente:
– ¿Está usted abonado?
Él rió y dijo que sí cuando ella ya estaba diciendo:
– No, es que… es que como lo vi solo y me di cuenta que después del concierto usted caminaba por las calles… perdóneme… yo no sé qué hacer después del concierto… y… y como usted se ve… sí, tan embargado por la música… pues yo…
– ¿Pensó que…?
– Sí, sí, que quizás caminando por las calles, como usted…
– ¿Se podría prolongar el momento?
– Sí, también, y…
– ¿Que los dos podríamos acompañarnos?
Sonrió y se sonrojó y tendió la mano con miedo.
– Hanna… Hanna Werner.
– Franz Jellinek. ¿Quiere que la acompañe a su casa?
– No, no se moleste. Yo voy al otro lado, a la ciudad vieja.
– Yo también vivo allí.
El Puente de Carlos es largo y hermoso. En la noche del verano, sus faroles son menos luminosos que el cielo blanco y sólo logran dar una reverberación mate a esas columnas de nubes y querubes, a toda esa gran danza barroca de sultanes con cimitarra, perros, caballos, frailes y ánimas del purgatorio que se agitan detrás de una reja guardada por el infiel. San Jorge, san Antonio y san Francisco contemplan el toque dorado de las coronas de la Virgen y el Niño; oro sobre negro, y los santos Segismundo y Wenceslao y el patriarca Norberto vigilan la calavera coronada que reposa sobre un cojín y un cetro de metal. Caminaron.
– ¿Qué hace?
– Estudio música. Composición. ¿Y usted?
– Quiero ser arquitecto.
– ¡Qué bueno! Entonces ya tenemos de qué hablar.
Rió mucho y se acarició con ambas manos el peinado negro y lustroso mientras caminaban a lo largo del puente que, aun de noche, parecía flotar sobre el humo del verano que sostenía los conjuntos de estatuas negras. Del vapor luminoso ascendían María y el infante con el fraile hincado y los querubes alegres encaramados a la cruz, convirtiendo la dignidad en gracia y él pensó que eso era el sentido del barroco y se detuvo a ver la perspectiva del puente, el arco de la hagiografía negra que hacía corte a las estatuas centrales, colocadas frente a frente, de la crucifixión y la piedad, de la misma manera que de lejos, las torres góticas de la colina eran los guardianas de la danza de estatuas retorcidas del puente. Se detuvieron junto a la balaustrada. Siempre había pescadores en el río. Los jóvenes de pie en las lanchas, los viejos sentados, arropados, en las barcas verdes.
Se despidieron en el arco de la torre del puente. Hanna respiró hondo y miró hacia las arboledas frágiles. Preguntó:
– ¿Irá usted al concierto del viernes entrante?
– Sí, pero podemos vernos antes. ¿Dónde estudia?
– Apunte la dirección. Es el gabinete del profesor Maher. Loretanska 12. Pasamos por allí esta noche.
– Gracias. Pasaré a verla una tarde.
– Sí, me dará mucho gusto… digo, mucha alegría. Adiós.
Corrió por el pasaje y siguió corriendo por las arcadas y frente al Teatro Nacional.
Ahí tienes tú, cuatacha, que apenas ayer todas esas sesentonas con sus sombreros de fieltro y terciopelo a la última moda y sus abrigos de invierno con solapas de piel estaban ancladas en catorce asientos de cuero de la barra de los acusados en un juzgado de Munich y las catorce damas con sus anteojos bifocales y sus pañuelos cubriéndoles las narices enrojecidas y alguna hasta con una bola de estambre sobre el regazo y dos largas agujas rojas entre las manos, están esperando la sentencia. Se les acusa de haber asesinado a ochocientas personas. Entre 1942 y 1945, trabajaron como enfermeras en el manicomio de Obrawalde. Mira las fotos del lugar. A toda madre. Un sanatorio amplio, hermoso, rodeado de parques. Al llegar cada paciente, era examinado. Los más fuertes eran enviados al “Departamento 19”, el campo de trabajos forzados. Los débiles, al “Departamento 20”, el cuarto de la muerte. La técnica consistía en dosis enormes de barbitúricos administrados por las enfermeras con inyecciones intravenosas. A los niños se les trataba con cierta gracia: veneno mezclado con mermelada. A quienes resistían, se les introducían tubos estomacales por la boca o lavativas mortales por el recto. Un total de ocho mil personas fueron asesinadas en el manicomio de Obrawalde para cumplir el programa de exterminio eutanásico de los retardados mentales y monstruos físicos del Tercer Reich. Un grupo de niños espiaron por una cerradura y le contaron al dentista. Pero el dentista no contó, porque sabía que las enfermeras, después de todo, cumplían sus órdenes con amor. “Los obligaba a tomar sus cucharaditas”, declaró una de las señoras, “risueñamente, como a niños. Siempre me obedecían porque sentían mi cariño”. Una viejita empezó a llorar. “Si no hubiera sido legal, ¿por qué no venía la policía a prohibirlo?” El juez liberó a las acusadas. “Eran robots automáticos -dijo-, mujeres de mente sencilla que no pudieron darse cuenta de lo que hacían”. Las catorce sesentonas salieron acomodándose sus bonetes de invierno y ordenaron café y pasteles de chocolate y crema chantilly en el salón de té de la esquina.