– ¿Usted sigue yendo al shul?
y el hombre asiente y tu padre ríe y atrae de las solapas al hombre y le corta con la navaja un rizo mientras ríe.
– ¿Ve qué bien cortan? ¡Navajas, navajas, auténticas navajas!
Y el hombre permanece atolondrado, tocándose primero la parte mutilada de su vieja cabellera y luego recuperando de manos de tu padre el rizo seboso y exclamando palabras incomprensibles en polaco mientras ustedes ríen y tu padre frunce el ceño.
– Trate de insultarme. Nadie me ha podido insultar hasta ahora. ¿Cuánto vale para usted? ¡Insúlteme! Ofrézcame dos centavos. ¡No ha nacido quien pueda insultarme! ¡Navajas, navajas! -y el polaco se va, arrastrando los pies, murmurando y acariciando su rizo y tú y Jake y Gerson ríen mucho y el vendedor del puesto vecino les prueba corbatas a sus clientes y les dice muchas frases melosas que los hacen reír a ustedes mientras Gerson le grita al comerciante de al lado y a su cliente:
– Mordecai, no hagas pasar por corbatas esos chorizos; señor, señor, comprarle una corbata a Mordecai es como comprarle una soga a un verdugo: son corbatas robadas.
Y Mordecai insulta a Gerson y dice lo mismo que el señor Mendelssohn en esas comidas de los viernes ceremoniales:
– Sólo quejas, señora Jonas. Todo le falla. Su marido es un schlemiel. Es inútil que yo pierda tiempo y dinero ayudándolo.
– ¿Qué es un schlemiel, mamá? -pregunta Jake cuando caminan de regreso a la casa y Rebecca gimotea y su bonete de fieltro le cae demasiado sobre la frente, dándole un aspecto ridículo a su dolor y a su gravedad de figura gótica, pálida, amarilla y negra.
– ¡Desde que te conocí, debí saberlo, un vago, perdiendo el tiempo con los viejos vagos que sólo están allí esperando el momento en que se necesite al décimo hombre para la oración! ¡Sin fe, sólo por vago! ¡Sin creer en las palabras! ¡Sólo esperando, desde la adolescencia, una limosna, un trabajo fácil!
Tú y Jake salieron del closet, riendo y tiritando y tomados de la mano y Rebecca se detuvo paralizada en la oscuridad de la sala, como si no lo creyera pero, al mismo tiempo, como si tuviera que esconder su asombro para no romper ninguna de las complicidades de la normalidad, es tarde, nos están esperando, habrá pumpernickel, el señor Mendelssohn sabe cuánto les gusta a ustedes el pumpernickel, ¿dónde está mi sombrero, Betele?, consíguemelo, creí que habían salido con su padre, vámonos ya.
Sólo el señor Mendelssohn hablaba. Nadie más. Vergüenza eterna. Los propios comerciantes judíos que venden esos productos han sido los peores enemigos de las leyes kosher. Vergüenza eterna. Tú y Jake comían ávidamente el pan de centeno y el beigel con la mirada fija en el señor Mendelssohn con su cuello de paloma. El Reformista es un renegado, señora Jonas. Menos mal que usted se ha opuesto. Estos niños le deberán más de lo que sospechan. Rebecca asentía con lágrimas en los ojos:
– ¡No harás unos renegados de mis hijos! Gerson se encogía de hombros. -No, no renegados. Invisibles, Becky, nada más invisibles, ¿entiendes?
– Superstitio et perfidia Judaica.
Invisibles, dragona, ah sí, todos.
Franz te escuchó sin parpadear y tú le contaste todo boca abajo, con una almohada sobre la cabeza y tus palabras estaban ahogadas. Dijiste que amabas tu hermosa tierra. Fértil. Invierno blanco, sí y se escuchan las campanillas de los trineos, los viejos se reúnen fumando sus pipas de elote en torno a la estufa de la tienda general, los niños hacen monos de nieve con ojos de carbón y narices de zanahoria y las lomas están llenas de abetos desnudos, dibujados en tinta, y de álamos blancos con las ramas cuajadas de hielo. El estanque se ha congelado y las parejas patinan, con bufandas rojas y gorros de estambre, medias de lana y faldas escocesas y orejeras. Son hermosas las tardes breves junto al fuego.
– ¿Eso le contaste a Franz?
Sí. La noche repentina y uno se encierra a leer en silencio, sobre cojines de retazo, en los banquillos de una ventana salediza que mira hacia los corrales pintados de rojo, hacia la ondulación de las colinas bajas, blancas, moteadas con cuadros de tierra negra; hacia los establos donde los caballos resoplan un vaho intenso.
– ¡Ligeia, Ligeia!
Tu hermano te lleva en su trineo de mano hasta la punta de la colina más alta y tú sientes miedo; él se ríe de ti, te sienta a la fuerza en el trineo, te pide que te abraces bien a su cintura, hace raspar sus botas con clavos sobre la nieve dura pero al mismo tiempo tan granulada y arrancan, arrancan loma abajo, tú abrazada a la cintura de tu hermano, con el viento de látigo sobre las mejillas, perdiendo a cada instante la sensación de tu nariz, de tus dedos, de tus orejas, mientras los cristales de la nieve, que son joyas gamadas, iridiscentes, cónicas, plateadas, cada una semejante al vitral minúsculo de una catedral de hielo, se levantan en dos olas de polvo frío a sus lados, les blanquean los gorros (el tuyo de estambre azul, el de Jake de cuero negro, con visera de celuloide) y serpentean por la ladera, evitando las delgadas estacas de las propiedades, los troncos desnudos de los abetos, las erupciones extrañas de matorrales verdes aunque nevados que se aterran a la raíz de la tierra.
– Los llevé a ver el Santa Claus de Macy’s. ¿También eso te molesta, eh, eh?
Jake guarda el trineo. Lo arrastra, melancólico, hacia el corral donde dormirá por varios meses. El trineo brillante, recién pintado, decorado con tu nombre -Liz- está ahora raspado, descascarado y tu nombre ha desaparecido. Aun rodeada de charcos de nieve derretida, todavía los vientos fríos batiendo las celosías, tu madre se dispone a pintar, por fuera, de blanco, los aleros y las tablas de pino de la casa, a empapelarla por dentro con escenas de antiguas fiestas campestres: pastoras de báculo y crinolina rodeadas de ovejas y muchachos que, reclinados contra los cipreses, entonan sus flautas.
– Los hijos del señor Mendelssohn fueron a pasar la Navidad a una granja de Connecticut.
La primavera ha llegado, Franz. Aunque la desmienta la lluvia delgada y gris que enloda todos los caminos del condado y nos obliga, todavía, a andar con las botas de goma por el corral, bajo la lluvia finísima, distribuyendo a puñados los granos para las gallinas que se nos escapan, cacareando, con el plumaje blanco y alisado por el agua.
– En Praga, los judíos que vivían fuera del Judenstadt determinaron en 1473, irse a vivir con sus hermanos. Nadie los obligó, ¿ves? Ellos entraron voluntariamente al ghetto.
Es la época -cuentas- en que tu madre vende los cerdos que han engordado durante el invierno, escondidos en el corral, comiendo avena y mascando elotes, a Mr. Duggan, sí, Duggan, Duggan, ¿por qué no, dragona?, el dueño de la tienda general, y tú y Jake, al salir de clases, pasan entristecidos frente a la tienda y ven a Porky, a Fats y a Beulah expuestos en la ventana con manzanas en la boca.
– ¿Puede venir Beth a pasar el fin de semana a la granja, señora Jonas?
Una inquietud empieza a entrar por las ventanas, ahora abiertas, del cuarto de clase. La concentración del invierno se ha perdido. Mis Longfellow, sí, Longfellow (O. K., dragona, como gustes) se muestra impaciente, pega con la regla sobre el escritorio y les pide que dejen de ver hacia afuera. Pero ella misma, rojiza, con el nuevo permanente y el vestido floreado, no puede evitar las miradas hacia el cerezo que crece junto a la ventana y un día, después de leer (The Mississippi is well worth reading about. It is not a commonplace river, but con the contrary is in all ways remarkable) les invita a admirar el florecimiento de tintes rosados, los más bellos, los más suaves, que han brotado poco a poco y ahora, en abril, es un ramo de labios de niño que se prolonga, se abre y acaba por llenar con su luz todo el marco de la ventana.
– Iré a City College. No me importa, mamá. Puedes decir lo que quieras. ¿Qué más da? ¿Crees que voy a ver más cosas de las que ya vi aquí en la escuela pública? ¿Dónde crees que vivimos?