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Estrenarás un sombrero para el domingo de Pascua.

– Ese, mamá, ¡el de paja con el listón rojo, por favor!

Luego todos cantarán los himnos. Y afuera, en el sol, los granjeros no trabajan; se sientan bajo los toldos de sus casas a contarse cuentos, con las pajas entre los dientes, satisfechos porque toda la semana han cosechado y amontonado en silos y cargado en camiones la avena y el trigo blancos que germinaron bajo la nieve pasada.

– ¿Qué diablos significa ser presbiteriano o anabaptista, eh, Lizzie? En cambio…

¡Qué hermosos veranos, Franz! Aunque Jake se alejaba después del invierno y la primavera que pasaban juntos y durante el verano descubría amistades o prolongaba las de la escuela en excursiones, pesca, natación en el estanque…

– Polio, señora Jonas. Esto es polio.

…viajes al mar donde la aldea de pescadores guardaba las memorias de las grandes hazañas balleneras y las casas eran alegres, pintadas de colores vivos, y los hombres y mujeres alegres, acostumbrados al mar…

– ¡Un castigo! ¡Un castigo! ¡Ven a mis brazos, Jake precioso, pobrecito Jake, un castigo!

No era para niñas. Tú dices que corrías o saltabas o caminabas sola durante el largo verano, vestida de muselina, Elizabeth, y curiosa porque los meses de calor descubrían toda una serie de cosas ocultas durante el resto del año: ardillas y lagartos, grillos y arañas, búhos y cervatillos, mariposas y orugas, petirrojos y alondras que habitaban los bosques donde tú pasabas los días bajo almendros rumorosos y sicómoros gigantes…

– ¡Jake! ¡Lizzie! ¡Vengan, está pasando el camión que riega las calles! ¡Vengan, hijos, deslíndense, vengan antes de que pase, aprisa, aprisa!

…entre cortezas suaves y jugosas que te entretenías en arrancar para hacer los barcos que, con una veleta de papel periódico ensartada a un mástil de pino quebradizo, harías navegar por el estanque, en un rincón preferido, lejos de las zambullidas y la gritería de los muchachos.

– Liz is a kyke! Liz is a kyke! Liz is a kyke!

Pero aún en las horas frescas al lado del agua, tu oído no dejaría de buscar, y encontrar, las voces de los pájaros que habían regresado del sur para acompañarte. La voz baja del petirrojo, las imitaciones del tordo, los cambios sorprendentes del mirlo, el gorjeo loco de la urraca. Y no sólo reconocías sus voces; les agradecías su presencia y su falta de temor para acercarse a ti: el primero con su pecho escarlata, como si fuese un militar o un músico de banda real, el segundo con su ojo redondo y su camisa de rayas negras, el tercero con una estrella en la frente, la cuarta con sus ojillos achinados y su redondez acariciante.

– No te metas, Javier; déjame mi sueño. Yo te hago el juego.

Acariciaste el canario al abrir la jaula y poner el alpiste y el agua y Rebecca, en la sala de cortinas corridas, se quejó.

– ¿Te duele la cabeza, mamá?

– Ach, es el calor, es el calor. Ya me pasará. Nada te haría alejarte, todas las tardes, del estanque casi inmóvil, en cuyas aguas, a veces, querías adivinar un palacio sumergido donde, bajo el hielo, pasarían su invierno todos tus amigos escondidos y fugaces, tus compañeros del verano.

– E Israel Baal Shem Tob nos enseñó que la verdadera salvación reside, no en la sabiduría talmúdica, sino en la entera devoción a Dios, en la fe más simple y la oración más ferviente. El hombre sencillo que reza de todo corazón está más cerca de Dios y es más querido por Él que el talmudista.

Luces de bengala y manzanas con la piel quemada de azúcar empalagosa; tiovivos con cabellos blancos; organillos sonoros; espejos fantásticos que te alargan, te engordan, te hacen enana (Jake, ¿dónde está Jake, Jake, Jake?); el mago que pasa por el pueblo en julio, en su jira veraniega, con un sombrero de copa y toda una comunidad de conejos hambrientos, cuervos amaestrados y ratoncillos ciegos entre los pliegues de su capa rojinegra, como Mandrake; jarras de limonada y agua de frambuesa; raspados de chocolate y naranja; nuestra veranda con su sofá-mecedora cubierto por una lona de listas rayadas, blancas y azules, desde donde vemos que los granjeros siembran otra vez, bajo el sol, con sus sombreros de paja y sus camisas de dril azul, oh say can you see, you have fought all wars, mama loshon, Na-Aseh V’Nishma, haremos y obedeceremos, let us go to America, said a Jew from Kiev to his wife after he had lost his fortune in a pogrom, let us leave this hellish place where men are beasts, and let us go to America, where there is no ghetto and no pale, where there are no pogroms ans where even Jews are men.

Después, cuando todo terminó, tu padre te buscó y tú le dijiste que sólo un minuto, un minuto y en la calle, en la esquina de la 45 y Madison, en cualquier calle del centro y el viejo con el traje cruzado y el sombrero gris se acercó a ti y te dejó la tarjeta con el nombre y la dirección de un hotel en Central Park North, te dijo que ahora vivía en el hotel, nunca más en una casa o dentro de una comunidad, te dijo rápidamente, sin mirarte, que en el hotel entras y sales a tu gusto, comes solo y a tus horas sin hablarle ni al mesero, vas solo al cine en las noches y quizás con el tiempo te haces de algunos amigos y hasta vas a jugar golf y si querías verlo debías preguntar por Johnson, Garson Johnson, en la administración ya saben. No te besó y desapareció por Madison Avenue, chinando.

– Jake, Beth, salgan, ¡no me asusten!, ¿quieren oírlo? óiganlo, ¡tengo miedo, miedo, miedo, ya salgan, nos esperan a cenar!

Antes de entrar a Cuautla, al lado de la carretera, había un rótulo formado por trozos de papel plateado, agitados apenas por el viento y abrillantados por el sol que les daba la cara. Restauran! Corinto.

– Éste es el lugar del que les hablé -dijo Franz.

Tenía una fachada de vidrio y detrás una docena de mesas cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos, sillas de bejuco y una pared dividida horizontalmente por un largo estante de madera sobre el cual descansaban platos de porcelana pintados con paisajes alemanes, suizos y austríacos. Tú sabes, Lorelei, Matterhorn, Salzburgo, eso.

Entraron y un tipo rubicundo los recibió, frotándose las manos con el delantal.

– ¡Señor! ¡Señor! ¡Tanto tiempo!

Franz sonrió y el panzón los invitó a pasar, extendiendo los brazos.

– Hay choucrout; cerveza de barril; o buena carne asada, si prefieren…

Tomaron asiento y Franz ordenó choucrout, mostaza, tarros de cerveza -la cerveza por delante; se sentía fatigado de manejar-. No consultó a los demás. Javier se pasó la mano por el vientre y no dijo nada.

– La salchicha te va a caer de la patada -le dijo Isabel a Javier.

– No eres mi médico -le contestó Javier sin mirarla, jugando con un palillo de dientes.

– Perdón -dijo Isabel-. Como luego te pones tan exigente. Tú miraste primero a Javier, en seguida a Isabel.

Javier dijo lentamente:

– Una colitis crónica no se cura nunca. Es un reflejo del carácter. Tendría que cambiar de sicología.

– Debe ser como morir de sed en el mar -volvió a sonreír Franz-. No poder gozar de tantas cosas buenas…

– Se hace uno a la idea -dijo Javier, sin mirar a nadie-; más bien es como vivir siempre en tiempo de guerra, con racionamiento.

Levantó los ojos y le sonrió a Franz y Franz le devolvió la sonrisa:

– No, hay una pequeña diferencia. El hombre en la guerra se siente heroico; con una colitis, sólo se siente ridículo.

– Touché -suspiraste.

– Nadie te ha pedido un comentario -te dijo Javier-. Además, hay tantas maneras de hacer el ridículo.

Un mozo indígena inclinó la cabeza y colocó los tarros frente a ustedes. Franz bebió rápidamente, con gusto, la cerbatana; ustedes la saborearon con lentitud.

– ¡Qué conversación más seria! -rió Franz-. Hemos venido a divertirnos, ¿no? Brindo por Mackie. ¿Han visto que La ópera de tres centavos se ha vuelto a poner de moda? Yo la vi hace treinta años. ¡Treinta años!