El balido de las cabras negras te llenó de terror; verlas tan cerca, al caer de bruces sobre el polvo, convirtió a las bestias en animales mitológicos, en guardianes de la altura que no tolerarían tu presencia. Te miraron y se fueron saltando entre las rocas que, desde allí, se desbarrancaban de nuevo. Más lejos, Elizabeth, el mar y las islas como montañas surgidas del mar o mutiladas de él por la bruma, embarcadas en la niebla, y más lejos la costa de Anatolia que avanza como una garra de puma hacia la isla de Rodas.
La carretera no se veía desde allí. Cayó la tarde y las nubes que corrían desde el Asia Menor ocultaron el sol. Esperaste. Javier tenía que buscarte. Debía averiguar con la gente del valle la manera de llegar hasta aquí. Te frotaste los brazos heridos por las zarzas y te sentaste sobre el polvo. Las cabras negras volvieron a agruparse para mirarte, agitando los cencerros. Tú imaginaste esta soledad, cortada para siempre del mundo, en compañía de las cabras, en la cima polvosa de una montaña que había perdido todos los hilos de comunicación: que en realidad nunca los tuvo. Abriste los ojos, mi dragona, despertaste de un sueño en el que existieron otras personas, padres y hermano, compañeros de escuela, novios, marido, amigos y amigas, conocidos, fantasmas ocupados en repartir la leche, manejar taxis, vender navajas, escribir libros, publicar periódicos, firmar oficios, declarar guerras… Suspiraste con terror y alivio. Sólo tú y las cabras, mirándose, sobre un disco de polvo suficiente, solitario y eterno. Te pusiste de pie y corriste entre los balidos hacia el lejano promontorio de la costa turca. La velocidad de las nubes cortaba, incendiaba y tamizaba la luz y tú corrías entre las rocas y los cardos, hacia la otra orilla, hacia abajo, con un grito detenido en la garganta, incapaz de traducirse en las palabras que tus labios pronunciaban calamoros. Pero tu vista permaneció fija en la otra orilla, en esa costa bien anclada en el Egeo, porque de otra manera los tambores de ese silencio, la oscuridad de esa luz, la inmovilidad de ese viento te habrían devorado allí mismo, en el derrumbe sin caminos hacia el mar.
Sentiste el asfalto bajo tus pies. Ya no corriste. Caminaste pateando piedrecillas, abrazada a ti misma. Seguiste el camino de la carretera estrecha y serpenteante. Y más cerca de lo que creíste, apareció el kiosko de los refrescos. Javier estaba sentado bajo un emparrado desnudo, bebiendo vino. Te vio aparecer por la carretera y corrió hacia ti. Lo viste venir con la cabellera negra agitada, el pantalón de pana, el suéter de cuello de tortuga. Era la primera persona que veías. Lo abrazaste. Él te dijo que los guardias del valle se habían reído de tu tardanza; habían dicho que eso pasaba con frecuencia y que nadie se había perdido nunca, para siempre, en el Valle de las Mariposas; tú no tardarías en regresar. Abrazaste a Javier, le besaste el cuello y le pediste que regresaran a la casa de Falaraki. Tú tenías mucho sueño y querías acostarte.
– ¿Dónde está Rudy? -. Te frotaste la crema sobre las costras quemadas de las mejillas.
Javier apoyó la cabeza contra el índice y el pulgar reunidos. No dejó de observar la costa de guijarros de Rodas, llena de vacacionistas en el año de Munich y el Anschluss.
– ¿No sabes? Su mujer lo ahogó mientras nadaban. Me lo contó el mozo del café esta mañana.
Franz se bebió de un golpe la fría. Insistió en pagar; él había propuesto venir aquí.
Salieron sin despedirse del dueño.
– Vamos directamente a Cholula -le dijiste a Franz-. No es necesario detenerse en Cuautla.
– Me siento pesado -dijo Franz.
– Yo manejo -casi gritó Isabel y ocupó el lugar frente al volante, al lado tuyo. Franz ocupó el de atrás, junto a Javier.
Ahora es Isabel (no, sólo entre nosotros nos tuteamos, novillera, achanta lamu) la que, en un solo movimiento, con un solo ritmo que, sin que ustedes se enteren, los domina, arranca el auto y enciende el radio y encuentra la estación que ella conoce y prefiere y ellos cantan, los heraldos y menestreles y juglares del nuevo tiempo, los pajes andróginos de la república monárquica, de la élite democrática, ellos que suben y bajan desde los muelles de Liverpool con la presencia del cortesano que toca el laúd en el concierto campestre del Giorgione, con la cabellera de los jóvenes venecianos pintados por Giovanni Bellini, con la sonrisa irónica del divertidísimo San Jorge de Mantegna, cuya gallarda armadura parece más a propósito para conquistar a las castellanas que lo esperan en el palacio dorado perdido en la perspectiva de Padua, que para enfrentarse a un oscuro dragón verde de utilería que yace a sus pies, menos pagano, menos diabólico que el propio efebo desarmado después de la conquista: esa lanza está rota y creo que sólo serviría para desprender los frutos de la guirnalda de limas, peras, cerezas y pomegranates que cuelgan sobre el marco del cuadro. Tienen la lejanía cesárea y la participación satánica y la inocencia querúbica y cantan.
I love you because you tell me things I want to know y yo voy leyendo estos noticiones en mi periódico, dragona, por la supercarretera México-Puebla, y a veces no creo lo que leo, aunque lo firme alguien tan respetable como Jacobo von Konigshofen: su despacho dice que hoy mismo, este año de 1349, se ha desatado la peor epidemia de la que se tenga memoria. La muerte corre de un extremo al otro del mundo, de ambos lados del mar, y es aún más temible entre los sarracenos que entre los cristianos. En algunas tierras, murieron todos y no quedó nadie. Fueron encontrados barcos en el mar, pictóricos de mercaderías; nadie los guiaba; las tripulaciones habían muerto. El obispo de Marsella y los sacerdotes y la mitad de la población de ese puerto han fallecido. En otros reinos y ciudades han perecido tantas gentes que describirlo sería horrible. El papa en Aviñón suspende todas las sesiones de la corte, prohíbe que nadie se le acerque y ordena que un fuego arda frente a él día y noche. Y todos los doctores y maestros sabios sólo pueden decir que se trata de la voluntad de Dios. Y si está aquí, la plaga también está en todas partes y no terminará antes de cumplir su ciclo.
Cierras los ojos, dragona, sentada al lado de Santa Isabel en el Volkswagen que gana y gana y gana velocidad al pasar al lado de Cuautla,
there’s a place where I can go,
rebasando por la derecha sin tocar el claxon, subiendo a 80, a 90, a 110, y las gallinas cacarean y desparraman plumas y los perros aúllan con los ojos inyectados cuando el auto derrapa al borde de la carretera, se sale del tramo pavimentado y levanta el polvo del país más allá de los vericuetos asfaltados, donde se tambalean las casas de paja y adobe y las cercas de nopal y un niño chilla con la boca embarrada de mocos e Isabel maneja con una sola mano y con la otra busca las voces en la radio y aumenta el volumen,
in my mind there’s no sorrow,
don’t you know that it’s so?
y como los hombres de Luca Signorelli, se visten con el desenfado de una elegancia testicular y desatan los poderes constructivos de su ánimo de destrucción: crean, a su alrededor, un mundo tan vasto y rico y ordenadamente libre y confuso como una tela de Uccello y tan piadosamente demoníaco como los cuadros del Bosco que le paga el precio de admisión a Satanás: tu clásico dice, dragona, y tú lo entiendes sin saberlo, novillera, que el Demonio posee las más extensas visiones de Dios; por eso se mantiene tan alejado de la Divinidad: es el otro rostro del Santo y como él, es una sucesión inmediata de opuestos, una fusión permanente de antítesis,