– …porque hasta lo más maravilloso puede…
Javier te interrumpió con la mirada y tú le pasaste la mano por el cabello revuelto. Javier dijo que la verdad era que sin necesidad de deseo podía inventarse un amor, apreciar fríamente un carácter y una belleza.
– …amándolos sin pasión y queriéndolos sin deseo…
Franz se encogió de hombros. Yo hubiera hecho lo mismo. De veras.
Pasaron por un pueblo. Franz disminuyó la velocidad. Tú diste la espalda a la ventanilla. Isabel pegó la nariz al cristal, vio pasar las casas de adobe, de un piso, descascaradas y grises, y los puestos de rompope y estropajos, de moras y ciruelas y las figuras ateridas, envueltas en mantas grises. Pegó la nariz al cristal y vio cómo su vaho lo empañaba y se retiró para dibujar un gato y jugarlo con ella misma: la O redonda, la X cruzada. Ah me. Su mano derecha que dibujaba las equis, derrotó a la izquierda, que dibujaba las oes. Se acarició los brazos desnudos, quemados por el sol. Sobre el fondo de pinos veloces ha de haber distinguido sus propios ojos verdes, brillantes sobre los pómulos altos. Nadie me acusa de no apreciar su belleza. Nadie en esta pieza. ¡Nadie, he dicho! Abrió la portezuela con un gesto silencioso y rápido, y detuvo su grito ahogado cuando Javier, en silencio, la tomó de los hombros, le impidió saltar, cerró velozmente la portezuela y sólo entonces tú les diste el rostro y Franz dijo con su voz pareja, sin exclamaciones:
– Cuidado.
Y tú le dijiste a Isabel que pusiera el seguro.
– …ten más cuidado…
¿Voy bien? Isabel cayó sobre las piernas cruzadas de Javier, apoyó la mejilla contra el muslo de Javier y sólo ella sintió sus propias lágrimas sobre la mejilla, los labios abiertos junto al muslo de Javier y Javier no movió los brazos. Levantó las manos, al fin, pero para examinarse las uñas y sintió el temblor de espera de Isabel, la desilusión inmediata cuado no acarició el pelo negro y no tocó las lágrimas de la mejilla de la muchacha. Javier se pasó la mano por el pelo ralo, gris; rió, dejó caer la mano sin tocar la cabeza de Isabel y por fin alargó el brazo, rozó tu nuca y tú no te moviste, no dejaste de mirar hacia adelante aunque Javier quisiera llamar tu atención con esos dedos extendidos que te acarician la nuca. Pero no lo miraste. Bravo. Seguiste mirando fijamente hacia adelante. Como tú dices, te graduaste y al ejército.
– ¿Por dónde? -preguntó Franz.
– No pases por Cuernavaca -dijo Javier cuando tú ya estabas diciendo:
– Sigue la carretera.
– ¿Hasta dónde?
– Hay una desviación a Xochicalco.
– Sí, pero ¿antes o después de la caseta?
– No, tienes que comprar boleto a Alpuyeca y en el tramo de Alpuyeca está la desviación a Xochicalco.
– Claro, ya recuerdo -dijo Franz.
– ¿Ya has estado en Xochicalco? -preguntaste.
– ¡Hombre, Lisbeth! -dijo Franz-. Hemos venido los cuatro… no, los tres juntos, hace un año…
– Ah, sí -that bitchy smile of yours-. Ya recuerdo, Isabelita.
– ¿Qué? -murmuró Isabel.
– No -dijiste-; digo que Isabelita todavía no debutaba en sociedad entonces.
Javier dijo lentamente:
– Very funny.
– Yes -por fin miraste a Javier-; isn’t it?
Pero Isabel ya no estaba recostada sobre el regazo de tu marido. Se polveaba la nariz.
– ¿Cuánto cuesta?
– Creo que son cinco pesos.
– No tengo cambio.
– Toma; yo tengo.
– Entonces, ¿derecho?
– Si no hay flecha…
– Pon el radio, Franz -le pediste.
– Allí. Déjalo allí -dijo Isabel.
– ¿Qué vals es ése? -preguntaste.
– El Vals de la Viuda Alegre, me parece -dijo Franz.
Y mientras ustedes decían estas pendejadas, yo viajaba en un galgo de lujo por la supercarretera a Puebla y leía algunos folletos de turismo que no distribuyen en las agencias de viaje, toda vez que la visita a semejantes lugares no asegura comisión alguna. Pero es necesario documentarse y saber que a la pequeña fortaleza se entra por una puerta de piedra. Hay una sola luz eléctrica, amarillenta, sobre la clave, y dos ventanas a los lados. La hierba crece encima de la puerta, como si la fortaleza fuese un subsuelo, una tumba, una galería hundida. Y encima la costra de tierra habitable. Primero está la sección administrativa, con sus techos planos. Las chimeneas emergen entre la hierba. Como una factoría. Los muros de ladrillo-mira-encierran cada patio. Hay una fosa alrededor de todo, una fosa honda, de puro lodo, honda, entre las murallas de ladrillo morado. Hay un cuarto de recepción y al lado un cuarto de guardia y detrás la oficina del comandante y en la antesala los rifles de la guardia y a un lado la tienda de ropa. El garage, a la salida, al final del primer patio y entonces se entra a la verdadera prisión.
Iba leyendo y mirando las fotos y a veces me miraba a mí mismo en el espejo del automóvil de turismo mientras tú, en el Volkswagen de Franz, piensas quién sabe qué, imploras en silencio, en silencio le pides a Javier que no repita eso, que por lo menos esas palabras las deje escondidas en algún lugar que sólo ustedes conocen y quisieras interrumpir la conversación y buscas sin éxito otro tema, un tema ancho y largo que pueda devorar las horas del trayecto, sin que te des cuenta y te cubres los ojos con una mano porque ya no quieres ver estos pueblos mexicanos, iguales desde que llegaste, inmóviles, miserables, dormidos. Y cuando piensas -para engañarte- que esto es lo que viniste buscando… Ah, sí, México romántico, el país de tu esposo. Si él, tan bello, tan poético, era así, cómo sería su tierra. La miseria, los andrajos, la enfermedad no son poéticos.
Esa era una parte de México. La otra, la de un país que deja de ser pobre para empezar a ser vulgar, para imitar al tuyo, tampoco… Quedaste capturada. No, no lo afirmo. Quisiera preguntarlo. E Isabel que quiere asustarlos, asombrarlos y Javier que lo cree y la siente ronronear sobre sus rodillas y piensa que en verdad ella apela a una mimesis felina que sería su encanto más considerable, aunque también el más obvio. Y suspira pensando que quizá en otro tiempo esa ternura con la que Isabel cree bastarse a sí misma y bastar a un amante le hubiese bastado a él. La pobrecita no se da cuenta. “No sabe quién soy”.
– Creerá que no escucho su llanto -hablabas para ti-. Qué mal disimula. Por más que lo sofoque. No sé qué entiende esa muchacha. Y Javier me roza la nuca con los dedos. Quiere que voltee. No lo haré. Seguiré mirando hacia adelante, me dejaré hipnotizar por la raya blanca que divide el tráfico de la carretera. Sé que me acaricia para que voltee, para que descubra allí atrás a Isabel, recostada o abrazada a él, o besándolo, débil y joven, joven y manejada por él, joven con la perversidad intuitiva de la inocencia, otra: Isabel. Javier quiere que yo vea a Isabel rendida. Me fijaré en eso, en la cinta blanca que divide el tráfico y advierte que quien se atreva a cruzarla en sentido prohibido, se expone a un accidente, a la muerte misma; eso podría absorberme. Eso no termina hasta que lleguemos al mar.
– ¿Una galleta, Franz?
Ofreciste el paquete.
– ¿Quieres una galleta, Franz?
Franz negó con la cabeza. La galleta crujió en tu boca.
En seguida ofreciste el paquete a los que viajaban atrás;
– Perdón, Isabel. Debí haberte ofrecido antes. How foolish of me. ¿Javier?
– ¿De qué son?
– Creo que de coco. No tengas miedo. Son de Sanborn’s. Para estómagos gringos.
Reíste, mostraste el paquete.