Any time at all, any time at all
cantó Isabel y frenó abruptamente, con los ojos cerrados, sudando, frente a un muro de adobe con caliche descascarado donde un niño de dos años, desnudo, se revolcaba con un perro sarnoso y lloraba y reía sin cesar.
Gritaste, Elizabeth, gritaste como si hubieras parido:
– ¡No quiero este terror! ¡No aguanto más el terror de esta gente!
y abriste la puerta del coche y bajaste y corriste hasta donde estaba el niño y lo tomaste en brazos y el niño dejó de llorar y de reír, como si te reconociera y tú lo levantaste, como si lo mostraras, dragona, al sol más que a tus tres compañeros de viaje: Isabel con los ojos cerrados y Javier con los ojos abiertos y Franz sereno, fumando un cigarrillo.
– ¿Estáis ahí, Javier? Prende la luz. No encuentro la cama. Quiero descansar. ¿No me oyes? ¿No quieres saber la verdad? Esa otra historia, no la soñada, la verdadera, ¿cuándo fue? ¿Hace un año? ¿Un año y medio? Me dijiste, mientras te rasurabas, que la dirección era Sierra Paracaima 1270. A las diez de la noche. ¿Quién daba la fiesta? No importaba. No conoceríamos a nadie. Pero era importante para tu trabajo que asistiéramos. Yo estaba allí a las diez. No conocía a nadie. Sólo a Vasco. ¿Recuerdas a Vasco, cuando regresó de España? Ha envejecido. Ha perdido las formas, eso es. Como si un vaso, no sé, se quedara de repente sin bordes. De repente miras a alguien a quien has dejado de ver durante quince años. No lo reconoces.
Luego ves, dragona, íntegra, la figura perdida, más real a través de la muralla de piel gastada, carne fofa, canas y calvicie que la esconden. Y después sólo la presencia actual, el hombre que ha perdido su forma, que ha olvidado su propia geometría: la línea de la quijada de Vasco Montero, que antes se recortaba tanto, siempre tostada por el sol, que cerraba y confirmaba todos los ángulos delgados y precisos de su nariz y su boca, sus cejas y su frente. Toda esa figura angular permanecía de alguna manera, pero su base, la quijada, las mejillas, se habían derrumbado, hinchado, resquebrajado en bolsas cuidadosamente afeitadas, lisas, pálidas, harinosas.
– Vasco no me saludó. No sé si me reconoció. Sí, sí me reconoció. Me reconoció porque yo no he cambiado casi, ¿verdad? Me he preocupado tanto por mantenerme esbelta; las fotos no mienten; habrá cambios de modas, de peinados, de maquillajes, pero yo me veo igual hoy que en las fotos de hace veinte años. No. No me reconoció. No puede imaginar que yo sea la misma. Sure. Debe esperar algún cambio tan grande como el suyo, y al no encontrarlo no cree que yo pueda ser la misma. Javier, ¿cómo nos miran los demás, cómo? No, no podemos soportar que los otros dejen de vernos quince años y luego nos descubran. Yo he vivido conmigo. ¿Por qué me mira así…?
¿Sin reconocerte, reconociéndote, ese hombre que posee la distancia de veinte años para juzgarte y decirte que no eres la misma?
– Tú no llegabas. Pasamos a cenar. Entré sola al comedor, con mi bolsa entre las manos. Ya no vi a Vasco. No me atreví a buscarlo. El buffet estaba servido sobre una mesa larga, frente al jardín iluminado. Me serví lo de siempre, tú sabes: raviolis, pollo almendrado, jamón con pina. Nadie me hablaba. Nadie me reconocía. Regresé sola al salón y me senté en un puff. Vi pasar frente a mí a algunas personas conocidas, de esas que ocupan las páginas sociales de los periódicos, ofrecen tés, reciben showers o aparecen en un velero en Acapulco. Jaime Ceballos y su esposa la hija del banquero Regules, que fueron los que seleccionaron los discos y apagaron las luces para bailar. Pedro Caseaux, el jugador de polo, con una chiquilla muda al brazo. Charlotte García, ¿la recuerdas?, la famosa anfitriona del set internacional, con su eterno Bobó, los dos un par de momias, como si Lotte Lenya hubiera aparecido del brazo de Peter Lorre. Nuestro anfitrión, Reynaldo Padilla, el heredero de los negocios de Artemio Cruz, ¿recuerdas?, cuando el viejo aquel murió hace seis o siete años y los periódicos sólo hablaron de él durante quince días o un mes; ¿recuerdas cómo nos reímos leyendo esos elogios postmorten? Cualquiera hubiera dicho que aquel viejito millonario era un héroe de la nación y una figura mundial. Y me di cuenta, sentada sola y comiendo el pollo almendrado: me enviaste sola, no llegabas, sabías que no conocería a nadie en esta fiesta, para que pensara en ti. Que tenerte a ti era algo, algo más que la soledad en esta tierra extraña. Yo extranjera siempre, después de tantos años. Yo aislada de estas personas que estaban hablando de cosas que no me importaban. Sus criados, sus hijos, sus curas. Yo irritada con la grosería de estos mexicanos que no se acercaban a hablarme, que no sabían de dónde venía, que nunca me habían visto en sus clubes o casas de playa. Yo trataba de reírme de ellos, Javier, de su estúpida seguridad de ser el centro del mundo. Yo pensaba que Vasco no podía reconocerme porque también los años habían pasado por mi espejo, ja. Y tú llegaste. Sólo entonces me fijé en la oscuridad y la gente que bailaba mientras Judy Garland cantaba Alone y tú me tendías la mano en la oscuridad y me llevabas a bailar y me tocabas como si me acabaras de conocer. Como si yo fuera, otra vez, la extraña. Una mujer por conquistar. Una mujer nueva. Una mujer por descubrir. Mientras yo, mi amor, me dejaba acariciar y te devolvía las caricias porque eras Javier, porque te había amado y habíamos vivido tantos años juntos. Rechacé, estremecida, la novedad; cuando me tocaste esa noche como si lo hicieras por primera vez, sentí asco y desolación; quería ser lo acostumbrado, ¿me oyes?, ¿me entiendes?, y no lo excepcional. ¿Me rendiste? Porque eras todo mío y lo dejé todo por ti. Dejé mi hogar, mi tierra, para seguirte, Javier: por eso te acariciaba ahora, porque eras el de siempre, mientras tú me tocabas porque querías desconocerme. Y yo sólo quería volver a sentir, como antes, que todo valía la pena con tal de estar a tu lado. Tú mismo, tú, con tu identidad, ahora, en mis brazos, tú, Javier, tú, tú, eras el alivio que necesitaba en esta horrenda fiesta, no tú disfrazado del hombre que pudo enamorarse de mí en ese instante. Tú saldrías a buscar tu alivio en una novedad que esta noche era yo, una mujer nueva descubierta en la oscuridad. Sí, te entiendo, perdona que termine nuestro juego: me acariciabas porque era otra, no Elizabeth Jonas, nacida en Nueva York hace cuarenta y dos años, sino otra mujer que hubieras querido descubrir y amar por primera vez esa noche. ¿Te jode? Oh, cómo me tocabas, Javier, cómo llegaba tu mano a mis muslos, cómo rozabas tu mejilla contra la mía, cómo me mordisqueabas el pelo, cómo buscabas en la oscuridad el calor de mi brazo apretado contra el costado, la punta de mi pezón debajo del vestido sin mangas: no me engañes más, cómo te creías hombre, machito, porque salías a buscar a otra, a imaginar a Ligeia encerrada en su apartamento con un bestseller sobre las rodillas, cómo imaginabas mi vida sin peligros y la tuya expuesta a un azar, oh, Javier, Javier, Javier, mil veces preferiría salir a una guerra que dar a luz una sola vez… ¿Cuándo se podrá ser mujer y no sentir todo esto? No. No. Perdón. No quise decir eso. Me cuelgo a ti. Sí. Me abrazo a tu pecho, Javier. Tienes razón: sólo te tengo a ti. No tengo hogar. No tengo tierra. No tengo padres ni hermano. Haré tu juego. Beberé contigo. Bailaré contigo. Está bien. Trataré de adivinar qué juegos estamos jugando, qué drama estamos repitiendo, como tantas otras veces. Ésa ha sido nuestra vida, ¿no? Yo la escogí, ¿no? Ja, ja, ja; para eso hemos leído tanto, tú y yo.