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Kamilla y Maher y a veces Hanna que gustaba de ayudarlos, hacían lo imposible por tener bien pulidos los instrumentos de trabajo del profesor que, en medio de su espiritualidad sin justificaciones, descendía a un minucioso cuidado de las cuentas y a una permanente discusión con Kamilla sobre el destino de las coronas ganadas en cinco clases diarias, catorce horas de trabajo, siete alumnos por día y tres botas de pivo al finalizar la jornada; se defendía aduciendo que la cerveza era buena para quien pasaba sus días y se ganaba el pan trabajando con los instrumentos de viento clásicos, la flauta, el oboe, el clarinete y el bajo. Franz y Hanna, tomados de la mano, sabían que la hora de la cerveza era el tiempo de las historias y que para Maher recordar el origen de sus instrumentos era como para otros hombres rememorar gestas, genealogías y amores. El oboe -decía acariciando el instrumento- nació en la corte de Luis XIV -oboe, hautbois- y cuando Lully fue nombrado superintendente de la música de cámara real, introdujo la moda italiana y poco a poco fue desplazando los conciertos del aire libre a las salas palaciegas, convirtiendo la música menos en un ruido de fondo para ceremonias públicas y más en un entretenimiento íntimo, a puerta cerrada. Los músicos de la Écurie du Roy se pusieron a tono y de esta intención de refinamiento nació el oboe, inventado por Jean Hotteterre y Michel Philidor. Nada entusiasmaba más a Maher que este recuerdo de los orígenes, y por su conversación fluían, con una caricia de la voz, los nombres del clarinete inventado por Denner en Nuremberg y descubierto por Mozart gracias a los músicos de Mannheim. El oboe de caccia y el oboe d’amore de Bach, y el instrumento árabe, el laúd, fabricado por los artesanos alemanes de Bolonia, los Maler, Hans Frei y Nikola Sconvelt, primero, y más tarde por los alemanes de Padua -Hartung-, de Venecia -Magno Dieffopruchar- y Roma -Buechenberg. ¡Esa atracción germana hacia el sol!

Kamilla servía los knedlik cubiertos de una espesa salsa de mostaza y Maher, entre bocado y bocado, describía y rememoraba, como si él mismo hubiese entrado a una sala feudal en la que, en un solo círculo, se reunían la viola, el rabel, la cítola, el laúd, el mediocaño, el salterio, el arpa, el tambor, las trompetas, los cornos, el címbalo, las campanas, el adufe, la flauta bohemia y los flajos de saus, la fístula y la flauta pandeana, la corneta alemana y las diversas gaitas medievales: la cornemuse, la chevrette y la muse de blef. Y Hanna, sonriendo, seguía el texto de Guillaume de Machaut mientras Maher lo repetía de memoria y terminaba con las palabras: “Y ciertamente, me parece que semejante melodía nunca fue vista o escuchada…”

Siguieron viéndose todos los viernes en los conciertos nocturnos del Palacio de Waldjstein, sentados sobre las sillas plegadizas frente a la sala terrena con los ornamentos de stucco y los frescos mitológicos iluminados por reflectores y ellos escuchaban el Requiem alemán de Brahms cada vez más cerca, primero rozándose los hombros, después tomados de las manos, más tarde con el brazo de Franz sobre los hombros de Hanna.

– ¿No tienes frío?

– No, no. Así estoy muy bien.

Concédeles descanso eterno, Señor, y que la luz perpetua los ilumine. Dos conjuntos de cellos. Divididos por las violas sombrías. El coro en su tono más bajo. Lamento. Pero la voz humana da ya cierta alegría a la tristeza de los instrumentos. Doble tono de las voces. Bajo en los hombres. Alto, más alegre, en las mujeres. Los sonidos brillantes de los violines, los clarinetes y las flautas han sido omitidos. Lamento de los cellos que alargan sus cuerdas para tocar a los otros cellos pero son interrumpidos, separados, por las violas tristes. El anuncio de todo el color tonal del Requiem de Brahms. No se desciende a la tristeza. Se asciende a ella, es un grito sin grito, un lamento ascendente que contiene y esconde su aullido secreto.

– ¿Dónde vives?

– En una pensión. Mis padres viven en Zvolen. Antes iba a verlos durante las vacaciones. Pero hay tantas cosas que hacer en Praga en el verano. Creo que comprenden. ¿Y tú?

Avanza la fila melancólica y resignada de los dolientes. Cargan al muerto. Nos llevan al descanso. Los dolientes recuerdan. El arpa irrumpe y rememora. Su tono es el del recuerdo. El recuerdo de la vida dentro de la tristeza. La tensión crece. Los hombres y las mujeres en contrapunto soportan su dolor, lo elevan. Pero el órgano los arrastra nuevamente hacia abajo, les impide recordar, les obliga a estar en la marcha fúnebre dominada por las voces masculinas. Las mujeres repiten la voz de los hombres en un tono que trata de recapturar la vida que huye.

– Me mandarán a Alemania el otoño que viene.

– Ah.

Violas en un combate el dolor. La memoria trata de abrirse paso. Es el filo de la navaja entre la vida y la muerte. Pero no las separa. Se funde. Se confunde. En el coro conjunto, memoria, vida y muerte son una. Y se expresan en la solemnidad de una aceptación digna, sin llanto. La voz más baja y lenta del coro. Sólo las mujeres cantan así. Entran los hombres, con un acento prolongado en sus voces. La marcha se reanuda. El corno anuncia que se habían detenido y los impulsa a seguir la ruta hacia el lugar del reposo. Caminan lentamente, las voces ascienden, para crear la ilusión de una prisa que quiere liquidar el acto del dolor mientras los cuerpos desean prolongarlo.

– No. Los domingos no hay nadie en la pensión. Todas salen de día de campo. Sobre todo ahora, en el verano.

– Hanna.

El arpa los invita. Descansemos. Recordemos. Un instante. Un reposo. Detengámonos a recordar. La marcha sigue. La muerte ya está aquí. La memoria no puede sustituir los movimientos rítmicos de un corazón, el sudor de una mano, el parpadeo de unos ojos. Los violines y las violas, en su altura más quebradiza, acompañan a los grupos dolientes, se multiplican, al fin asisten a la conversión inconsciente de la marcha en danza.

– ¡Hanna! ¡Detente! ¡Hanna! ¡Espérame! ¿Qué te pasa?

– No, no te fijes; no es nada; no, estoy contenta, de veras; no creas; es que me fatigó la carrera. Sígueme. ¡Alcánzame!

– ¡Hanna!

– De veras, es sólo el viento; siempre me pasa lo mismo. Me saca las lágrimas. ¡Alcánzame! ¡Ven!

Las voces de las mujeres que se separan del cortejo y mueven, ondulan los brazos en alto. La sordina adelgaza y abrillanta el poder de todos los instrumentos. Una alegría espectral conduce, con los ojos cerrados, a los seres del rito funeral. La danza y el cortejo avanzan parejos. Se reconocen. Por un breve instante estalla la alegría. Y al suspenderse, no regresa el tono del dolor. Es otro. Natural. Casi cotidiano. Que los distrae. Que contrasta con el dolor auténtico, como auténtica fue la alegría. Es una fiesta. Todo acto en el que estamos juntos es festivo. Nacimiento. Bodas. Muerte. Fiestas. Todo lo que nos reúne. Todo lo que nos arranca de nosotros mismos. Baile. Duelo. Borrachera. Guerra. Fiesta.

– Te amo.

– Habrá tiempo, Hanna, tiempo de sobra. Te lo prometo.

– No hables. Ven.

Una fuga brillante, espectral, alegre, dolorosa. El órgano detiene todo el movimiento. Por un instante tan breve. Sólo un instante. Esto es todo. La danza de la muerte es himno de alegría. Escucha. No dejes de escuchar. Johannes Brahms. Trabajó diez años en esta columna de voces y tonos. Esta guirnalda sin tacto. Ein Deutsches Requiem. Encontró el título en un cuaderno olvidado de su maestro, Robert Schumann. Casi un pizicatto. Muere. Termina. Los danzantes regresan al cortejo. Silencio de las voces. El corno. La marcha. El lamento. Una intención de recapturar la danza.