Hay todo ese mundo minúsculo, en el que Javier quería fijar la atención, Elizabeth. Aquello está lleno de hormigas y empezó a seguirlas; su ruta a lo largo de la isla eran las hormigas que se habían posesionado de Delos y acarreaban minúsculos trozos de mármol; eso le fascinó, ver que las hormigas se llevaban cargado, poco a poco, y a lo largo de los siglos, el perfil de la casa de Hermes y el del templo de Isis y tú no querías ver eso, dragona, tú te detuviste en la Casa de las Máscaras, fascinada, a tu vez, por el mosaico de Baco que cubre el piso y distrajiste a Javier. Le obligaste a ver lo que explicabas, como si en realidad ese piso oro y negro no estuviese allí: la pantera solemne y vital al mismo tiempo, con una garra levantada y un collar de acantos y el dios sentado sobre ella con una lanza de paz (listones y laureles) en una mano y un espejo en la otra. Cultivando el Narciso, cuatacha. Dionisos andrógino; el busto cubierto, un collar de perlas, el vientre desnudo, las caderas anchas y la túnica enrollada hasta caer sobre el lomo de la pantera. Las hormigas -me contaste-corrían por el ojo amarillo de la bestia, gastándolo, cegándolo, y Javier las siguió sin mirar siquiera las máscaras de mosaico, las alternancias de diablo y ángel de los rostros falsos y salió al debris de columnas y murallas, calles, zócalos, templos, avenidas y pórticos del cual debía nacer la luz de Apolo: las hormigas y el viento, el sol y los cardos habían construido el segundo Delos que tú seguías en su laberinto llano, sin guías, abierto al cielo; el Delos de los rostros perdidos, deslavados, cuando no decapitados. La Isis pagana y sin cabeza en el centro de la simplicidad conmovedora de ese templo de dos columnas y dos contrafuertes sosteniendo el pórtico simétrico; una simplicidad inventada que contrasta con la confusa riqueza de las rocas veteadas y los cardos amarillos sobre los que se levanta el santuario extranjero de ese otro panteón. Los camaleones saltan entre las rocas, pardos como ellas, o se posan sobre las estatuas aisladas, fijas, borradas, de Cleopatra y su marido Dioscúrides, de Artemisa y su venado, de Cibeles y del gran falo solitario, de mármol poroso, erguido y asentado sobre sus testículos gigantescos. El agua se estanca en los hoyancos de las ruinas y en el fondo de las antiguas cisternas y Javier busca esos detalles mientras tú levantas la vista y buscas, lo sé, lo siento, una totalidad visual, sonora, táctil, en este mundo deshabitado, sin ningún apoyo sobreviviente o resurrecto en lo cotidiano. Delos no es un museo, un acarreo de lo antiguo o prestigioso a la exposición contemporánea; tampoco es un punto de contraste que enriquezca una vida ajena a este pasado que, de tenerlo a la mano o incluido en el ritmo moderno -escribió Javier en su libreta- acaso nos consolaría de ciertas carencias; ni siquiera es una ruina que crece al lado de la vida natural, indiferente a estas piedras, de los descendientes marginales que no existen en Delos: pescadores o campesinos. En Delos no hay sino Delos. Lo que el tiempo abandonado y la naturaleza solitaria han hecho de la isla. Nadie está en Delos; Delos es visitada. Y sin embargo, no está muerta, porque en tus ojos empeñados, Elizabeth-Ligeia, esta mañana, en abarcarlo todo, en llevarte para siempre la visión de los montes secos y las rocas desnudas que, como en toda Grecia -dijiste- estos brazos blancos del mármol vinieron a rescatar, junto con el sol y el mar, de una tristeza y una lejanía impenetrables, está ya, también, el afán de crear un espejismo. Tú, dragona, la joven esposa, estás soñando desde la punta del Monte Cynthos y si Javier mira hacia la tierra pedregosa tú levantas la mirada con el espejismo y el sueño y la abstracción en tu mirada e invades a Javier, le impides anclarse en los detalles. Lado a lado, su pantalón roza tu falda y quieres arrastrarlo a esa mentira suficiente, que nos consuela y paraliza.
– ¿Creíste que fue más tarde? No, allí, allí, allí…
…descendiendo entre las piedras, atraídos por el punto más lejano y hermoso de la isla al que se acercaban, esta mañana de septiembre, sudando, desamparados bajo el sol, con un miedo idéntico. Él quería, tomado de tu mano, ofrecerte una respuesta, pero tus preguntas, esa tarde, después de que regresaron a Míconos, sin hablar, en el meltemi zarandeado por el Egeo que empezaba a perder la serenidad del verano e hinchaba las velas de lona remendada, no se lo permitieron.
– ¿De qué seguridad te hiciste, Ligeia, en las ruinas de Delos, para transformar tu sueño en un acoso mientras comíamos en el restaurante del muelle?
– ¿Te queda un minuto libre para mí?
Y después de beber el café turco pagaron y se levantaron y caminaron con paso parejo por la Matoyannia y sus altas escaleras enjalbegadas, con las pasarelas de madera pintada, que conducen directamente de la calle de adoquines a la planta alta.
– Pero no sabes fingir muy bien, mi amor.
Y esos hombres mal afeitados, con las camisas blancas y los gorros viejos, pasan con los burros cargados de canastas y ofrecen las uvas, los higos, los tomates, las calabazas cuando ustedes pasan al lado de Alefcandra donde las casas blancas caen con sus faldas mugosas al golfo y muestran sus pilotes de madera carcomida, verdosa, invadida de carambujos como el fondo de una nave.
– No logras ocultar que finges, que tu cansancio es fingido…
Y Javier levanta la mirada hacia los palomares del monte y luego encuentra frente a él la iglesia de Paraportiani, el castillo de arena de la infancia, de las vacaciones prometidas por Raúl y Ofelia, convertido en santuario blanco, sin aristas, acariciado, más que construido, con dos manos y dejado a cristalizar bajo el sol y a deformarse por el embate de unas olas de agua dura y blanca.