– Dame fuego -le dijo Javier a Franz.
Javier dijo que era una sola serpiente.
– Sí -contestó Franz. Permaneció con el fósforo encendido entre los dedos. El fósforo le quemó los dedos. Franz lo arrojó con un gesto de sorpresa.
Javier dijo:
– Perdón.
Franz sonrió. Encendió otro fósforo. Lo acercó al cigarrillo de Javier.
– Gracias.
– De nada.
Franz se guardó los fósforos en la bolsa del saco de pana. Javier señaló el tono amarillo desteñido que servía de fondo, en los meandros del friso, a la articulación en relieve de Quetzalcóatl. Isabel se colocó el sombrero de paja sobre la cabeza y lo amarró bajo la barbilla con una pañoleta de gasa anaranjada. Se detuvo frente a unos pies calzados con coturnos, pies truncos separados del cuerpo. Rió. Se separó, corrió por la altura del templo, gritó:
– ¡Vamos jugando unos encantados!
Franz también rió, corrió detrás de Isabel, le tocó el hombro. Isabel permaneció rígida. Javier caminó hacia ella.
– Tócame, Javier… Desencántame… Por favor… Tócame.
– Primero -dijo Javier, barroquizando- recuerda que ella tiene el rostro cubierto por una máscara de esqueleto y él te espera rodeado de búhos y arañas y a su lado está su mujer con un rostro vivo debajo de la máscara de la muerte. Una bruja descompuesta ríe a su lado, celebra la representación y se ha pintado el rostro rojo con pintura blanca.
O.K. Javier besó a Isabel. Isabel abrazó el cuello de Javier, lo retuvo, y él cerró los ojos.
– No, no te separes.
Franz, fumando, los miró besarse.
Se besaron. Franz siguió mirando.
Se separaron del beso. Te juro que lo miraron con un orgullo frío. A Franz, que los había estado observando, fumando.
Te vieron, desde lo alto, alejarte lentamente hacia el juego de pelota.
Los tres bajaron por la escalinata. Javier se detuvo, trazó en el aire las circunvoluciones de la serpiente.
– ¿Nos hablas? -sonrió Isabel y torció los labios.
– Sí -dijo Javier.
– ¿Nos hablas a nosotros, Javier? -repitió Isabel.
– Sí, sí.
Isabel sonrió y lo miró fijamente, sin dejar de sonreír.
– Si te entiendo, tonto.
Acarició la mano de Javier.
– Sí -sonrió Javier y se pasó las manos por los plisados de la guayabera-. Perchè sí fuggo questo chiaro inganno?
Y cuando bajó la mirada para ver el pavimento se dijo que la mañana iba a ser caliente. Acaba de dejar, atrás, la puerta de cristales giratorios de la oficina y ahora pasa frente a este puesto y se detiene y mira primero esas frutas. Después se acerca y las toca con las puntas de los dedos, las acaricia y huele el olor de la papaya rebanada, de la cual se desprende un racimo de pepitas negras y ve cómo abren los puesteros, con un tajo de machete, la corteza dura de las sandías y cómo los perros mordisquean las cáscaras de naranja usadas. Los líquidos corren de la mesa de tablones al suelo polvoso del mercado, donde están, en cuclillas, las placeras, con sus caras inmóviles y arrugadas, gritándole “marchante”. Marchante no. Se lleva la mano a la bolsa interior del saco de gabardina gris que esta mañana, antes de salir del apartamento, escogió porque en el periódico decía que iba a ser un día muy caluroso y marzo en la ciudad de México puede ser más que caluroso, seco, reseco, sin que pueda pensarse que un solo jugo se desprenda, así sea entrando al corazón invisible, de un árbol o una planta. Quizá por eso ha salido de la oficina y camina por el mercado, donde existe la prueba contraria y las sandías, las papayas y las naranjas se defienden de la evaporación general de la ciudad de polvo. El carnet de piel roja lo confirma con las letras de imprenta, la fotografía debidamente sellada y la escritura engalanada, de oficio, de gran ocasión. El portador es funcionario del centro de estudios tales y cuales de la Comisión Económica para América Latina de la Organización de las Naciones Unidas: un cubículo detrás de ventanas teñidas, verdinegras, por donde no puede colarse la resolana, un escritorio gris, de acero, con sus montones de documentos en papel revolución y sus informes impresos con tipos Bodoni de ocho y diez puntos y veinticuatro cuadratines y su Carta de las Naciones bien manoseada, llena de huellas digitales como si él pudiera dejar su sello personal impreso en la constitución mundial y la fotografía de Dag Hammarskjold clavada a la pared, enmarcada en paspartú y cuatro costados de madera barnizada y el sillón giratorio con respaldo y asiento de cuero negro y los brazos de alguna sustancia niquelada, no sabe cuál. Se guarda el carnet en la bolsa interior del saco, cerca del corazón: detiene la mano junto a donde cree tener el corazón. Concentra la sensibilidad en dos dedos que podrían informarle con relativa certeza si ese corazón está latiendo regularmente y el cuello de la camisa -Arrow, tipo Gordon, o sea tela Oxford, azul, tamaño quince y medio, treinta y tres de mangas, cuello abotonado- ya escurre esas gotas de sudor seco hacia adentro, hacia el cuello de piel que le tiembla inmediatamente al acercar los dedos y probar, sí, que en esta mañana de calor ese sudor suyo, seco, retenido, junto con el aire invisible, infectado de miasmas industriales, le dibujará un círculo oscuro en el cuello y en los puños de la camisa y no tendrá oportunidad de regresar al apartamento y cambiarse para ir al cóctel de esa embajada esta noche pero ahora ha salido, sin dar aviso, de la oficina, ha dejado la mesa en desorden y ha tomado el ascensor Otis, automático, que huele a cromio y cuero, para descender los tres pisos y salir a la calle. Y ahora le gritan “marchante” y le ofrecen los manojos de hierbas y chiles secos. Él avanza, sin mirar hacia atrás, imaginando siempre, sin saber por qué, que va por una playa -sí, le gusta comparar las calles de la ciudad con una playa con galerías, con cortinas y ventanas, una playa sin mar a la vista- y temiendo voltear y encontrar que sus pies no dejan huella en la arena del pavimento. Teme eso. Es lo primero que, conscientemente, teme esta mañana, porque huyó de la oficina sin saber por qué y el corazón que hace un minuto parecía no latir empieza, ahora, a hacerse presente con una fuerza alarmante, a desplazarse de ese centro imaginado a otro, en el plexo solar, desde donde irradia una vida vegetativa que este quinto cigarrillo de la mañana, seguramente, ha despertado de su pesadilla secreta, ha dejado de mantener escondida, en su acción paralela pero sumisa, donde un temor o un anhelo, que pueden ser lo mismo, son sofocados pero lanzados a esa circulación inconsciente del sistema nervioso que ahora pide ser tomado en cuenta, irritado, alejado del cuerpo que dice contenerlo. Javier teme imaginarlo porque le obliga a pensar que sus nervios están irritados, enfermos, tensos y, más aún, que en otro lugar secreto de este cuerpo, en el cerebro, hay una amígdala que bastaría rozar, punzar, excitar, adormecer, para que él perdiera el rastro de libertad que le va quedando y reaccionara, como un perro de Pavlov, con el terror, la sumisión, la furia, la sensibilidad o el embrutecimiento que otra mano, armada de una pluma de pollo, o un punzón de acero, quisiera comunicarle para dominarlo sin necesidad de las ideas adquiridas o la sensualidad primitiva de una personalidad separada y construida a lo largo de tantos años dispares y nones. Teme recordar su sueño recurrente, un sueño que podría ser, si el hecho de estar despierto no le permitiese dudar, un sueño de miedo al mar, sólo eso: miedo de acercarse al mar, entrar, morir ahogado con una especie de inconsciencia alegre, de abandono; no moverá los brazos ni las piernas, no necesitará un lastre; entrará al mar y no opondrá resistencia al embate de las olas, a la succión de la arena negra: dejará que el agua y la arena lo arrastren, lo vuelquen, lo envuelvan… Se dice que ése es un miedo imaginario, pero no esta taquicardia sorpresiva que sería soportable si sólo fuese eso y se limitara a sí misma, si no desencadenara un sudor frío en las manos, un peso insoportable en las rodillas y un mareo que sólo puede resolver apoyando las manos contra un poste verde y observando el cilindro apagado de la luz neón. Si cerrara los ojos. No, entonces un segundo universo de luces burlonas, severas, fugaces, ilocalizables, entraría a suplantar éste de ruidos insoportables, agudos, de gritos destemplados de la muchedumbre que camina entre los puestos, levanta los pollos muertos del cuello pelado, pesa en las palmas de las manos las patas de cerdo, husmea los quesos blancos, discute los precios, suena las matracas y los pitos, ensarta las monedas de veinte centavos en las sinfonolas, frota el tomillo entre las manos, destapa las botellas de cerveza. Quiere encontrar un fondo silencioso en sí mismo y sabe que no existe: ese claustro donde nada se puede escuchar, ni siquiera su propia voz mientras se relata esa muerte en el sueño del mar. Tiene que mirar de frente todo esto. Para esto salió de su casa, temprano, nervioso, a la oficina, y de la oficina a la calle, seguro de que sólo caminando por las calles de la ciudad, moviendo las piernas, mirando sin pensar las calles, las casas, las gentes, podría pasar bien este día, olvidarlo todo, calmarse. Y ahora es la acidez la que asciende y desciende por el esófago y, abajo, empieza a quemar, primero el vacío imaginado de un estómago tierno, en seguida los laberintos irritados que en las radiografías muestran claramente un zigzag de espasmos continuos a la altura del colon, y, arriba, demuestra que no es sólo un movimiento tenso y caprichoso, sino una sustancia amarga que se detiene en la glotis y llena de los sabores de monedas viejas el paladar y la lengua blancuzcos, pedregosos, tapizados de placas blancas. Se aleja del mercado. Levanta la mirada hacia ese cielo azul pero sucio, temblando con su rostro de tolvanera inminente. Salió de la oficina sin pedir permiso, sin dejar dicho a dónde se dirigía, a qué hora regresaría. Pasa lentamente al lado de las vitrinas de los comercios, no mira esos vidrios donde la luz se refleja, ciega, e impide ver las muestras de zapatos de charol, cuero de cocodrilo, ante, estambre, a menos que decida mirar, como lo hace, fruncir el ceño y pegar los ojos a los cristales, distinguir esas camisas de manga corta decoradas con listas de color y grecas alrededor del cuello, las camisas blancas de vestir, con sus cuellos anchos y su etiqueta asegurando que no se encogen al ser lavadas, las playeras de cuello redondo, dobladas, amarillas de tanto estar expuestas al sol, prendidas con alfileres: detrás, distingue esos maniquís sonrientes, barnizados, con su pelo rubio de madera y sus ojos negros, pintados, y los dientes blancos, que sostienen las chamarras de cuero y cuello de borrego, los sacos de gabardina aceituna, las guayaberas plisadas: ve esos hombres truncos, puro torso, que le sonríen y más adelante, a un paso, sus compañeras con los portabustos de seda negra, las pantaletas de encaje lila, las ligas, las medias exhibidas sobre piernas de cristal mutiladas y se detiene a observar los jamoncillos de almendra y los jugos gástricos redoblan su circulación maldita, quemante, acompañada del dolor reflejo que ya le han advertido no revelerá el sitio de la ulceración sino un eco, lejano o cercano, que para él es la boca del estómago y luego, como si de allí se enviara un mensaje ponzoñoso, una flecha seca y ardiente, detrás, le hiere cerca del hígado que quisiera cubrir con una capa protectora de azúcar si no supiera que el jamoncillo, al darle alimento a esos ácidos devorantes, sulfurosos, le provocará una indigestión nerviosa pues sus intestinos irritados, ese espasmo que ya se anuncia y que nada podrá contener, se negarán a darle un paso tranquilo al dulce, lo agitarán, los agredirán por los cuatro costados, lo bombardearán con los gases que hinchan el vientre duro, tenso, y le asegurará una de dos cosas, el estreñimiento prolongado que luego, porque los laxantes le irritan sobremanera, sólo podrá resolver con la indignidad del supositorio de glicerina que venden en frascos estriados y transparentes de tapa negra o con la lavativa y para eso tiene que solicitar la ayuda de su mujer y tenderse, sin calzones, sobre la cama, cubierta parcialmente por una toalla, y abrir las piernas, y buscar él mismo el ano nervioso y encontrar la manera de relajarlo para que entre elbitoque y sentirá que esa mica dura y negra le penetra equivocadamente, se sale del conducto y le perfora hasta la tráquea donde se refleja la desazón de esa violencia, hasta que siente el líquido tibio que corre hacia el centro de sus entrañas y se angustia, quiere devolverlo y luego se quedará sin flora intestinal y le recordará a su esposa que le compre yogourt -ahora hay con sabor de fresa- y lo guarde en la nevera; o la diarrea ocasional que primero quiere atribuir a una de esas infecciones tan comunes en México, si no supiera que desde niño está bien defendido con sus propias amibas contra las extrañas, con sus propios contracuerpos de esa infección que la leche pasada por baños de yeso y agua, la carne triquinosa, el agua de albañal, el queso aftoso, todos los alimentos afiebrados, las verduras, ofrecen a cada bocado, y toma las pastillas de enterovioformo que, curiosamente, le calman los nervios pero no la diarrea persistente y ahora observa los enjambres de moscas sobre los buñuelos pegajosos, los pirulíes en espiral, las panochas de vainilla y chocolate, los dulces de coco, las cajas de camote de pina, las cajetas con su banda dorada, las pirámides de muéganos, las frutas cristalizadas, las calaveras de azúcar. Entra al expendio vecino, sudando frío. Pide un agua de tamarindo; ve cómo ese hombre gordo, oscuro, de canas azuladas, mete el cucharón en la tinaja de aluminio, remueve el agua parda, vacía el cucharón dentro del vaso azul y opaco, le ofrece la bebida que él acerca a los labios, sabiendo que de esta manera sólo distraerá por un momento el flujo amargo de los jugos gástricos que en seguida redoblarán su embate. Olfatea el vaso, bebe con la boca llena de saliva, excitada por el sabor de esa fruta seca. Pide otro vaso. El hombre gordo se lo da, apoya los codos sobre el mostrador de madera, impregnado de jugos derramados, hinchado de humedad en este día reseco, mira a Javier, sonriendo, beber el agua, le cobra un peso, lo recibe, se lo guarda en el parche de la camisa cuadriculada. Lo mira, le sonríe. Él sale del lugar. No quiere consultar el reloj, pero escucha los silbatazos de las fábricas, aunque no sepa qué hora indiquen. Ahora camina sin mirar las vitrinas. Camina del lado izquierdo de la acera, en vez de seguir el orden de los que llevan su dirección y parecen haber escogido el margen derecho; camina tropezando con las gentes que vienen en dirección contraria a la suya, aprovechando los encuentros para pedir perdón y mirarlos a la cara, tocar sus brazos, obligarlos, quizás, a mirarlo. Toca la cabeza de un niño que agita las canicas y las resorteras que trae metidas en la bolsa del overol -una cabeza de tuna- los hombros dóciles de una mujer con permanente y gafas gruesas que viste una blusa de seda barata cuyo contacto le hace a Javier el mismo efecto que escuchar un cuchillo raspado sobre un plato de metal, toca como un ciego pero ve los ojos, rápidos, sorprendidos, negros, interrogantes, desvalidos, duros, acuciosos, desviados, ve las bocas gruesas, lineales, apretadas, abiertas, que mascan, escupen, toman aire, lo arrojan, se pasan la lengua por las encías, se muerden el labio inferior. Se fruncen. Se ha perdido. Salió de la casa y se perdió porque sólo conocía las coordenadas normales, de la casa en la Calzada del Niño Perdido a la dulcería en la esquina de Colina al parque del Ajusco a la escuela marista en la Avenida Morelos. Se ha perdido. No les importa. Repite eso: él no tiene la menor importancia para ellos. No lo conocen. Puede detenerse, en la mitad de la acera, y sentir su roce sin que ellos sientan el ascenso espeso de los jugos gástricos, el dolor reflejo, punzante, de la boca del estómago, e