ena lo arrastren, lo vuelquen, lo envuelvan… Se dice que ése es un miedo imaginario, pero no esta taquicardia sorpresiva que sería soportable si sólo fuese eso y se limitara a sí misma, si no desencadenara un sudor frío en las manos, un peso insoportable en las rodillas y un mareo que sólo puede resolver apoyando las manos contra un poste verde y observando el cilindro apagado de la luz neón. Si cerrara los ojos. No, entonces un segundo universo de luces burlonas, severas, fugaces, ilocalizables, entraría a suplantar éste de ruidos insoportables, agudos, de gritos destemplados de la muchedumbre que camina entre los puestos, levanta los pollos muertos del cuello pelado, pesa en las palmas de las manos las patas de cerdo, husmea los quesos blancos, discute los precios, suena las matracas y los pitos, ensarta las monedas de veinte centavos en las sinfonolas, frota el tomillo entre las manos, destapa las botellas de cerveza. Quiere encontrar un fondo silencioso en sí mismo y sabe que no existe: ese claustro donde nada se puede escuchar, ni siquiera su propia voz mientras se relata esa muerte en el sueño del mar. Tiene que mirar de frente todo esto. Para esto salió de su casa, temprano, nervioso, a la oficina, y de la oficina a la calle, seguro de que sólo caminando por las calles de la ciudad, moviendo las piernas, mirando sin pensar las calles, las casas, las gentes, podría pasar bien este día, olvidarlo todo, calmarse. Y ahora es la acidez la que asciende y desciende por el esófago y, abajo, empieza a quemar, primero el vacío imaginado de un estómago tierno, en seguida los laberintos irritados que en las radiografías muestran claramente un zigzag de espasmos continuos a la altura del colon, y, arriba, demuestra que no es sólo un movimiento tenso y caprichoso, sino una sustancia amarga que se detiene en la glotis y llena de los sabores de monedas viejas el paladar y la lengua blancuzcos, pedregosos, tapizados de placas blancas. Se aleja del mercado. Levanta la mirada hacia ese cielo azul pero sucio, temblando con su rostro de tolvanera inminente. Salió de la oficina sin pedir permiso, sin dejar dicho a dónde se dirigía, a qué hora regresaría. Pasa lentamente al lado de las vitrinas de los comercios, no mira esos vidrios donde la luz se refleja, ciega, e impide ver las muestras de zapatos de charol, cuero de cocodrilo, ante, estambre, a menos que decida mirar, como lo hace, fruncir el ceño y pegar los ojos a los cristales, distinguir esas camisas de manga corta decoradas con listas de color y grecas alrededor del cuello, las camisas blancas de vestir, con sus cuellos anchos y su etiqueta asegurando que no se encogen al ser lavadas, las playeras de cuello redondo, dobladas, amarillas de tanto estar expuestas al sol, prendidas con alfileres: detrás, distingue esos maniquís sonrientes, barnizados, con su pelo rubio de madera y sus ojos negros, pintados, y los dientes blancos, que sostienen las chamarras de cuero y cuello de borrego, los sacos de gabardina aceituna, las guayaberas plisadas: ve esos hombres truncos, puro torso, que le sonríen y más adelante, a un paso, sus compañeras con los portabustos de seda negra, las pantaletas de encaje lila, las ligas, las medias exhibidas sobre piernas de cristal mutiladas y se detiene a observar los jamoncillos de almendra y los jugos gástricos redoblan su circulación maldita, quemante, acompañada del dolor reflejo que ya le han advertido no revelerá el sitio de la ulceración sino un eco, lejano o cercano, que para él es la boca del estómago y luego, como si de allí se enviara un mensaje ponzoñoso, una flecha seca y ardiente, detrás, le hiere cerca del hígado que quisiera cubrir con una capa protectora de azúcar si no supiera que el jamoncillo, al darle alimento a esos ácidos devorantes, sulfurosos, le provocará una indigestión nerviosa pues sus intestinos irritados, ese espasmo que ya se anuncia y que nada podrá contener, se negarán a darle un paso tranquilo al dulce, lo agitarán, los agredirán por los cuatro costados, lo bombardearán con los gases que hinchan el vientre duro, tenso, y le asegurará una de dos cosas, el estreñimiento prolongado que luego, porque los laxantes le irritan sobremanera, sólo podrá resolver con la indignidad del supositorio de glicerina que venden en frascos estriados y transparentes de tapa negra o con la lavativa y para eso tiene que solicitar la ayuda de su mujer y tenderse, sin calzones, sobre la cama, cubierta parcialmente por una toalla, y abrir las piernas, y buscar él mismo el ano nervioso y encontrar la manera de relajarlo para que entre elbitoque y sentirá que esa mica dura y negra le penetra equivocadamente, se sale del conducto y le perfora hasta la tráquea donde se refleja la desazón de esa violencia, hasta que siente el líquido tibio que corre hacia el centro de sus entrañas y se angustia, quiere devolverlo y luego se quedará sin flora intestinal y le recordará a su esposa que le compre yogourt -ahora hay con sabor de fresa- y lo guarde en la nevera; o la diarrea ocasional que primero quiere atribuir a una de esas infecciones tan comunes en México, si no supiera que desde niño está bien defendido con sus propias amibas contra las extrañas, con sus propios contracuerpos de esa infección que la leche pasada por baños de yeso y agua, la carne triquinosa, el agua de albañal, el queso aftoso, todos los alimentos afiebrados, las verduras, ofrecen a cada bocado, y toma las pastillas de enterovioformo que, curiosamente, le calman los nervios pero no la diarrea persistente y ahora observa los enjambres de moscas sobre los buñuelos pegajosos, los pirulíes en espiral, las panochas de vainilla y chocolate, los dulces de coco, las cajas de camote de pina, las cajetas con su banda dorada, las pirámides de muéganos, las frutas cristalizadas, las calaveras de azúcar. Entra al expendio vecino, sudando frío. Pide un agua de tamarindo; ve cómo ese hombre gordo, oscuro, de canas azuladas, mete el cucharón en la tinaja de aluminio, remueve el agua parda, vacía el cucharón dentro del vaso azul y opaco, le ofrece la bebida que él acerca a los labios, sabiendo que de esta manera sólo distraerá por un momento el flujo amargo de los jugos gástricos que en seguida redoblarán su embate. Olfatea el vaso, bebe con la boca llena de saliva, excitada por el sabor de esa fruta seca. Pide otro vaso. El hombre gordo se lo da, apoya los codos sobre el mostrador de madera, impregnado de jugos derramados, hinchado de humedad en este día reseco, mira a Javier, sonriendo, beber el agua, le cobra un peso, lo recibe, se lo guarda en el parche de la camisa cuadriculada. Lo mira, le sonríe. Él sale del lugar. No quiere consultar el reloj, pero escucha los silbatazos de las fábricas, aunque no sepa qué hora indiquen. Ahora camina sin mirar las vitrinas. Camina del lado izquierdo de la acera, en vez de seguir el orden de los que llevan su dirección y parecen haber escogido el margen derecho; camina tropezando con las gentes que vienen en dirección contraria a la suya, aprovechando los encuentros para pedir perdón y mirarlos a la cara, tocar sus brazos, obligarlos, quizás, a mirarlo. Toca la cabeza de un niño que agita las canicas y las resorteras que trae metidas en la bolsa del overol -una cabeza de tuna- los hombros dóciles de una mujer con permanente y gafas gruesas que viste una blusa de seda barata cuyo contacto le hace a Javier el mismo efecto que escuchar un cuchillo raspado sobre un plato de metal, toca como un ciego pero ve los ojos, rápidos, sorprendidos, negros, interrogantes, desvalidos, duros, acuciosos, desviados, ve las bocas gruesas, lineales, apretadas, abiertas, que mascan, escupen, toman aire, lo arrojan, se pasan la lengua por las encías, se muerden el labio inferior. Se fruncen. Se ha perdido. Salió de la casa y se perdió porque sólo conocía las coordenadas normales, de la casa en la Calzada del Niño Perdido a la dulcería en la esquina de Colina al parque del Ajusco a la escuela marista en la Avenida Morelos. Se ha perdido. No les importa. Repite eso: él no tiene la menor importancia para ellos. No lo conocen. Puede detenerse, en la mitad de la acera, y sentir su roce sin que ellos sientan el ascenso espeso de los jugos gástricos, el dolor reflejo, punzante, de la boca del estómago, el latir desordenado del corazón, el peso muerto de las rodillas, el sudor pegajoso y frío de las manos, la protesta del sistema simpático cuando Javier se atreve a meter la mano en el bolsillo y acariciar el celofán protector de la caja de cigarrillos y el costado lijoso de la de fósforos. No saben quién es, por qué está aquí, dónde vive, con quién trata. Se va a apartar. Va a recargarse contra ese muro de piedra labrada. Va a tocar una palma con la otra: va a sentirla húmeda y ajena, como si quisiera tocar, saludar, excitar a otra persona. Va a guiñar los ojos contra el sol impalpable, deshebrado, líquido de la mañana. Va a darle la espalda a la calle. Entra a ese zaguán abierto, atrancado con piedras, a la oscuridad de la galería que le lleva a un patio desnudo, a una fuente sin agua, llena de papel periódico y envolturas olvidadas. Huele ese hedor insoportable. Alarga la mano. Tira de la cola el cadáver de ese perro amarillo, agusanado, rígido, con la piel llena de costras de sangre coagulada y la boca abierta. Lo suelta y la náusea se mezcla con la acidez y saca la pastilla de Stelabid y la traga con la saliva; se le detiene en la glotis y siente ahogarse; se pone de pie y se pega a sí mismo con la palma de la mano sobre la nuca hasta que la píldora pasa, después de ser devuelta con un sabor amargo, masticada, desintegrada con su mezcla de polvo y celulosa. El perro cae sin ruido sobre el fondo de periódicos y envolturas. Los gusanos se contraen, se estiran, vuelven a acomodarse en la carroña amarilla. Javier cruza los brazos sobre el pecho y quiere interesarse en los ángulos de este palacio abandonado, sí, les restituye su grandeza perdida; lo reconstruye con los arquitectos españoles y los masones indígenas que, durante aquel siglo perdido, aplanaron, quizás, la tierra porosa y húmeda del viejo islote, destruyeron, quizás, el templo de piedra y sepultaron en las aguas de la laguna las reliquias, trajeron en barcazas y en carretas lentas la nueva piedra, rosada, de tezontle, y pusieron las bases nuevas, los nuevos cimientos del solar, levantaron estos muros espesos alrededor del patio embaldosado, muros para aislar la humedad y el calor, y labraron la portada que hoy casi ha desaparecido, cubierta por los anuncios de las tiendas, ese pórtico de piedra dúctil y caprichosa, alegremente desplegada en racimos de uva y emparrados rígidos, sostenida por las patas de león, de tigre, de felino gigante que a su vez sostienen dos columnas bastas, dos tallos gordos para los brazos de la enredadera que los circunda, alcanza la altura, avanza para darse las manos, para encontrarse y sostener la cruz del frontispicio, corona negra, gastada, del marco. Dispusieron la fuente en el centro del patio, y en el centro de la fuente la boca de agua, esos dos tritones escamados, resbalosos, pintados de oro al principio, después legañosos con la humedad, ahora quebrados, secos, con las bocas abiertas llenas de polvo. Hay troneras en lo alto, y un acanalado que debe vestirse por esas gárgolas con las bocas abiertas, cuando llueve, no ahora. Hubo puertas, labradas también, a la entrada y frente a las estancias principales, hoy parceladas, tapiadas, abiertas en portezuelas de vidrio y tablones sobre el patio abandonado. Pero al ver esto, al repetirlo, en realidad está detenido en la imagen de las columnas, los tallos gemelos con la enredadera que se levanta y reúne, como su piel y la imagen melliza, paralela, de la piel, que hemos querido construir sin ella. El fenobarbital lo marea y adormece un poco, pero no le alivia el dolor. Sale a paso lento de este lugar y afuera, como si el simple hecho de haber ingerido la cápsula lo liberara, aun sabiendo que no ha tenido el efecto deseado, saca la cajetilla de la bolsa, se mete el cigarrillo entre los labios, humedece el cabo y sabe que le bastaría con el sabor seco del tabaco, sin necesidad de encenderlo con ese cerillo extraído de la caja de los talismanes, calidad imperial, con el escorpión dorado sobre el campo rojo y detrás el papiro desenrollado con la advertencia. No desconfíes. El recelo, la duda y la sospecha, invitan a la traición. Desconfía de aquel que te aconseja desconfiar. Se guarda las cajetillas en la bolsa. Y le cercan los motores, las radios, las sinfonolas, los chiflidos agudos, ese grito que asciende desde el fondo, rajando la atmósfera mecánica, ese grito que debe ser una mentada o un albur. El automóvil vuelve a arrancar, el disco a rayar. Javier cierra los ojos. Cree haber encontrado un miserable sustituto. Cierra los ojos sólo para escuchar y distinguir las voces y los ruidos, detenido junto a un palacio abandonado, creyendo que las voces disiparán la fuga de luces hinchadas detrás de sus párpados, disparadas desde el fondo del cráneo. Alguien canta y el argamasa se estrella contra los ladrillos. Y un ritmo de serrucho. Un tarareo de música. Un trote de teclas. El vendedor ambulante de estropajos. Los pies arrastrados. Un repique de piezas de dominó. Un suspiro fingido. Un juego ceremonial, infantil. La escoba y un coro de aves en huacal. Abre los ojos y las personas enlutadas salen de una iglesia. Un jorobado da lustre a los zapatos ajenos y saca las botellas y los pomos de una caja entorchada de espejos y cobres. Una cocina familiar con las torres de portaviandas humeantes de pollo hervido, arroz blanco y sopa de garbanzo. La panadería y esa disposición exterior de la variedad: conchas, ojaldras, volcanes, orejas, chilindrinas, corbatas, novias, alamares, cocoles, teleras, campechanas, bolillos, semitas, polvorones. Cruza la calle y entra a la oficina de telégrafos. Apoya los codos contra la plancha fría de mármol y la cabeza entre las manos. Esa lasitud, ahora, quiere ser la compensación de la crisis pasada; esa falsa lasitud de una mezcla de fenobarbital y excipientes que en una hora, o dos, se disipará y lo pondrá al filo, quizás, de una nueva tensión irresuelta, banal, infecunda, de un nuevo temor de muerte súbita, en plena calle -un temor que ahora puede parecerle ridículo, pero que regresará dentro del espasmo, regresará, regresará a presentarle su propia imagen, la cartografía de su rostro sin color, con una barba que seguirá creciendo, como las uñas, como los gases permanecerán, vivos, en el vientre descompuesto sin enterarse que los ojos vidriosos ya no miran, que la boca abierta, bruta, babosa, ya no aspira. Se toca ese espejo oculto detrás de las manos, seco, liso, todavía oloroso a agua de Colonia, ese rostro que reconoce sin ver, palpándolo, casi pesando ese muñón de carne expresiva, sus orificios y sus lisuras, sus accidentes hundidos o protuberantes, sus grasas y ceras y espinillas blancas. Sus pelos. Sus humedades. Apartó las manos. La plancha de mármol estaba llena de formas telegráficas, unas amarillas, planas, mudas, otras arrugadas, desechadas, hechas bola por un puño equivocado, olvidadizo, presa del remordimiento, la duda o la indiferencia final. Empezó a extender los telegramas no enviados. Regresa a casa, todo perdonado. Felicidades madre adorada. Llegaremos camión Acapulco esta noche. Freddy ascendido todos bien besos. Ayer murió papa adoloridos úrgenos tu presencia. Rorra divina cuándo le caes a tu caifán. Necesario ordenes envío inmediato pacas algodón referencia nuestra plática. Extrañándote siento haberte ofendido recuerda noches amor. Niño nació con bien todos contentos. Alicia fuera de peligro. Libro necesitas tesis agotado. Aquí me tienen hecho citadino a toda mother Stop. Y quizás sea cierto que el único placer permanente sea repetirse. Pero si esta vez el sistema vegetativo protesta y se hace consciente en una taquicardia que le adormece las piernas y le agita el torso y se refleja en la excitación del colon y en la proliferación de los gases que a su vez distienden el vientre y precipitan los jugos gástricos sobre la úlcera duodenal, a pesar de todo tendrá que regresar al gabinete de radiología y esperar una hora en la antesala, nervioso, leyendo ejemplares viejos de