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Tomé tu mano, Isabelita, en la confusión de esa galería mal iluminada, para que supieras que ya estaba con ustedes, ahora revelando mi rostro aunque tú, dragona, hincada ante Javier, no te diste cuenta de que ya estaba con ustedes frente al friso de los grillos y sólo Franz, recargado contra él, con los brazos cruzados, inquirió por mí y yo sólo era el heraldo del ruido encajonado, de la música de guitarras eléctricas que avanzaba por los dos extremos de la galería capturada, sin salidas y Javier derrumbado en el polvo, atendido por Elizabeth, no podía entender, y Franz tampoco, tú tampoco, dragona, la música brava, la elegía final de esas voces juveniles que se acercaban, cantando, por las escalinatas gastadas,

The day of wrath,

That day has come, ooh, ooo-ooo-ooooh

And dis-ssss-olves the world in ashes!

Y entraron por los dos extremos de la galería precedidos por el temblor sonoro de su música, por los dos menestreles, el negro con el sombrero de charro y la guitarra eléctrica alejada del tórax, rasgada como un violoncello giratorio, que entró por la derecha, y el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero con la otra guitarra abrazada, muy cerca del pecho, por la izquierda

Man! What a terror!

Man! When the judge shall come!

y detrás de ellos, los demás; detrás del negro, la muchacha vestida toda de negro; detrás del blanco, la muchacha con los ojos escondidos detrás de los espejuelos Audrey Hepburn, el sombrero Greta Garbo de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas y el rostro pintado con los tintes pálidos que hacían desaparecer las facciones: boca y anteojos, nada más,

Pop your eyes, death and nature,

Let creation rise and shake…

Y entre todos se abrió paso el joven vestido con saco de tweed y pantalones grises, al que seguía el joven rubio y barbado con pantalones de pana y sandalias,

What did David tell the Sibyl?:

Gonna be no get-away…

Llegaron los Monjes al corazón de la pirámide y al pasar apretaron mi brazo y besaron a Isabel y rodearon a Franz y Ligeia siguió hincada, sin entender, junto a Javier que estaba desmayado o birolo o más fruncido que un drácula a la luz del día, yo qué sé.

Rodearon a Franz.

Y rasgaron finalmente las guitarras, estremecidos y helados, girando las caderas y agitando las melenas, hasta el clímax:

For oh, oh, that day has come,

Gonna be no get-away.

Callaron.

Franz estaba aplastado contra el friso de los chapulines y los Monjes lo rodeaban y estrechaban el círculo con esos movimientos de gato, de semilla encontrada, de movimiento puro hacia los núcleos de alguna nueva totalidad reservada en el peligro, la vida, la muerte o cualquier otra negación anterior, cualquier otro secreto o prohibición anterior a ellos.

Cuando me buscaron y nos pusimos de acuerdo en todo esto, Isabel los llevó a mi casa y los seis se posesionaron en seguida, como si siempre hubieran vivido allí, sobre los tapetes medio tatemados por mis colillas, contra esos muros que otro día fueron azules y añiles. Las copas de tequila hicieron más rodelas en la mesa baja -bueno, también es mesa de trabajo, camaradas- y cuadrada y los cigarrillos -descubrieron, llegando a México, los Faros y algunos, me huelo que el negro y la muchacha pálida, ya le atizaban a la mota- descansaron o murieron aplastados en mis vasijas olmecas. Se pasaron toda una tarde allí, intensos y reposados al mismo tiempo, y primero me preguntaron y les dije en dos patadas, escribo un poco, a veces salgo a manejar un taxi para desorientarme, para recuperar contactos, y así conocí a Elizabeth y Javier. Me sonrojé: tengo algunas rentas, ¿eh?… y todos se rieron porque nadie es beatnik o vietnik sin una familia burguesa y madura que pague los vasos rotos y los ratos vacíos.

Me preguntaron si estaba de acuerdo y dije que a ver, en principio sí, pero como no tenía las razones que algunos de ellos podrían tener, quería que me convencieran, no para la acción, pues yo sería una especie de Virgilio presente y de Narrador futuro, yo no sería, finalmente, activo, sino para enterarme y tener los cabos en la mano y poder garabatear unas cuartillas con letra de mosca. Vaya consolación. Vaya desolación. En realidad, me dio gusto tenerlos allí, en mi caserón medio desnudo, viejo granero de un convento abandonado desde la expulsión de los Jesuitas (?) allá por el siglo xviii (!), tan completamente olvidado que mis incursiones originales, cada vez más audaces, pudieron al fin convertirse en habitaciones permanentes. Ellos también debieron -me imagino- trepar con pena la cerca de nopales podridos, caer de bruces sobre el basurero colectivo en el que los pobres ciudadanos del barrio han transformado lo que, con verdadero sentido de la propiedad, debía ser mi jardín, y llegar a la cáscara escondida entre crecidos arbustos y lánguidas ramas de heno.