Y así, pensé, es como sucedería por todas partes. La población del mundo se haría nómada, vagando de un lugar a otro tratando de encontrar un lugar mejor, cuando no lo había. Primero, se unirían en grupos familiares, y más tarde, quizás, en tribus. Eventualmente, muchos de ellos serían llevados a zonas de reserva, o denominados lugares de reserva, como la única medida que podían tomar los gobiernos para ayudarles. Pero, hasta el final, habría vagabundos, luchando por un techo, por un resto de comida. Para comenzar, en la primera expresión de enloquecida ira, podrían tomar por asalto cualquier clase de albergue; sus propias casas o las de otros. En un comienzo, lucharían por el alimento, lo robarían y lo atesorarían. Pero los seres de otro mundo incendiarían las casas o las destruirían de otra manera. Las destruirán como propietarios con derecho a ello y muy poco se podría hacer para evitarlo, ya que lo harían ocultamente. Pero los seres extraterrenales salvarían su conciencia social porque ellos habían considerado que era legal y los incendios continuarían. Y no había forma de luchar contra ellos, o, por lo menos, algún método que se encontrara de inmediato. Porque no se puede luchar contra los Atwood, no se puede luchar contra bolas de bolera. Solamente se les podía odiar. Serían muy difíciles de atrapar y muy difíciles de matar, y tendrían esos agujeros que comunicaban con otros mundos para poderse escapar.
Llegaría un momento en que no habría casas, no habría alimentos; sin embargo, el Hombre quizás permanecería, a pesar de todo. Pero en donde antes había habido mil hombres, ahora solamente habría uno, y cuando llegara ese día los seres extraterrenales habrían ganado una batalla que jamás se habría dado. El Hombre se transformaría en un continuo y forzado cesante sobre el propio planeta que antes había poseído.
—Señor — dijo el hombre —, no sé su nombre.
—Me llamo Graves — dije.
—Está bien, Graves, ¿cuál es su respuesta? ¿Qué debemos hacer?
—Lo que debiera haber hecho desde el comienzo — dije —. Penetraremos en esa casa. Usted y su familia dormirán bajo un techo, tendrán un lugar donde hacerse la comida, tendrán una sala de baño propia.
—¡Pero entrar sin permiso! — expresó.
Y allí estaba todo, pensé. Aun frente a la desesperación, el hombre aún respetaba la ley de propiedad. No se roba, no se penetra en una casa sin permiso, no se toca algo que pertenece a otra persona. Y era esto mismo lo que nos había traído a esta situación. Eran estas leyes tan veneradas que aún las obedecíamos, aunque se hubieran convertido en trampas que nos impedirían hasta el derecho de nacer.
—Usted necesita encontrar un lugar para que duerman sus chicos — dije —. Necesita un lugar donde afeitarse.
—Pero llegará alguien y…
—Si llega alguien — dije — y trata de echarle de aquí, use un arma contra ellos.
—No tengo un arma — dijo.
—Cómprese una, entonces — le repliqué —. Lo primero que debe hacer en la mañana.
Y yo estaba sorprendido por la forma suave y fácil con que había pasado de un ciudadano respetuoso de las leyes hacia otro hombre, muy dispuesto a hacer otras leyes y mantenerlas o morir por ellas.
CAPITULO XXIX
Los rayos del sol se colaban por entre las secciones de las persianas venecianas, iluminando el silencio, la calidez y comodidad de una habitación que no pude ubicar de inmediato.
Estuve con los ojos abiertos durante unos momentos, sin pensar, sin imaginar, haciendo nada, solamente contento de estar allí. Estaba la luz del sol y el silencio y la suavidad de la cama y un débil aroma a perfume.
Y ese perfume era el que utilizaba Joy.
—¡Joy! — exclamé súbitamente, sentándome en la cama, porque ahora lo recordaba todo: la noche y la lluvia y todo lo que había sucedido.
La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba abierta, pero no se escuchaba a nadie.
—¡Joy! — grité, saltando fuera de la cama.
El suelo estaba frío al poner los pies sobre él, y la brisa era un poco helada al pasar a través de la ventana entreabierta.
Llegué hasta la puerta de la habitación de al lado y miré en su interior. La cama había sido ocupada y no había sido arreglada, excepto que alguien la había cubierto con una manta. No había rastros de Joy. Vi la nota que estaba en la puerta, clavada con un alfiler.
La cogí y la leí:
Querido Parker: Cogí el coche y fui a la oficina. Por un artículo que debo revisar para el periódico del domingo. Volveré esta tarde. ¿Dónde está esa vanagloriada virilidad? Ni siquiera me hiciste la menor insinuación. — Joy.
Volví y me senté sobre el borde de la cama, aún con la nota entre mis manos. Mis pantalones, camisa y chaqueta estaban doblados sobre una silla y mis zapatos, con los calcetines introducidos dentro, estaban bajo ella. En un rincón estaba el rifle que había recogido del laboratorio de Stirling. Había estado, recordé, en el coche. Joy debía haberlo sacado y traído hasta aquí antes de irse a la oficina. Volveré en la tarde, había escrito. Y su cama estaba aún sin hacer. Como si hubiera dado por aceptado que esta sería la forma en que continuaríamos viviendo. Como si no hubiera de hecho, otra forma de vivir. Como si ya se hubiera acostumbrado a los cambios que habían sucedido.
Y el Hombre mismo, quizás, se adaptaría tan fácilmente como al comienzo, feliz de encontrar cualquier solución fuera del hostigamiento amargo y de la destrucción de sus esperanzas. Pero, después de esa adaptación temporal, vendría la ira y la amargura y la comprensión de su pérdida y de su desesperación.
Joy había vuelto a la oficina para revisar un artículo para el domingo. El hombre que estaba en la casa vecina había continuado trabajando en su oficina de seguros aun en tiempo en que su mundo personal se había estado cayendo a pedazos alrededor suyo. Y, evidentemente, uno tenía que hacer esas cosas, porque uno tenía que comer, tenía que vivir de alguna forma, se debía ganar dinero. Pero, pensé, era mucho más que eso. Era una solución, quizás la única solución, para aferrarse a la realidad, para decirse uno mismo que sólo una parte de la vida había cambiado, que una parte de la antigua y ordenada rutina de la vida de uno no había sido alterada.
Y yo me pregunté: ¿qué debía hacer?
Podría volver a la oficina, sentarme junto a mi escritorio y tratar de escribir algunas columnas antes de comenzar el viaje. Me pareció extraño el pensar en ese viaje, porque lo había olvidado totalmente. Fue como si se presentara algo nuevo, algo que nunca antes había sabido, o, si lo había sabido, algo tan remoto que era natural que me hubiera olvidado de él.
Podría volver a la oficina, pero ¿para qué? ¿Para escribir artículos que jamás serían leídos en un periódico que en unos pocos días más ya no se editaría? Era todo endemoniadamente inútil. Era algo en que uno no deseaba pensar. Y quizás esa era la razón por la que nadie escuchaba, porque si la gente no lo sabía, no necesitaban pensar en ello.
Solté la nota de Joy y esta cayó al suelo. Llegué hasta la silla y cogí mi camisa. Y, hasta ese momento, no sabía lo que haría, pero antes de hacer algo debía vestirme.
Salí fuera y me detuve en el vestíbulo. Era un día maravilloso de sol, más de verano que de otoño. Ya no llovía y el pavimento estaba seco, solamente unos charcos aquí y allá, como para demostrar que había llovido.
Miré el reloj y era casi mediodía.
El coche del hombre de la compañía de seguros estaba estacionado frente a la segunda unidad, pero no había el menor signo de su familia. Era sábado y probablemente su día libre y la familia estaría durmiendo hasta tarde. Se lo tenían merecido, me dije, un buen descanso con un techo sobre sus cabezas.