Calle arriba divisé un restaurante y me di cuenta que tenía hambre. Y probablemente allí habría un teléfono y debería llamar a Joy.
Era un restaurante un poco sucio, pero estaba repleto. Me abrí camino hasta llegar a un taburete que desocupó una persona que se iba.
Llegó la camarera y le hice el pedido; después me levanté y me abrí camino entre la multitud hasta la cabina telefónica, que estaba en un rincón. Me introduje en ella y cerré la puerta tras de mí. Inserté las monedas y marqué el número. Cuando respondió la operadora, pregunté por Joy.
—¿Revisaste ese artículo? — le pregunté.
—Dormilón — me reprendió —. ¿A qué hora te levantaste?
—Hace unos momentos. ¿Qué sucede?
—Gavin está en un lío. Tiene un artículo y no puede sacarlo…
—Acerca de…
—No lo sé — dijo Joy, aparentemente sabiendo lo que yo le iba a preguntar —. Quizás… En los bancos hay falta de dinero. Sabemos…
—¡Falta de dinero! Dow me dijo ayer que estaban hasta la rodilla de dinero.
—Creo que eso fue verdad — dijo —. Pero ya no lo es. Gran parte de él no está. Lo tenían ayer en la tarde, pero al cerrar, por la noche, grandes fajos de billetes habían desaparecido, simplemente.
—Nadie dirá una palabra — adiviné.
—Exactamente. Los que Gavin y Dow pueden sonsacar han quedado mudos. No saben nada. Muchos de ellos, los importantes, ni siquiera se puede llegar a ellos. Tú sabes cómo son los banqueros en un día sábado. Son imposibles de ver.
—Sí — dije —. Están jugando al golf o han salido de pesca.
—Parker, ¿crees que Atwood tiene algo que ver con esto?
—No lo sé — dije —. No me sorprendería. Indagaré un poco.
—¿Qué puedes hacer? — preguntó Joy algo asustada.
—Puedo ir hasta la casa de los Belmont. Atwood dijo…
—No me gusta la idea — me dijo bruscamente —. Ya estuviste allí una vez.
—No me meteré en líos. Puedo encargarme de Atwood.
—No tienes coche.
—Puedo coger un taxi.
—No tienes dinero para taxi.
—El taxi me llevará hasta ese lugar — dije —. Y me traerá de vuelta. Entonces pasaré por la oficina y le pagaré.
—Piensas en todo — dijo.
—Bien, casi todo.
Hubiera deseado saber, me dije al colgar, si realmente pensaba en algo.
CAPITULO XXX
La primera cosa que advertí fue que la ventana había sido cerrada. Cuando había salido de ese lugar la noche anterior, la había dejado abierta, pero sin el ridículo pensamiento, a pesar de todo, de que debía volver a cerrarla.
Pero ahora la ventana estaba cerrada, y las cortinas caían sobre ella y traté de recordar, pero sin lograrlo, si antes había esas cortinas o no.
La casa aparecía antigua y desvaída a la pálida luz del sol, y desde el este pude escuchar el lejano rumor del agua rompiendo sobre la playa. Me detuve a observar la casa y no había nada, me dije, nada que pudiera temer. Era sólo una casa vieja y ordinaria, sus escuálidos huesos suavizados por el sol…
—¿Desea que lo espere, señor? — me preguntó el conductor.
—No tardaré mucho — le respondí.
—Escuche, amigo, eso es cosa suya. A mí no me importa. El marcador seguirá funcionando.
Caminé por el sendero. Bajo mis pies crujían las hojas que habían caído sobre los pastelones del pavimento.
Primero golpearía la puerta, decidí. Lo haría en forma civilizada y decente. Y si nadie acudía cuando tocara el timbre, entonces entraría por la ventana, tal como ya lo había hecho. El conductor del taxi, más que seguro, trataría de descubrir lo que yo me proponía. Pero no era cosa suya. Todo lo que tenía que hacer era esperarme y llevarme de vuelta.
Sin embargo, me dije, alguien había cerrado la ventana y quizás estaba con pestillo. Pero eso no me detendría.
Nada podría detenerme ahora. Sin embargo, comprendí que si me hubiera dado el tiempo suficiente como para pensar la razón por la cual quería entrar a esa casa, qué posible razón tenía para ver a Atwood, probablemente no encontraría ninguna respuesta. ¿Instinto? Hubiera deseado saberlo. Joy había dicho algo acerca del instinto humano, ¿o había sido Atwood el que lo había mencionado? No podía recordarlo. ¿Era, entonces, el instinto el que me indicaba que debía ver nuevamente a Atwood, sin saber por qué, sin tener la menor idea de lo que le diría o qué propósito llevaría al decirle algo?
Subí los escalones e hice sonar la campanilla y esperé. Y al ir a tocar el timbre nuevamente, escuché pasos por el salón.
La puerta se abrió; había una muchacha, vestida con el negro y blanco uniforme de una sirvienta.
No pude apartar los ojos de ella.
La sirvienta no se movió, esperándome. Su mirada era atrevida.
—Esperaba — dije finalmente — encontrar aquí al señor Atwood.
—Señor — dijo ella —. Tenga la bondad de pasar.
Entré al salón y allí también había grandes diferencias. Anoche, la casa había estado cubierta de polvo y desordenada, con los muebles enfundados. Pero ahora la casa tenía un aspecto agradable. Ya no había polvo y la madera y baldosas del salón estaban relucientes. Había una planta solitaria y a su lado un espejo de cuerpo entero que brillaba bajo reciente limpieza.
—Su sombrero y abrigo, señor — dijo la sirvienta —. La señora está en el estudio.
—Pero, Atwood. Es a Atwood…
—El señor Atwood no está, señor.
Cogió el sombrero de mis manos. Esperó por el abrigo.
Me lo saqué y se lo pasé.
—Por ahí, señor — dijo.
La puerta estaba abierta y entré por ella dentro de una habitación repleta de estantes con libros de arriba hasta abajo. Tras el escritorio que estaba junto a la ventana, estaba sentada la rubia que había conocido en el bar, la que me había entregado la tarjeta que decía «Negociamos en Todo».—Buenos días, señor Graves — dijo —. Me alegro que haya venido.
—Atwood me dijo…
—El señor Atwood, desgraciadamente, ya no está más con nosotros.
—Y usted, por supuesto, es la que ha tomado su puesto.
La frialdad estaba allí, y el aroma a violetas. Ella era parte de una diosa rubia y en parte una eficiente secretaria. Y, también, era una cosa de otro mundo y una pequeña y perfecta muñeca que yo había tenido en mis manos.
—¿Está sorprendido, señor Graves?
—No — respondí —. Ahora no. En un comienzo, quizás. Pero ya no.
—Usted vino a hablar con el señor Atwood. Así esperábamos que lo hiciera. Necesitamos de gente como usted.
—Señor Graves, ¿no se sienta? Y, por favor, no sea usted gracioso.
Me senté en la silla que estaba justamente frente a ella.
—¿Qué desea que haga? — le pregunté —. ¿Ponerme a llorar?
—No hay necesidad que haga nada — dijo —. Por favor, solamente sea usted mismo. Conversemos exactamente como si fuéramos dos humanos.
—Lo que usted no es, evidentemente.
—No, señor Graves, no lo soy.
Nos quedamos mirando el uno al otro y ero era endiabladamente incómodo. No había el menor movimiento o emoción en su rostro: era solamente una belleza esculpida.
—Si usted fuera una clase diferente de hombre — dijo ella —, yo trataría de hacerle olvidar que yo soy otra cosa fuera de un ser humano. Pero supongo que no me daría resultados con usted.
Negué, moviendo la cabeza.
—Yo también lo siento — le dije —. Créame que lo siento. Me agradaría sobremanera pensar que usted es un ser humano.
—Señor Graves, si yo fuera humana, ese sería el mejor piropo que me podrían haber dicho.
—Y como no lo es…
—Aún sigo creyendo que es un piropo.