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Me parece que bostecé. Todo era verdadero, indudablemente, pero, de todas maneras, era el mismo estúpido material que tipos como Jensen estaban entregando constantemente. Pero, al editor le gustaría, ya que hacía sentir muy bien a los clientes y promovía una psicología de bienestar, y los antiguos luchadores del distrito de las finanzas hablarían del artículo en la edición matutina del periódico cuando se reunieran a almorzar en el Club de la Unión esta tarde.

Pero si las cosas fueran al revés, me dije para mí — que bajaran las ventas de los establecimientos, que la construcción se detuviera, que las fábricas se deshicieran de sus obreros — hasta que la situación se hiciera insoportable, no se escribiría una palabra de ello.

Doblé el periódico y lo hice a un lado. Abrí el cajón, saqué un atado de anotaciones que había hecho la tarde anterior y comencé a revisarlas.

Lightning, el copista del turno de la madrugada, salió de entre las sombras y se aproximó a mi escritorio.

—Buenos días, señor Graves, — dijo.

—¿Eras tú quién silbabas? — le pregunté.

—Sí, creo que sí.

Dejó una prueba sobre mi mesa.

—Su columna para hoy — dijo —. Esa acerca de la extinción de los mamuts y otros animales grandes. Creí que desearía verla.

La recogí y la leí. Como de costumbre, algún bromista de la sección de copias había escrito un titular «inteligente» para el artículo.

—Ha llegado temprano, señor Graves, — dijo Lightning.

Le expliqué:

—Debo adelantar mi trabajo en unas semanas. Saldré de viaje.

—He oído decir algo, — expresó Lightning con ansiedad —. Astronomía.

—Sí, creo que así podrías llamarlo. A todos los grandes observatorios. Tengo que escribir una serie de artículos acerca del espacio exterior. Muy lejos. Las galaxias y esas cosas.

—Señor Graves, — dijo Lightning —. ¿Creo que le dejarán observar por alguno de los telescopios?—Lo dudo. El horario de observación de un telescopio es muy restringido.

—Señor Graves…

—¿Qué deseas, Lightning?

—¿Cree usted que hay gente por allí? ¿En las otras estrellas?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Se cree que es razonable que exista vida en otras partes.

—¿Como nosotros?

—No, no creo que sean como nosotros.

Lightning se quedó allí, moviendo nerviosamente los pies; y entonces dijo súbitamente:

—Cielos, se me había olvidado decirle, señor Graves. Hay alguien que desea verle.

—¿Alguien? ¿Aquí?

—Sí. Llegó hace un par de horas. Le dije que usted no llegaría hasta mucho más tarde. Pero, me respondió que esperaría.

—¿Dónde está, entonces?

—Fue a la sala de instrucción y se sentó en el sillón. Creo que se quedó dormido.

Me levanté de la silla pesadamente. — Vamos a ver —, le dije.

Debiera haberlo sabido. Nadie más podía hacer una cosa así. A nadie más le significaba menos el tiempo.

Estaba desparramado sobre el sillón, con una sonrisa estúpida dibujada en el rostro. Del panel de la radio salía el cotorreo a media voz de los varios departamentos de policía, y las otras agencias de la ley y el orden, dando un fondo de jerigonza a su delicado ronquido.

Nos detuvimos a observarle.

Lightning pregunto:

—¿Quién es, señor Graves? ¿Le conoce usted, señor Graves?

—Su nombre — le dije —, es Carleton Stirling. Es un biólogo de la universidad y amigo mío.

—A mí no me parece un biólogo, — expresó firmemente Lightning.

—Lightning — le dije escéptico —, con el tiempo encontrarás que los biólogos, astrónomos y físicos y todo el resto de esa atea tribu de la ciencia son personas como nosotros.

—Pero, venir a verle a las tres de la madrugada. Y esperando que usted estuviera aquí.

—Esa es su forma de vivir — le respondí —. Al él no se le ocurriría pensar que el resto del mundo vive en forma diferente. Esa es la clase de hombre que es.

Y, ciertamente, esa era la clase de hombre que era.

Tenía reloj, pero jamás lo usaba a no ser para controlar el tiempo de sus ensayos y experimentos. Su noción del tiempo era nula. Si sentía hambre, se las arreglaba para pedir algo que comer. Si no podía mantenerse despierto, siempre encontraba algún lugar donde echar una pestañeada. Cuando terminaba lo que estaba haciendo, o quizás, se sentía desmoralizado se iba a una cabaña que poseía en un lago, hacia el norte, y pasaba allí holgazaneando un día o una semana.

Se olvidaba tan a menudo de asistir a clases, iba tan de vez en cuando a las conferencias que la administración de la universidad se dio por vencida. Le dejaron mantener su laboratorio y quedarse allí con sus jaulas de conejillos de India y ratas y lodos sus apáralos. Pero, les valía la pena. Constantemente salía con algo que resplandecía de publicidad, no sólo para él mismo sino también para la universidad. En cuanto a él concernía, la universidad podía quedarse con todo. Para Carletan Stirling, lo que estuviera dentro del público, de la prensa, o fuera de todo, le daba exactamente lo mismo.

El objeto de su vida eran sus experimentos, el incesante escudriñar en los misterios que eran como un desafío para él. Tenía un departamento, pero, a veces pasaba días y días sin ir a él. Los cheques con su sueldo los acumulaba en un cajón hasta que la sección de contabilidad de la universidad le telefoneaba urgentemente para saber que había sucedido. En cierta oportunidad, ganó un premio, no uno de esos premios grandes, imponentes, pero sí uno de gran honor y con algo de dinero por añadidura, y se olvidó absolutamente de asistir al almuerzo con que le festejaban y en que le harían entrega del premio.

Y ahora, estaba allí, tendido sobre el sillón, con la cabeza echada hacia atrás y sus largas piernas extendiéndose hasta bajo las sombras de la consola de la radio. Roncaba suavemente y no se parecía en nada a uno de los más promisorios investigadores del mundo, sino más bien un transeúnte que había encontrado un lugar donde dormir. No solo necesitaba afeitarse más también un buen corte de pelo. El nudo de su corbata era una ruina y estaba colgando hacia un lado, y lleno de manchas, más que seguro que eran manchas de la sopa que había tomado distraídamente mientras continuaba luchando con uno de esos problemas que siempre le estaban preocupando.

Entré en la habitación y poniendo una mano sobre su hombro, le remecí suavemente.

Se despertó con toda tranquilidad, sin asustarse, y me miró sonriendo.

—Hola, Parker, — me dijo.

—Hola — le respondí —. Te habría dejado seguir durmiendo, pero tuve miedo que se te rompiera el cuello por la forma en que lo tenías.

Se desenrolló y puso de pié trabajosamente, después me siguió hacia la oficina.

—Es casi de mañana — dijo, echando una mirada a las ventanas —. Es hora de despertarse.

Me fijé que las ventanas ya no estaban oscuras sino que reflejaban un color grisáceo.

Pasó sus dedos por el enmarañado pelo, y se restregó el rostro con la mano. Después, metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un puñado de arrugados billetes. Eligió dos de ellos y me los extendió.