—Es dinero — dijo ella —. Eso es todo lo que necesita. Se agachó nuevamente y recogió todo el montón de billetes. Lo puso sobre el escritorio y comenzó a ordenarlos.
Era inútil, pensé, el tratar de hacerle comprender. No era que se comportara cínicamente. Tampoco era deshonesta. Era falta de comprensión: el punto negro de estos seres. El dinero era un producto, no un símbolo. No podía ser otra cosa.
Lo separó en ordenados fajos. Se agachó y recogió los pocos billetes que se habían caído cuando ella los había cogido del suelo. Puso estos en los fajos.
El billete que yo tenía en mis manos era un de veinte dólares, y muchos de los otros parecían ser, también, de veinte, a pesar que había de diez y uno que otro de cincuenta.
Juntó todos los fajos de dinero y me los alcanzó.
—Es suyo — dijo.
—Pero, si no he dicho…
—Trabaje o no para nosotros, es suyo. Y ya pensará acerca de lo que le he dicho.
—Lo pensaré — le dije.
Me puse de pie y cogí el dinero que me ofrecía. Lo introduje en mis bolsillos. Estos quedaron bastante abultados.
—Llegará un día — dije, golpeando suavemente los bolsillos —, en que esto no valga nada. Llegará un día en que nada se podrá hacer con él.
—Cuando ese día llegue — dijo ella —, habrá otras cosas. Lo que usted necesite.
Me quedé pensando, y en la única cosa que pude pensar fue que ahora ya tenía dinero para pagarle al conductor del taxi. A excepción de eso, mi mente estaba totalmente en blanco. La enormidad de este encuentro me había hecho abandonar todo otro pensamiento, excepto un sentimiento de pérdida total; eso y el hecho que ahora podía pagar el taxi.
Tenía que salir de allí, lo sabía. Debía abandonar ese lugar antes que el cúmulo de repulsiones y emociones cayera sobre mí. Tenía que irme mientras era capaz de abandonar esa casa con cierta dignidad humana. Debía irme y encontrar un lugar y el tiempo necesario para pensar. Y hasta que no llegara a hacer esto, debía aparentar que estaba de su lado.
—Se lo agradezco, señorita — le dije —. Me parece que no sé su nombre.
—No tengo ningún nombre — me respondió —. No ha habido ninguna razón para que lleve un nombre. Sólo los seres humanos como Atwood necesitan llevar un nombre.—Gracias, entonces — le dije —. Lo pensaré.
Ella dio media vuelta y se retiró de la habitación hacia el vestíbulo. No había el menor signo de la sirvienta. Más allá del vestíbulo pude ver que el salón estaba limpio y brillante, repleto de muebles. ¿Y cuánto de eso, pensé, era realmente mueble, y cuánto, bolas transformadas en muebles?
Recogí mi abrigo y mi sombrero de las perchas.
Ella me abrió la puerta de salida.
—Fue muy amable de su parte el que haya venido — dijo —. Estuvo muy bien pensado. Confío en que volverá.
Salí fuera y vi que el taxi ya no estaba. En su lugar, había un larguísimo Cadillac blanco.
—Había un taxi esperándome — dije —. Debe estar un poco más abajo.
—Le pagamos al conductor — dijo le chica —, y le dijimos que se fuera. No necesitará del taxi.
Ella se dio cuenta de mi confusión.
—El coche es suyo — dijo —. Si ha de trabajar con nosotros…
—¿Con una bomba incluida en él? — pregunté.
Ella suspiró. — ¿Cómo le hago comprender? Déjeme ponerlo duramente. Desde el momento que usted nos sea de utilidad, no correrá peligro. Si nos hace este servicio, jamás le causaremos daño alguno. Cuidaremos de usted mientras viva.
—¿Y Joy Kane? — pregunté.
—Si lo desea. También a Joy Kane.
Se quedó mirando con sus fríos ojos. — Pero, trate de detenernos ahora, intente traicionarnos…
Hizo un ruido como el de un cuchillo cortando una garganta.
Me alejé hacia el coche.
CAPITULO XXXI
Al llegar a la ciudad me detuve ante un establecimiento del vecindario y entré en una librería a comprar un periódico. Deseaba saber si Gavin había podido escribir su artículo acerca de la falta de fondos en los bancos.
Ahora podía decirle, lo sabía, con exactitud lo que había sucedido. Pero, tal como el resto, no me escucharía. Podría llegar hasta la oficina, sentarme frente a mi escritorio y escribir la historia más grande que el mundo hubiera conocido. Pero sería una pérdida de tiempo el hacerlo. No sería publicada. Sería demasiado ridícula como para publicarla. Y aunque lo fuera, nadie lo creería. O casi nadie. Algún demente por aquí y allá. Pero no los suficientes como para que se tomaran en cuenta.
Antes de bajarme del coche rebusqué entre los billetes que estaban en mis bolsillos para encontrar uno de diez dólares. Traté de encontrar uno de cinco, pero no había. Solamente por curiosidad.
Porque el dinero, en unas pocas semanas más, quizás en pocos días más, empezaría a perder su valor. Y después de poco tiempo su valor estaría totalmente perdido. Solamente representaría un papel inservible. No era posible comerlo o emplearlo para vestirse y no le cobijaría a uno del viento o del clima. Porque no era más, porque jamás había sido más que una herramienta inventada por el Hombre para llevar a cabo su peculiar sistema de cultura y de vida. Actualmente, no tenía más significado que las muescas en las armas y las groserías escritas sobre los muros. No había sido más, en ninguna época, que mostradores sofisticados.
Entré en la droguería y cogí uno de los periódicos que estaban apilados sobre el mostrador del estanco y allí, mirándome, con toda su sonrisa y alegría, había una fotografía del Perro.
No cabía ninguna duda acerca de ello. Le habría reconocido en cualquier parte. Estaba sentado, con cara bonachona, y tras él estaba la Casa Blanca.
Los titulares bajo la fotografía eran sensacionales. Decían:
PARA VISITAR AL PRESIDENTE LLEGA PERRO QUE HABLA
—Señor — dijo el encargado —, ¿desea ese periódico?
Le entregué el billete y él reclamó.
—¿No tiene uno más pequeño?
Le contesté que no.
Me dio el cambio y lo introduje en un bolsillo junto con el periódico, volviendo hacia el coche. Deseaba leer el artículo, pero por alguna razón incomprensible para mí, y que no traté de explicarme, deseaba volver al coche para hacerlo, en donde me podía sentar y leerlo sin que nadie me interrumpiera.
El artículo era agudo. Quizás demasiado agudo.
Relataba acerca de este perro que había llegado para ver al presidente. Había trotado a través de la reja antes que nadie pudiera detenerlo y había tratado de entrar en la Casa Blanca, pero los guardias se lo habían impedido. Se alejó de mala gana, tratando de explicar, en su forma perruna, que no deseaba molestar a nadie, pero que estaría muy agradecido si le dejaban ver al presidente. Trató de colarse un par de veces más, y finalmente los guardias llamaron a la perrera.
Llegó el perrero y lo capturó, se lo llevó sin que ofreciera resistencia, sin aparente malicia. Poco después, el perrero volvió y el perro junto a él. El cazador de perros explicó a los guardias que quizás sería una buena idea el que dejaran que el perro viera al presidente. El perro, dijo, le había hablado, explicándole que era de gran importancia que él se entrevistara con el jefe del Estado.
Entonces, los guardias llamaron a alguien nuevamente y poco después se llevaron al cazador de perros a un hospital, en donde aún está bajo observación. Al perro se le permitió quedarse, y uno de los guardias le explicó con todo énfasis que era muy ridículo que él esperara entrevistarse con el presidente.
El perro, decía, el artículo, se comportó amable y educadamente. Se quedó sentado fuera de la Casa Blanca y no molestó en nada. Ni siquiera se dio a perseguir las ardillas del jardín de la Casa Blanca.