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Y más que seguro, pensé, con un helado escalofrío que recorrió la espina dorsal, estos seres de otro mundo sabían lo que yo había hecho. Era inconcebible que no estuvieran interfiriendo en alguna forma en los sistemas de comunicación. Sabrían que yo había llamado al senador aunque se suponía que yo estaba considerando su oferta. Era en algo que no había pensado. Había demasiadas cosas en las que pensar. Pero, aunque se me hubiera ocurrido, probablemente, de todas maneras habría efectuado la llamada.

Quizás eso no hacía una gran diferencia para ellos. Quizás esperaban que yo me moviera un poco antes de decidirme a aceptar el trabajo que me habían ofrecido. Y de esta forma, la llamada, una vez más tratando de demostrarme a mí mismo la imposibilidad de lo que deseaba hacer, podría, a su modo de ver las cosas, acercarme más a ellos, convencido finalmente que no había ninguna forma de resistirles.

¿Había otras soluciones? ¿Otros puntos de vista para un ser humano? ¿Había algo que el hombre pudiera hacer?

Podría llamar al presidente, o tratar de llamarle. Sabía que me sería casi imposible ponerme en contacto con él. Especialmente en momentos como éste, cuando el presidente tenía el mayor problema frente a sí que hubiera tocado enfrentar a alguien desde que existía la nación.

Ver al Perro, le diría, cuando y si podía comunicarme con él. Ver al Perro que le está esperando afuera.

No daría resultados. No había ninguna solución.

Estaba derrotado, totalmente. Nunca tendría una oportunidad. Nadie tendría una oportunidad.

Busqué una moneda y la introduje en el aparato.

Marqué el número de la oficina y pregunté por Joy.

—¿Todo marcha bien? — preguntó.

—Todo va perfectamente. ¿Cuándo vuelves a casa?

—No lo sé — dijo enfadada —. Este maldito Gavín siempre encuentra un trabajo para mí.

—Abandona la oficina.

—Sabes que no puedo hacer eso.

—Está bien, entonces. ¿Dónde deseas cenar esta noche? Piensa en un lugar lujoso. Estoy cargado de dinero.

—¿Y cómo es eso? Yo tengo tu cheque. Lo recogí por ti.

—Joy, créeme, tengo montañas de billetes. ¿Dónde deseas cenar?

—No salgamos a ningún sitio — dijo —. Hagamos nuestra propia cena. Los restaurantes están llenos de gente.

—¿Biftec? ¿Qué más? Yo iré a comprarlo.

Me dijo el resto.

Fui a comprarlas.

CAPITULO XXXIII

Volví al coche, llevando una de esas bolsas grandes llena con todas las cosas que Joy me había encargado.

El coche estaba al final de la playa de estacionamientos del supermercado y la bolsa era pesada y difícil de llevar y había un par de latas, una de maíz y otra de melocotones, que habían comenzado a abrir un agujero en el fondo de la bolsa y trataban de salirse.

Caminé lentamente por la playa, cuidando de no mover la bolsa más de lo necesario, agarrándola desesperadamente con las dos manos en un último esfuerzo para evitar que se rompiera totalmente.

Llegué hasta el coche sin que sucediera el desastre, pero casi a punto de ello. Por medio de contorsiones acrobáticas, logré abrir la puerta delantera y tirar la bolsa sobre el asiento. Se rompió, desparramándose todo lo que había comprado. Con las dos manos reuní todas las cosas en el otro extremo para que yo pudiera sentarme tras el volante.

Supongo que si no hubiera tenido tanto que preocuparme por la bolsa, lo habría notado en seguida, pero no lo vi hasta que hube subido al coche y me inclinaba hacia adelante para insertar la llave de contacto.

Y allí estaba, una hoja de papel, doblada como una pequeña tienda de campaña, sobre el tablero de instrumentos y apoyada contra el parabrisas. En la hoja, con grandes letras de molde estaba escrita una sola palabra: «TRAIDOR».

Me había inclinado hacia adelante para insertar la llave de contacto y así me había quedado, con la vista clavada en la hoja de papel y su mensaje de una sola palabra.

No tuve que pensar en quién lo había puesto allí. No cabía ninguna duda en mi mente. Era como si lo supiera, como si hubiera visto que lo habían puesto allí; algún seudohumano, una aglomeración de esas bolas que habían formado un humano, diciéndome que sabían que yo había llamado al senador, diciéndome que les traicionaría en cuanto se me presentara la oportunidad. Sin odio hacia mi, quizás, sin molestarse demasiado por lo que yo había hecho, pero disgustados conmigo, quizás hasta desengañados de mí. Algo; solamente para hacerme saber que estaban sobre mí y que no podría llevar adelante ninguna cosa.

Hice girar la llave en la cerradura y puse en marcha el motor. Cogí el papel, lo arrugué formando una bola y lo lancé por la ventanilla. Si me estaban observando, y me imaginaba que lo estaban haciendo, eso les haría saber lo que pensaba de ellos.

¿Una reacción infantil? Ciertamente, lo era. Pero no me importaba. Ya nada tenía importancia.

A tres manzanas de distancia, advertí el coche. Era un coche ordinario, negro, de precio medio. No sé por qué me fijé en él. Nada había de poco usual en él. Era la clase, el modelo, la forma, el color de coche que se ve cientos de veces al día.

Quizás la respuesta estaba en que me habría fijado en cualquier coche que fuera tras de mí.

Me dirigí a las afueras de la ciudad y aún me siguió, a media manzana de distancia. Sin importarle, pensé, sin tratar de ocultar el hecho que me estaban persiguiendo. Quizás deseando que yo lo supiera, que venían tras de mí, manteniendo la distancia.

Hubiera deseado saber, mientras conducía, si valía la pena el sacudirse de encima su presencia. No había ninguna razón en especial para que lo hiciera. Y si los perdía de vista, no habría una gran diferencia. No se ganaría mucho con ello, pensé. Habían captado mi conversación con el senador. Más que seguro, que estaban al tanto de mi base de operaciones, si así se le podía llamar. Casi sin duda alguna, sabían exactamente dónde encontrarme si así lo deseaban.

Pero, me dije, podría haber una pequeña ventaja si yo les dejaba saber que no estaba enterado de todas estas cosas. Era una buena y ordinaria forma de hacerse el estúpido, si de algo servía eso.

Llegué hasta los límites de la ciudad, a una de las autopistas que llevaban hacia el oeste y aumenté la velocidad del coche. Saqué ventaja a mis perseguidores, pero no mucha.

Más adelante, el camino subía un cerro en curvas, y en la cumbre había una curva cerrada. Apartándose de la curva, recordé, salía un camino rural. Allí había muy poco tráfico, y quizás, si tenía suerte, podría introducirme por ese camino y ocultarme antes que el coche negro llegara a la curva.

Al subir el cerro, aumenté un poco la distancia, y forcé el coche aún un poco más al pasar la curva. El camino estaba libre, y al llegar hacia el cruce de caminos pisé el freno con fuerza e hice girar el volante con violencia. Las ruedas traseras patinaron un poco, chirriando sobre el pavimento; me encontré en el camino rural, enderecé el coche y pisé el acelerador a fondo.

El camino estaba lleno de fuertes declives, uno detrás de otro, con fuertes depresiones entre ellos. Al llegar a la cumbre de la tercera subida, al mirar por el espejo retrovisor, vi que el coche negro estaba llegando a la cumbre de la segunda ondulación.

Fue una gran sorpresa. No es que significara mucho, pero estaba tan seguro que les había engañado que fue un duro golpe a mi confianza.

Me enfadó, también. Si ese pequeño cerdo que me perseguía…

En ese momento advertí el sendero. Era, supuse, uno de esos senderos antiguos de carromatos, de hace muchos años, cubierto por las malezas y por las ramas de los árboles que llegaban hasta muy abajo, casi cubriéndolo, como si trataran de ocultar la escasa presencia que del sendero quedaba.