Giré el volante bruscamente y pasé, dando fuertes tumbos, por sobre la pequeña zanja. Las bajas ramas de los árboles se estrellaron contra el parabrisas y rasmillaron ruidosamente los costados del coche.
Conduje ciegamente, con los neumáticos dando saltos por sobre el sendero, antiguo y casi totalmente borrado. Finalmente, me detuve y bajé del coche. Las ramas de los árboles ocultaban el camino tras del coche, y era muy poco probable que pudiera ser visto desde la ruta. Sonreí saboreando el triunfo.
Esta vez, estaba seguro, se las había jugado.
Esperé, y el coche negro llegó hasta la cumbre del cerro y bajó rugiendo por el camino. En el silencio de la tarde, hacía bastante ruido. No necesitaría llegar a mucha distancia para sobrepasar una nueva y mayor ondulación del terreno.
Continuó bajando el cerro; entonces se escuchó el chillido de unos frenos. Y continuaron sonando hasta que se detuvo.
Descubierto nuevamente, pensé. De alguna forma u otra sabían que yo estaba allí.
De manera que querían jugar duro. Si así lo deseaban, así lo tendrían.
Abrí la puerta delantera del coche y cogí el rifle. Lo sostuve con una mano y su peso y presencia me dieron confianza. Durante unos momentos me pregunté cuál sería la efectividad del rifle sobre cosas como éstas; entonces recordé cómo Atwood se había desintegrado al verme que yo trataba de sacar la pistola que llevaba en el bolsillo y cómo en el camino del norte ese coche se había salido de la curva y se había estrellado cerro abajo cuando había disparado sobre él.
Rifle en mano, caminé silenciosamente por el sendero. Si mis perseguidores venían en mi busca, y ciertamente que lo harían, jamás llegarían a saber el sitio donde me encontraba.
Me moví por un mundo acallado y silencioso, con la fragante presencia del otoño. Vides de enrojecidas hojas brotaban a los lados del sendero, y había una constante lluvia de hojuelas teñidas por las heladas, cayendo suave y lentamente por entre el laberinto de ramas del bosquecillo. Excepto por un tenue ruido emitido por mis pies al aplastar una que otra hoja seca, caminaba en silencia Años y años de hojas caídas y suave musgo, formaban una alfombra que silenciaba todo ruido.
Llegué hasta el borde del bosquecillo y cuidadosamente me escurrí a lo largo de él hasta llegar a la cumbre del cerro. Encontré un zumaque de vivo color rojo y me oculté tras él. El arbusto aún tenía todas sus hojas y era un lugar espléndido para esconderse.
Hacia adelante, el cerro bajaba hasta un pequeño arroyuelo, no más que un hilo de agua que corría por entre las pendientes de los cerros. El bosquecillo giraba y continuaba hacia el camino, y más allá había una gran expansión de laderas cubiertas por altas y secas malezas, advirtiéndose aquí y allá el brillante fulgor rojo de otros zumaques.
El hombre venía por el arroyuelo, después comenzó a subir por la ladera del cerro, casi como si supiera que yo estaba oculto tras ese arbusto. Era una persona entre un millón, un hombre cualquiera que caminaba con los hombros ligeramente encorvados, con un sombrero viejo metido hasta las orejas y vestido con un traje oscuro, que aún a esa distancia, pude advertir que estaba muy desplanchado.
Venía en dirección recta hacia mí, sin alzar la vista. Como si pretendiera demostrar que no me veía, que no tenía la menor idea de dónde me encontraba. Caminaba vacilante, no muy rápido, trabajosamente, subiendo el cerro, con la vista clavada en el suelo.
Alcé el rifle y apunté el cañón por entre las hojas rojas. Lo sostuve firmemente contra mi hombro, con el punto de mira sobre la inclinada cabeza del hombre que subía el cerro.
Se detuvo. Como si supiera que el rifle le había estado apuntando, se detuvo y su cabeza giró sobre sus hombros. Estiró el cuello y se puso tenso, y de pronto, cambió el rumbo, a través de la ladera del cerro, hacia un pequeño prado cubierto de altas hierbas.
Bajé el rifle, y al hacerlo sentí llegar las primeras oleadas de aire maloliente.
Olfateé para asegurarme, y no cabía ninguna duda. En alguna parte, había un iracundo zorrino, en algún lugar de la ladera.
Sonreí. Se lo tenía bien merecido, pensé. Ese maldito se lo tenía muy merecido.
Ahora, le vi que caminaba rápidamente, tropezando, a través de la extensión de altas hierbas, hacia el prado, y entonces, desapareció.
Me restregué los ojos y miré nuevamente y ya no estaba allí.
Podría haber tropezado y caído entre la hierba, me dije, pero tenía el extraño presentimiento que esto yo ya lo había presenciado. Lo había presenciado en el sótano de la casa de los Belmont. Atwood había estado allí, sentado en su silla, y en un instante había quedado desierta y las bolas habían comenzado a rodar por el piso.
No había visto cómo había sucedido. No había apartado la vista. No podía haber dejado de verlo y, sin embargo, así había sucedido. Atwood, en un momento había estado allí, y luego, estaban las bolas de bolera.
Y esto era lo que había sucedido aquí, bajo el brillante sol de una tarde de otoño. Un hombre había estado caminando por entre la hierba y después ya no había caminado más. No se le encontraba por ninguna parte.
Me puse de pie cautelosamente, con el rifle preparado, y miré hacia la ladera del cerro.
Nada había que ver, excepto las ondulantes hierbas, y solamente en ese lugar, en el lugar donde el hombre había desaparecido, que las hierbas ondeaban. Todo el resto de la ladera del cerro estaba mortalmente inmóvil.
El olor del zorrino llegó más penetrante hasta mí, extendiéndose por todo el cerro.
Y estaba sucediendo algo infernalmente extraño.
Las hierbas se movían furiosamente, como si hubiera algo que las estuviera aplastando, pero sin el menor ruido. No había ningún sonido.
Caminé cerro abajo, con el rifle aún preparado.
Y súbitamente, algo hubo en mi bolsillo, luchando por salir. Como si una rata se hubiera introducido dentro de él y ahora tratara de salirse.
Rápidamente, introduje una mano en el bolsillo, pero ya al hacerlo la cosa se escapaba. Era una pequeña bola negra, como una de ésas que tienen los chicos para jugar.
Surgió de mi bolsillo y escapó a mis manos, cayendo entre la hierba, deslizándose a gran velocidad por entre, ella hacia el lugar en donde las plantas se movían.
Me quedé observando cómo se alejaba y hubiera deseado saber de qué se trataba. Y de pronto, lo supe, todo a la vez. Era el dinero. Era esa parte del dinero que yo aún tenía en mi bolsillo; el dinero que me habían entregado en la casa de los Belmont.
Ahora se había transformado nuevamente en su forma original y acudía velozmente al lugar en donde esa otra cosa, la de forma humana, había desaparecido súbitamente.
Di un grito y corrí hacia las hierbas, dejando a un lado toda cautela.
Porque estaba sucediendo algo y yo debía descubrir de qué se trataba.
El olor a zorrino era inaguantable y, a pesar de mí mismo, me acerqué, y entonces, por el rabillo del ojo, pude ver lo que estaba sucediendo.
Me detuve y observé sin comprender demasiado.
Había gran cantidad de bolas de bolera entre las hierbas, girando enloquecidamente, en el mismo lugar, sin preocuparse de ser advertidas. Giraban, rodaban, saltaban por el aire.
Y de ese lugar, de ese prado de hierbas, emergía el olor irritante, fortísimo, dejado por un zorrino el cual había sido molestado por alguien.
No pude soportarlo. Me retiré, desesperadamente, en busca de aire puro.
Al correr hacia el coche, sabía, con algo muy semejante al triunfo, que al fin había encontrado el punto débil de la casi perfecta coraza de las bolas de bolera.