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—Ni un alma — dije.

—Volveré a casa. En poco tiempo más. No me importa si Gavin me da más trabajo; me voy de aquí. ¿No tardarás mucho, verdad?

—No, no tardaré mucho — prometí —. Entraré las cosas en la unidad y tú comenzarás a preparar la cena.

Nos despedimos y yo volví al coche.

Cargué con las compras hasta la casa y puse la leche, la mantequilla y otras cosas dentro de la nevera. El resto lo dejé sobre la mesa. Después, saqué el resto del dinero que había ocultado y me llené los bolsillos con él.

Y después de haber hecho todas estas cosas, fui a ver al viejo y sus zorrinos.

CAPITULO XXXV

Detuve el coche al término del cercado del viejo, tal como me había dicho Higgins que lo hiciera, junto a una de las puertas de reja que daban a los establos, para que así no cerrara el camino si alguien deseaba pasar. El lugar parecía estar desierto, excepto por un perro alegre, sin raza determinable, que, moviendo la cola, salió a darme una calurosa bienvenida.

Le acaricié y le hablé un poco y continuamos juntos el camino hacia el establo. Pero al llegar hasta un cerco tras el cual había una extensión cubierta de trébol, le dije que se fuera. No deseaba llevarlo hasta la cabaña del viejo y hacer que espantara a algunos de sus amistosos zorrinos.

No pareció estar de acuerdo conmigo. Me quería decir que sería muy agradable que los dos nos aventuráramos por el campo. Pero yo insistí en que debía volverse, golpeándole en el trasero para poner más énfasis en mis palabras, y finalmente se alejó, volviéndose de vez en cuando, para ver si yo cambiaba de idea.

Cuando se fue, crucé el campo, siguiendo el sendero de carromatos que se notaba escasamente entre la siembra del trébol. Algunas langostas de últimos días de otoño, saltaron de entre el heno, al ir caminando por él, haciendo furiosos ruidos al aletear por el campo.

Llegué hasta el final del sembrado y atravesé otro alambrado, siguiendo aún el estrecho sendero de carromatos a través de una empastada bastante cubierta de árboles. El sol se estaba internando y el lugar estaba lleno de sombras y bajo los árboles algunas ardillas estaban gozando de unos alegres momentos, jugueteando entre las hojas caídas y trepando ágilmente por los troncos.

El sendero continuaba cerro abajo y atravesaba la depresión, subía nuevamente, y sobre una gran roca que dominaba la ladera del cerro, llegué hasta la cabaña del viejo que estaba buscando.

El viejo estaba sentado en una mecedora, una silla antigua y desvencijada que crujía y gruñía como si estuviera por desintegrarse. La silla estaba en una pequeña expansión que había sido nivelada y pavimentada con baldosas de piedra caliza natural que, probablemente, el viejo había sacado y transportado hasta el cerro desde el seco lecho del arroyo que serpenteaba por entre los cerros. Una sucia piel de oveja había sido puesta sobre el respaldo de la silla y las despellejadas patas delanteras se bamboleaban como borlas al mecerse el viejo.

—Buenas tardes, forastero — dijo el viejo, con calma y sin inmutarse, como si el que llegara una persona extraña fuera una cosa de todas las tardes. Comprendí que no era ninguna sorpresa para él, ya que me había visto venir por la ladera del cerro, a lo largo del sendero y cruzando el valle. Todo ese tiempo podría haberme estado observando y yo no me había dado cuenta, ya que no sabía hacia qué lugar dirigirme para encontrarle.

Recién ahora me vine a dar cuenta cómo se mimetizaba la choza contra la ladera del cerro y las rocas, como si realmente fuera una parte de este boscoso y pastoso panorama, tal como los árboles y las rocas. Era baja y no muy grande, y los troncos con los que había sido construida habían perdido su color con el tiempo y ahora presentaban un tono neutral. Junto a la puerta había un lavabo. Una palangana de hojalata, un cubo de agua con el mango de un cazo saliendo de él, estaban sobre el banco. Más allá del banco había una pila de leña y un hacha de doble filo estaba clavada sobre un tronco.

—¿Usted es Charley Munz? — pregunté.

El viejo dijo:

—Ese soy yo. ¿Cómo ha podido encontrarme?

—Larry Higgins me lo indicó.

Movió la cabeza como un péndulo.

—Higgins es un buen hombre. Si Larry Higgins se lo ha dicho, creo que no hay que temer.

Debía haber sido un hombre de gran estatura, pero la edad lo había encorvado. Su camisa colgaba laciamente de un par de poderosos hombros y sus pantalones arrugados en la forma característica que sucede con los ancianos, por falta de relleno. No llevaba sombrero, pero su grisácea cabellera parecía que usara una boina, y tenía una corta y algo desaseada barba. No pude saber bien si se trataba de una barba o que no se afeitaba durante algún tiempo.

Le dije quién era yo y que estaba interesado en los zorrinos y que algo sabía acerca de su libro.

—Parece — dijo — que desea estar aquí y conversar largo.

—Si no le incomoda.

Se levantó de la silla y se dirigió a la choza.

—Siéntese — dijo —. Si se va a quedar, siéntese.

Miré a mi alrededor, temo que demasiado obviamente, buscando un lugar donde sentarme.

—En la silla — dijo —. Se la he calentado. Yo me sentaré en un tronco. Me hace mucho bien; he estado sentado con mucha comodidad durante toda la tarde.

Se introdujo en la cabaña y yo me senté en la silla. Me sentía un canalla al hacerlo, pero de otra forma se hubiera ofendido, supongo.

La silla era muy cómoda y desde allí podía observar el valle y era un panorama hermosísimo. La tierra estaba cubierta de hojas que aún no habían perdido sus colores y había algunos árboles que aún mantenían sus andrajosas vestiduras. Una ardilla corrió por sobre un tronco tendido y se detuvo en un extremo, sentándose, observándome. Movió la cola un par de veces, pero no estaba asustada.

Este lugar era maravilloso, una calma y paz que no había conocido durante años. Comprendía perfectamente cómo el anciano podía estar sentado durante toda esta otoñal tarde de dorados tonos. Había muchas cosas donde posar descansadamente la vista. Sentí que la paz me invadía y que la calma corría por mi cuerpo y ni siquiera me asusté al ver al zorrino que se aproximaba lentamente desde la cabaña.

El zorrino se detuvo y me observó, con una de sus patas delanteras alzadas, pero después de un momento siguió caminando por el cercado, lentamente, con calma. Supongo que no era uno de gran tamaño, pero así me lo pareció a mí, y tuve cuidado de permanecer sin moverme en la silla; no moví un músculo.

El viejo salió de la cabaña y lanzó una cascada y alegre carcajada.

—¡Apuesto a que le ha dado un buen susto!

—En un comienzo — le dije —. Pero me quedé sin moverme y pareció no importarle.

—Es Phoebe — dijo —. Una molestia bastante grande. Dondequiera que uno vaya, allí está.

De una patada apartó uno de los troncos de la pila y lo apoyó en un extremo. Se sentó sobre él pomposamente y descorchó la botella, después me la alcanzó.

—Hablar da sed — declaró —, y no he tenido a nadie que haya venido a beber un trago desde hace un mes de domingos. Creo, señor Graves, que es usted un buen bebedor.

Casi salto de alegría. No había bebido un trago en todo el día y había estado tan ocupado que ni siquiera había pensado en ello, pero ahora sabía que necesitaba uno.

—Se me conoce por un buen bebedor, señor Munz — dije —. No lo rechazaré.

Me llevé la botella a los labios y bebí un trago moderado. No era whisky de la mejor marca, pero no tenía mal sabor. Limpié el cuello de la botella con la manga y se la pasé. También bebió un trago moderado y me la devolvió.

Phoebe, el zorrino, llegó y se detuvo ante él, alzó sus patas y las puso sobre sus rodillas. Él lo cogió con una mano y lo alzó hasta su falda. Allí se quedó muy tranquilo.