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Yo miraba, fascinado, y hasta me olvidé y bebí un par de tragos, uno tras el otro, sin pasarle la botella a mi amigo.

Se la entregué y él se quedó con ella en la mano, mientras con la otra acariciaba el zorrino bajo la barbilla.

—Me alegro que haya venido — dijo —, por alguna razón o por ninguna. No soy de esos que les gusta la soledad, pero me las arreglo, sin embargo; el rostro de un desconocido es siempre una agradable visión. Pero creo que usted tiene algo en esa cabeza. Vino aquí por alguna razón. Y quiere largarla.

Me quedé observándole durante unos momentos y tomé la gran decisión. Iba contra toda razón y todo lo que yo había planeado. No sé por qué lo hice. Quizás la paz que cubría ese lugar del cerro, quizás la calma del viejo y la comodidad de la silla, quizás intervinieron una serie de cosas diferentes. Si me hubiera dado tiempo para pensarlo dos veces, creo que muy probablemente no lo hubiera hecho. Pero algo en mi interior, algo de esta tarde, me dijo que debía hacerlo.

—Le mentí a Higgins para obligarle a que me dijera dónde podría encontrarle — dije —. Le dije que deseaba ayudarle a escribir un libro. Pero ya estoy harto de mentiras. Una es suficiente. Ahora no le mentiré. Le relataré la historia tal como es.

El viejo parecía estar un poco confuso.

—¿Ayudarme con mi libro? ¿Ese acerca de los zorrinos?

—Aún le ayudaré, después que todo esto haya terminado, si usted así lo desea.

—Me parece que es honrado decir que realmente necesito algo de ayuda. ¿Pero no es esa la razón por la cual usted está aquí?

—No — dije —. No lo es.

Bebió un largo trago y me alcanzó la botella. Bebí de ella.

—Está bien, amigo — dijo —, estoy preparado y soy todo oídos. Largue su historia.

—Cuando haya comenzado — le rogué —, no me interrumpa y me detenga. Déjeme llegar hasta el final. Después puede hacer todas las preguntas que desee.

—Sé escuchar — dijo el viejo, cogiendo la botella que le había pasado y acariciando al zorrino.

—Quizás encuentra que es muy difícil creerla.

—Eso corre por mi cuenta — dijo —. Vamos, adelante.

De forma que así lo hice y se lo conté. Lo hice lo mejor que pude, con toda sinceridad. Se lo relaté tal como había sucedido y le dije lo que yo sabía y lo que había discurrido y que nadie me creía, pero que no les culpaba por ello. Le conté acerca de Joy y Stirling, lo del patrón y el senador y del hombre de la agencia de seguros que no podía encontrar un lugar donde vivir. No se me escapó ningún detalle. Se lo relaté todo.

Cuando hube terminado se hizo un largo silencio. Mientras yo había estado hablando, el sol se había puesto y el bosque se estaba cubriendo de sombras. Se había levantado una ligera brisa, un poco helada, y se sentía el fuerte aroma de las hojas caídas.

Sentado en la silla, me quedé pensando en lo estúpido que había sido. Había perdido la oportunidad al decirle la verdad. Había otras formas en que podría haberle convencido para que hiciera lo que yo deseaba. Pero no, había tenido que hacerlo de la forma más difícil, de la manera más honesta y verdadera.

Esperé. Escucharía lo que tenía que decirme, luego me pondría de pie y me iría. Le daría las gracias por su whisky, por su tiempo perdido, y después me marcharía, hacia el oscurecido ocaso, por el sendero de carromatos a través del bosque y hasta donde había dejado el coche. Volvería al motel y Joy ya tendría la cena preparada y se enfadaría conmigo por haber llegado tarde. Y el mundo caería en el abismo, como si nadie hubiera hecho nada para impedirlo.

—Usted ha venido para pedirme ayuda — dijo el viejo, su voz saliendo de la oscuridad —. ¿Qué puedo hacer para ayudarle?

Me atraganté.

—¡Me cree!

—Forastero — dijo el viejo —, yo me baso en los hechos. Si lo que me ha contado no fuera real, no sé por qué se habría molestado en llegar hasta aquí. Además, creo conocer cuando un hombre está mintiendo.

Traté de hablar, pero no pude. Las palabras vacilaban en mi garganta y no lograban salir. Creo que estaba muy próximo a llorar como no lo había estado desde hacía tiempo, mucho tiempo. Y dentro de mí surgió un sentimiento de agradecimiento y esperanza.

Porque alguien me había creído. Otro ser humano me había escuchado y me había creído y yo ya no era un estúpido y un loco. Había recuperado, en este misterio de la creencia, toda la dignidad humana que poco a poco me había estado abandonando.

—¿Cuántos zorrinos puede reunir? — le pregunté.

—Una docena — dijo el viejo —. Quizás una docena y media. Estas rocas están llenas de ellos, por toda la ladera. Vienen a visitarme todas las noches a comer el poco alimento que les tengo.

—¿Y podría encerrarlos y tener algo en que llevarlos?

—¿Llevarlos?

—A la ciudad — dije —. Al centro de la ciudad.

—Tom, que es el granjero en donde usted estableció el coche, tiene un pequeño camión. Seguramente me lo prestaría.

—¿Y no le haría ninguna pregunta?

—Sí, claro que las haría. Pero puedo pensar en unas buenas respuestas. Podría venir con su camión hasta la mitad del bosque.

—Está bien, entonces — dije — esto es lo que quiero que haga. Esta será la forma en que puede ayudarme…

Le dije con calma lo que deseaba que hiciera.

—¡Pero mis zorrinos! — exclamó, desmayadamente.

—La raza humana — le repliqué —. Recuerde lo que le dije…

—Pero la policía… Me cogerán. No podría…

—No se preocupe por la policía — dije — Nosotros podemos cuidar de ella. Aquí…

Introduje la mano en el bolsillo y extraje el fajo de billetes.

—Con esto podrá pagar cualquier multa que le impongan, y aún le quedará mucho.

Miró fijamente los billetes.

—¡Eso es lo que le dieron en la casa de los Belmont!

—Parte de él — dije —. Es mejor que lo deje en la cabaña. Si lo llevara consigo, puede que desaparezca. Puede transformarse nuevamente en lo que era.

Bajó el zorrino que estaba sobre sus rodillas e introdujo el dinero en sus bolsillos. Se puse de pie y me alcanzó la botella.

—¿Cuándo debo comenzar?

—¿Puedo hablar con ese Tom?

—Sí, a cualquier hora. Yo iré donde él después y le diré que estoy esperando una llamada. Cuando la haya recibido, él podrá traer el camión. Se lo explicaré. No la verdad, evidentemente. Pero puede contar con él.

—Gracias — dije —. Muchas gracias.

—Vamos, beba un trago — dijo —. Después me pasa la botella. Creo que me vendría muy bien uno.

Bebí y le alcancé la botella y se bebió un largo trago.

—Comenzaré inmediatamente — dijo —. En una o dos horas más, tendré un saco lleno de zorrinos.

—Llamaré a Tom — dije —. Primero, volveré para asegurarme que todo marcha bien. Entonces, llamaré a Tom… ¿cómo se llama?

—Anderson — dijo el viejo —. Para entonces, yo ya habré hablado con él.

—Gracias nuevamente, amigo. Nos veremos.

—¿Desea beber otro trago?

Negué con un movimiento de cabeza.

—Tengo trabajo.

Di media vuelta y me alejé, bajando a largas zancadas la ladera, bajo la penumbra del ocaso, y por el sendero que llevaba al campo sembrado de trébol.

Había luces encendidas en la casa en donde había dejado el coche, pero el establo estaba silencioso.

Al aproximarme al coche, un gruñido surgió de la oscuridad. Era un sonido maligno que hizo que se me erizara el cabello. Me golpeó' como un martillo y me dejó helado e inmóvil. El gruñido estaba impregnado de temor y odio y se podía escuchar el entrechocar de los dientes.

A tientas, ubiqué la manilla de la puerta del coche, mientras el gruñido continuaba; un gruñido sollozante, ahogado, casi incesantemente emergiendo de la garganta.