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Abrí violentamente la puerta y salté dentro, cerrando la puerta tras de mí. Desde fuera, aún se escuchaba el gruñido, aumentando y decreciendo en intensidad.

Puse en marcha el motor y encendí las luces. El haz de luz cayó sobre la cosa que había estado gruñendo. El amigable perro que me había recibido con tanta alegría y que me había pedido que fuéramos juntos a pasear. Pero la amistosidad había desaparecido. Sus orejas estaban erectas y sus dientes desnudos eran un fulgor de blancura que destacaba en su hocico. Sus ojos lanzaban verdosos reflejos a la luz de los faros. Se retiró, lentamente, moviéndose de costado, con el lomo arqueado y la cola entre las patas.

El terror hizo presa de mí y pisé el acelerador. Las ruedas patinaron, chirriaron y el coche dio un salto hacia adelante, pasando por encima del perro.

CAPITULO XXXVI

Había sido un perro alegre y amistoso cuando le había visto por primera vez. Nos habíamos hecho amigos. Mucho me había costado el hacerle quedarse en casa.

¿Qué le había sucedido en el transcurso de esas pocas horas?

O, quizás, más propiamente, ¿qué me había sucedido a mí?

Traté de encontrarle una explicación, mientras unos piececitos húmedos y vellosos me recorrían la espalda de arriba abajo.

Quizás era la oscuridad, pensé. Probablemente, durante el día era un perrillo amistoso, pero con la caída de la noche se transformaba en un peligroso guardián, cuidando el terreno de sus amos.

Pero la explicación se me hacía bastante falsa. Estaba seguro que había algo más.

Di una mirada al reloj del tablero de instrumentos y vi que indicaba las seis y quince minutos. Volvería al motel y telefonearía a Dow y Gavin para averiguar lo que ellos sabían. No es que esperara que algo hubiera cambiado, pero para asegurarme que nada había cambiado. Después llamaría a Tom Anderson y los engranajes comenzarían a girar; para bien o para mal, el pan ya estaba dentro del homo.

Un conejo atravesó el camino frente al coche y se introdujo entre las hierbas que estaban a los costados del camino. Hacia el oeste, en donde el resplandor del moribundo sol destacaba la línea del cielo en un color vagamente verdoso, volaba una bandada de pájaros, que contrastaban con el cielo como trozos de carbón.

Llegué a la carretera principal y me detuve, después continué por la pista de la derecha, hacia la ciudad.

Las cosas con pequeños pies húmedos y fríos ya no recorrían mi espalda y comencé a olvidarme del perro. Nuevamente comenzaba a sentirme bien porque alguien me había creído, aunque no fuera más que un viejo y excéntrico ermitaño perdido en el bosque. Sin embargo, ese viejo y excéntrico ermitaño, probablemente, era el único hombre en el mundo que podía ayudarme. Mucho mejor, quizás, que el senador y el patrón o cualquiera otra persona. Eso, evidentemente, si el plan no fallaba, si no resultaba un fracaso.

Los húmedos y fríos pies se habían detenido, pero ahora comenzó una picazón en la oreja. Nervioso, pensé, demasiado tenso y nervioso.

Traté de apartar una mano del volante para rascarme el oído, pero no pude hacerlo. Estaba pegada allí, como cementada, y no pude soltarla.

Al comienzo creí que era mi imaginación o que estaba equivocado; que, de alguna forma, primero había intentado alzar una mano, pero que el cerebro o una parte de mi cuerpo había fallado y no lo había hecho. Lo que, si me detenía a pensarlo, era bastante aterrorizador en sí mismo.

Traté nuevamente. Los músculos del brazo actuaron sobre la mano y la mano se quedó donde estaba, y el pánico se cernió sobre mí, desde el tenebroso mundo.

Traté de mover la otra mano y tampoco lo logré. Y ahora me di cuenta que del volante habían crecido unas extensiones que encerraban mis manos, de forma que quedaban apresadas al volante.

Pisé fuertemente sobre el freno… demasiado fuerte, lo sabía, aun al hacerlo. Pero no dio resultados. Fue como si los frenos no existieran. El coche ni siquiera disminuyó la velocidad. Continuó como si yo jamás hubiera puesto el pie sobre el freno.

La intenté nuevamente, pero no había frenos.

Pero aun así, con el pie fuera del acelerador, aunque no hubiera empleado los frenos, el coche debiera haber disminuido la velocidad. Pero no lo hacía. Continuaba exactamente igual, fijo en las sesenta millas por hora.

Supe lo que sucedía. Supe lo que estaba ocurriendo. Y también supe por qué el perro había estado gruñendo.

¡Porque éste no era un coche; era un símil formado por los seres extraterrenales!

Una trampa de otro mundo que me tenía prisionero, que podría encerrarme para siempre, que podía llevarme donde desearan, que podía hacer lo que se le antojara.

Hice grandes esfuerzos por librar mis manos, y al hacerlo, giré el volante bruscamente a izquierda y derecha, el sudor brotándome del cuerno al pensar en lo que podría causar un movimiento así del volante a sesenta millas por hora.

Pero me di cuenta que había girado el volante y que el coche no había respondido y supe que ahora no había que preocuparse por lo que hiciera el volante. Porque el coche estaba totalmente fuera de mi control. No respondía al freno o al acelerador o al volante.

Y, lógicamente» esa era la forma en que debía ser. Porque no era un coche. Era otra cosa, maligna y aterrorizante.

Pero estaba convencido de que había sido antes un coche. Esa tarde, había sido un coche cuando las cosas me perseguían y se habían desintegrado al sentir el olor del zorrino. Pero el coche no se había movido; no se había transformado en los cientos de bolas que se haban abalanzado atropelladamente hacia el sitio del olor.

De alguna manera, en las últimas horas, había habido un cambio; probablemente, mientras estuve sentado junto a la cabaña, contándole mi historia a Charley Munz. Porque el perro no había demostrado terror hacia el coche cuando lo había estacionado en el cercado; había comenzado a gruñir, desde la oscuridad, cuando yo había vuelto a él.

Alguien, entonces, había llegado hasta la granja en este coche en que ahora yo estaba atrapado, lo había dejado allí y se había llevado el verdadero coche. No debe haber sido muy difícil de hacer, porque cuando yo había llegado no había encontrado a nadie en el lugar. Y aun, más tarde, si lo había habido, quizás una sustitución así podría haber pasado desapercibida o, a lo más, habría causado gran sorpresa a alguien que hubiera estado observando.

Para comenzar, el coche había sido real; por supuesto que había sido real. Porque, probablemente, ellos habían adivinado que lo revisaría y, quizás, habían temido que yo encontrara algo extraño en él. Y no podían arriesgarse, porque tenían que atraparme. Pero una vez que lo hubiera examinado, que me hubiera convencido que era un verdadero coche, deben haber pensado, sería más fácil cambiarlo, porque una vez satisfecha mi curiosidad, ya no tendría dudas posteriores.

Quizás ellos tenían ciertas limitaciones y estaban muy al tanto de ellas. Quizás lo mejor que podían hacer era copiar lo externo Y quizás, aun entonces, tenían ciertos puntos débiles. Porque el coche que yo había destruido con mis disparos en el camino, tenía los faros en el centro del parabrisas. Pero eso había sido, evidentemente, un trabajo ligero y descuidado. Lo podrían haber hecho mucho mejor, y quizás lo sabían, pero aún podían caber ciertas dudas ciertas formas en que podría identificarse un automóvil acerca de su competencia, o quizás un temor que existían de fábrica.

De manera que se habían asegurado. Y les había dado buenos resultados. Porque ahora me tenían atrapado.

Me estuve allí, sentado, incapaz de defenderme, asustado ante esta incapacidad, pero ya sin luchar, porque estaba convencido que ningún esfuerzo físico podría sacarme del coche. Quizás podrían haber otras formas, fuera de las físicas, y traté de pensar en cómo salir del coche. Quizás, por ejemplo, podría hablar con el coche, que parecía bastante estúpido, así como suena, por supuesto, pero que no dejaba de tener cierto sentido porque esto no era un coche sino un enemigo que, indudablemente, sabía que me llevaba en su interior. Pero deseché la idea, porque puse en duda que el coche, que probablemente me habría escuchado, estuviera equipado para responderme. Y llevar a cabo un monólogo con él habría sido como una súplica en las que las palabras que hubiera dicho no estarían de acuerdo con el desdén que se trasluciría por la humillación. Y yo, a pesar de la situación en que me encontraba, no me rebajaría a suplicar y a humillarme.