Escuché un murmullo lejano, diferente al quejido del viento pasando por las copas de los árboles. Me quedé inmóvil y me esforcé por tratar de identificarlo. De pronto, se hizo más fuerte, y era, indiscutiblemente, un coche.
El ruido me sirvió como bálsamo y me arrastró furiosamente cerro arriba, pero era un desgaste de energías solamente. Avanzaba muy poco.
El ruido aumentó, y hacia mi izquierda vi el resplandor de las luces de la máquina que se aproximaba. La luz bajó y desapareció, luego volvió a aparecer, esta vez más cerca.
Comencé a dar grandes voces, no palabras, solamente gritos para llamar la atención, pero el coche pasó la curva sobre mi cabeza, y nadie pareció escucharme, porque continuó su camino. Por unos momentos, la luz y el bulto del coche cubrieron el horizonte sobre el cerro, y después desapareció, y yo quedé solo, arrastrándome por la ladera.
Cerré mi mente a todo excepto a que debía llegar hasta el camino. Tendría que pasar otro coche, a alguna hora, o el que ya había pasado, tendría que volver.
Después de un tiempo, que me pareció inmensamente largo, finalmente lo logré.
Me senté en la orilla del camino y descansé, después, cuidadosamente, me puse de pie. El dolor aún estaba presente, pero no tan intenso como antes. Podía estar de pie, no demasiado firme, pero con posibilidades de mantenerme así.
Había recorrido un largo camino, pensé. Había pasado mucho tiempo desde aquella noche en que había descubierto la trampa ante mi puerta. Y sin embargo, al retroceder, me di cuenta que no había transcurrido tanto tiempo. Unas cuarenta horas, más o menos.
Y durante ese tiempo había jugado inútilmente una partida de ajedrez con la cosa que había sido la trampa. Esta noche el juego debía terminar, porque yo debía estar muerto. Los seres extraterrenales, indudablemente, habían intentado asesinarme, y a estas horas, más que seguro, ellos creían que yo estaba muerto.
Pero no lo estaba. Probablemente tenía una o dos costillas rotas, y todo mi cuerpo había sufrido al estrellarse contra un árbol, pero estaba de pie y aún no estaba derrotado.
Pasaría otro coche antes que transcurriera mucho tiempo. ¿Y si el próximo coche que pasaba era uno de esos creado por las bolas de bolera?
Pensé en ello y me pareció poco probable. Solamente se transformaban en algo razonable y con ciertos determinados propósitos, y no creo que tuvieran necesidad de otro coche.
Porque no necesitaban de un coche para trasladarse. Para eso tenían su madriguera. A través de ella podían trasladarse desde cualquier punto de la Tierra a donde desearan, aun fuera de la Tierra. No era el imaginar demasiado, me dije, el ver el espacio ocupado por la Tierra, cruzado y otra vez por sus madrigueras. A pesar que comprendí que «madriguera» no era, quizás, la palabra apropiada.
Traté de dar unos pasos y descubrí que podía hacerlo. Quizás, en vez de esperar un coche, debiera caminar por el camino, hacia la carretera principal. Allí, con seguridad, podría conseguir alguna ayuda. Probablemente, en este camino, no pasaría otro coche en toda la noche. Cojeando, me dirigí por el camino, y no era tan doloroso, excepto en el pecho, que se resentía y dolía con cada paso que daba.
Al ir caminando, pareció que la noche se hubiera aclarado un poco, como si se hubiera retirado un banco de nubes.
Tenía que detenerme de vez en cuando para descansar, y ahora, al hacerlo, volví la cabeza para mirar el camino que había recorrido y comprendí la razón de la luminosidad. Había un incendio en el bosque a mis espaldas, y, al mirarlo, las llamas se alzaron hacia el cielo, y al rojo resplandor de ellas vi la forma del envigado.
¡Era la casa de los Belmont, estaba seguro; la casa de los Belmont estaba en llamas!
Al observar, pedí a Dios que algunos de ellos estuvieran ardiendo. Pero sabía que no sería así, que estarían a salvo dentro de sus madrigueras que llevaban hacia otros mundos. Les vi, en mi imaginación, rodando hacia los agujeros, con el fuego tras ellos; los simulados seres humanos y los simulados muebles y todo el resto transformándose en bolas y rodando hacia los agujeros.
Y eso me hacía bien, por supuesto, pero no significaba nada, porque la casa de los Belmont era simplemente una base de ellos. Había muchas otras bases, en todas partes del mundo. Otros lugares en los cuales se extendían los túneles hacia destinos desconocidos, hacia los terrenos conocidos por los seres extraterrenales. Y ese lugar estaba tan cercano, quizás, a través de la ciencia y el misterio de los túneles, que sólo tardarían unos segundos en llegar a casa.
Dos luces separadas se aproximaron por la curva que estaba tras de mí y se dirigieron rectamente hacia mí. Hice señas con los brazos y grité, saltando torpemente hacia un lado cuando el coche pasó por mi lado. Las luces traseras brillaron con más intensidad, como bocas de hornos que se destacaban de la oscuridad, y los neumáticos patinaron sobre el pavimento. El coche retrocedió, rápidamente, hasta llegar a donde yo estaba.
Una cabeza surgió por la ventanilla del lado del conductor y una voz dijo:
—¿Qué demonios? ¡Parker! ¡Creímos que estabas muerto!
Joy estaba corriendo en torno al coche, sollozando, y Higgins volvió a hablar.
—Háblale — dijo —. Por el amor de Dios, dile cualquier cosa. Está loca. Ha incendiado una casa.
Joy llegó hasta mí corriendo. Extendió una mano y me cogió de un brazo, con los dedos tensos, como si quisiera asegurarse que yo era de carne y huesos.
—Uno de ellos llamó por teléfono — dijo entrecortadamente — y dijo que estabas muerto. Dijeron que nadie podía jugar con ellos y salirse con la suya. Dijeron que tú habías tratado de hacerlo y que te habían eliminado. Me dijeron que si tenía algo en mente, era mejor que me olvidara de todo. Dijeron…
—¿De qué está hablando, señor? — preguntó Higgins desesperadamente —. Juro por Dios que está totalmente loca. No le entiendo nada. Me llamó y preguntó por el viejo Windy y estaba llorando todo el tiempo, pero loca aun cuando estaba llorando…
—¿Estás herido? — preguntó Joy.
—Solamente un poco magullado. Quizás una o dos costillas rotas. Pero no tenemos tiempo…
—Me dijo que la llevara hasta la cabaña de Windy — dijo Larry Higgins —, y le relató que usted estaba muerto y que continuara con lo que usted le había dicho. Así que cargó con unas cajas llenas de zorrinos…
—¿Hizo qué? — exclamé, sin poder creerlo.
—Cargó los zorrinos y los llevó hasta la ciudad.
—¿Lo hice mal? — preguntó Joy —. Tú me dijiste acerca del viejo y los zorrinos y que habías hablado con un conductor de taxi llamado Larry Higgins y yo…
—No — le dije —, has hecho bien. No puedes haberlo hecho mejor.
Pasé un brazo por su cintura y la atraje hacia mi. Me hizo doler el pecho un poco, pero no me importaba.
—Encienda la radio — le dije a Higgins.
—Pero, señor, es mejor que nos alejemos de aquí. Ha incendiado una casa. Y se lo digo yo, no tenía idea…
—¡Encienda la radio! — grité.
Mascullando y gruñendo, metió la cabeza dentro del auto y encendió la radio.
Esperamos y cuando, después de segundos interminables, llegó la voz, estaba excitada:—…¡Miles de ellos! Nadie sabe qué son ni de dónde vienen…
De todas partes, pensé No solamente de esta ciudad o de esta nación, sino, probablemente, de todos los rincones de la Tierra, y solamente es el comienzo, porque la noticia se transmitirá en el curso de la noche.
Esa tarde, en la ladera del cerro, no había habido un medio rápido de comunicación, no había forma en que las buenas noticias fueron transmitidas. Porque la cosa de forma humana que me había estado siguiendo, y las pequeñas fracciones que habían estado dentro de mi bolsillo en forma de dinero, estaban muy lejos de un túnel, lejos de cualquier medio de comunicación.