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Volví a enfrentarme con mi máquina y recomencé el trabajo.

La oficina había alcanzado ya su ambiente normal. Una vez que había tenido lugar la diaria batalla entre Lightning y los correctores, uno sabía que todo marcharía sobre rieles, que la oficina, por fin, había entrado en ritmo veloz.

No fue por mucho tiempo.

Una mano cayó sobre mi hombro.

Alcé la vista y era Gavin.

—Park, mi viejo amigo — dijo.

—No — respondí obstinadamente.

—Eres el único que puede encargarse de este asunto — me dijo —. Es el Franklin.

—No me digas que se está incendiando y que millones de clientes…

—No, no es eso — dijo —. Acaba de telefonear Bruce Montgomery. Ha citado a una conferencia de prensa para las nueve.

Bruce Montgomery era el presidente del Franklin.

—Eso corresponde al departamento de Dow.

—Dow se fue al aeropuerto.

Me di por vencido. No me quedaba otra cosa. Gavin estaba casi a punto de llorar. No me gusta ver llorar a los editores.

—Está bien — le dije —. Estaré allí. ¿De qué se trata?

—No lo sé — respondió Gavin —. Le pregunté a Bruce y no me lo dijo. Parece ser muy importante. La última vez que citaron a conferencia de prensa fue hace quince años, cuando anunciaron que Bruce se haría cargo del barco. Era la primera vez que algún extraño tomaba un alto cargo en el establecimiento. Hasta entonces, todo había estado en manos de la familia.

—Bien — dije —. Me haré cargo del asunto.

Dio media vuelta y trotó a su oficina.

Pedí a gritos que viniera un chico y, cuando finalmente se presentó, le envié a la biblioteca para que me trajera todos los artículos acerca del Franklin en los últimos cinco años.

Extraje los artículos de sus sobres y los revisé. No había mucho en ellos que yo ya no lo supiera. Nada importante. Había artículos acerca de desfiles de modas en el Franklin, de exposiciones de arte en el Franklin y acerca de que el personal del Franklin había tomado parte en un desfile de intenciones cívicas.

El Franklin era un establecimiento antiguo y siempre llevado en forma tradicional. Solamente el año pasado, había celebrado su centenario. Estaba cumpliendo sus funciones casi desde la fundación de la ciudad. Había sido (y aún lo era) una institución familiar, con sus preceptos basados lo más cuidadosamente posible, sólo en la institución familiar. Generación tras generación había crecido junto al Franklyn, haciendo allí sus compras, casi desde la cuna a la tumba, y era conocido por la limpieza en sus negocios y la calidad de su mercadería.

Joy Kane pasó junto a mi escritorio.

—Hola, preciosa — le dije —. ¿Qué hacemos esta mañana?

—Zorrinos — respondió.

—El visón es más tu tipo.

Se detuvo muy cerca de mí. A mi nariz llegó el suave aroma del perfume que llevaba y, más aún, pude sentir la presencia de su belleza.

Estiró una mano y restregó mis cabellos, con un movimiento rápido, impulsivo, y después recobró su compostura.

—Zorrinos domesticados — dijo ella —. Regalones. Son la última novedad. Sin olor, por supuesto.

—Naturalmente — dije; y estaba pensando —: preciosos y con hidrofobia.

—Estaba enfadada con Gavin cuando me hizo ir allí.

—¿Al bosque?

—No. A la granja de zorrinos.

—¿Me quieres decir que los crían tal como a los cerdos y gallinas?

—Evidentemente. Te he dicho que estos zorrinos son domesticados. Este hombre dice que son muy cariñosos. Muy limpios, educados y ofrecen gran diversión. Está lleno de pedidos. De tiendas de Nueva York, Chicago y muchos otros lugares.

—Supongo que tienes fotografías.

—Ben fue conmigo. Sacó muchas.

—¿De dónde saca ese hombre los zorrinos?

—Ya te lo dije. Los cría.

—Pero, para comenzar con la crianza…

—Gente que arma trampas. Muchachos de las granjas. Pago muy buenos precios por los salvajes. Está construyendo su negocio. Necesita de animales no domesticados. Comprará todos los que pueda conseguir.

—Lo que me recuerda — le dije —. Hoy es día de pago. ¿Me ayudarás a gastar el cheque?

—Ciertamente. ¿No te acuerdas que me lo pediste?

Se inaugura un local nuevo en el camino de Pineocrest.

—Eso me suena muy bien — dijo ella.

—¿A las siete?

—Ni un minuto más tarde. Me da hambre muy temprano.

Se alejó hacia su escritorio y yo volví a los artículos. Pero aun cuando los revisé por segunda vez, nada había de importante en ellos. Los reuní y los puse nuevamente en sus sobres.

Me recliné en la silla y pensé en los zorrinos y en la hidrofobia y en las locuras que hacen ciertas personas.

CAPITULO V

El hombre que estaba sentado a la cabecera de la mesa junto a Bruce Montgomery era calvo, agresivamente calvo, como si estuviera orgulloso de su calvicie, tan completamente calvo que pensé si alguna vez en su vida habría tenido pelo. Había una mosca caminando sobre su cabeza y él no le prestaba la más mínima atención. Me hacía estremecer el ver esa mosca, caminando despreocupadamente y, con garbo por esa piel sonrosada y desnuda. Casi podía sentir la suave y enloquecedora picazón mientras recorría su camino.

Pero el hombre estaba allí sentado, sin mirarnos, con la vista por sobre nosotros como si hubiera algo que le fascinara en el muro posterior de la sala de conferencias. Era impersonal y tenía un aire de frialdad y nunca se movía. Si uno no hubiera visto que respiraba se hubiera creído que Bruce había traído uno de los monigotes de las vitrinas y que lo había sentado allí a la mesa.

La mosca caminó sobre la calva cúpula y desapareció, paseándose fuera de la vista hacia la parte posterior de ese reluciente cráneo.

Los chicos de la televisión aún estaban manipulando con su equipo, preparándolo, y Bruce les dio una mirada de impaciencia.

La habitación estaba bastante repleta. Estaban los del personal de la radio y televisión y los periodistas de la A. P. y U. P. I. y el hombre clave del Wall Street Journal.

Nuevamente, Bruce lanzó una mirada a los de la televisión.

—¿Están todos listos? — preguntó.

—un segundo, Bruce — respondió uno de los de la TV.

Esperamos hasta que las cámaras estuvieron preparadas y los cordones alineados y todos los técnicos metidos por todas partes. Eso es lo que siempre sucede con estos estúpidos de la T.V. Insisten en estar en todas partes y gritan si se les deja fuera, pero dejadles entrar y arman cada uno lo que queda fuera de la imaginación. Tenían todo el lugar ocupado, uno debía esperarles y se tornaban mucho tiempo.

Estuve allí sentado y, por alguna extraña razón, me puse a pensar en todos los buenos momentos que habíamos pasado con Joy en los últimos meses. Habíamos salido de excursión y de pesca y ella era una de las chicas más maravillosas que yo había conocido. Era una buena periodista, pero siempre en su papel de mujer, que no es lo que sucede corrientemente. Muchas de ellas creen que deben endurecerse y hacerse rudas para mantener la tradición, y eso, evidentemente, es una idiotez absoluta. Los periodistas nunca han sido tan duros como el cine trata de representarlos. Son solamente un grupo de especialistas muy trabajadores que lo hacen lo mejor que pueden.

La mosca apareció caminando por el horizonte del brillante cráneo. Se detuvo en esa línea por unos instantes, luego se inclinó hacia adelante y restregó sus alas en el par de patas posteriores. Así estuvo durante largo tiempo, observando la situación, después dio media vuelta y desapareció hacia atrás.