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—Pero no dijo nada.

—¿Y qué iba a decir? Ya había firmado el contrato y el establecimiento estaba vendido. Me imagino que jamás se les pasó por la mente que alguien pudiera comprar un negocio próspero, simplemente para cerrarlo después.

—No — dijo el patrón —, no tiene sentido ninguno.

—Debe ser solamente una artimaña publicitaria — dijo Charlie Gunderson —. Para atraer al público. Deben admitir que el Franklin, jamás hasta ahora, había tenido la publicidad que actualmente lleva.

—El Franklin — dijo el patrón tercamente — nunca buscó la publicidad. No necesitaba de ella.

—En un o dos días más — insistió Charlie —, saldrá un gran anuncio diciendo que el establecimiento reabre sus puertas. La nueva directiva expresará que debido a la presión pública, el Franklin deberá continuar su camino.

—No lo creo — dije e, inmediatamente, me di cuenta que debiera haberme callado. Ya que no tenía nada en que basarme, solamente algunas corazonadas. Todo este asunto olía mal. Podría jurar que había algo más que solamente una artimaña publicitaria pensada en momentos de ocio.

Pero no me preguntaron, ninguno de ellos, por qué creía que no se trataba de ninguna jugarreta.

—Parker — dijo el patrón —, ¿no tienes ninguna idea de lo que puede haber tras el contrato?

Moví la cabeza negativamente.

—Bennett nada ha dicho. El establecimiento había sido comprado, el edificio, bienes almacenados, mercaderías, todo, por el hombre, u hombres, a quien él representaba, y que sería cerrado. No hay ninguna razón para ello. Ningún plan posterior para utilizar el establecimiento en algo.

—Me imagino que se le interrogó intensamente.

Asentí.

—¿Y no respondió?

—Ni una sola palabra — dije.

—Es muy extraño — expresó el patrón —. Es endiabladamente extraño.

—El Bennett ese — preguntó Charlie —. ¿Qué sabes tú acerca de él?

—Nada. Rehusó identificarse, a excepción de decir que era el representante del comprador.

—Lo intentaste, por supuesto — dijo el patrón.

—Yo no. Tenía que escribir toda la historia para alcanzar a terminarla para la primera edición y sólo había veinte minutos. Gavin ha encargado a un par de muchachos que revisen los hoteles.

—Te apostaría veinte dólares — ofreció el patrón —, a que no encuentran ni rastros de él.

Creo que mi rostro expresó sorpresa.

—Este negocio es extraño — dijo el patrón —, desde el principio al final. Y, sin embargo, no hubo el menor rumor, ninguna divulgación, ni la más mínima noción de ello.

—Si hubiera existido, Dow lo hubiera sabido. Y si lo hubiera sabido habría estado trabajando en ello, en vez de ir al aeropuerto.

—Estoy muy de acuerdo contigo — expresó el patrón—. Dow está al tanto del menor detalle de lo que ocurre en la ciudad.

—¿Hubo algo acerca de este Bennett — me preguntó Charlie —, que pudiera darte alguna pista? ¿Cualquiera que sea?

Negué con un movimiento de cabeza. Todo lo que podía recordar de él era su absoluta calvicie y la mosca que caminaba por esa calva sin que él le prestara la menor atención.

—Bien, gracias, Parker — dijo el patrón —. Imagino que has trabajado como de costumbre. Satisfactoriamente. Con hombres como tú, Dow y Gavin en la sección de la ciudad no hay por qué preocuparse.

Salí del despacho antes que llegara hasta el punto en el cual ofrecería subirme el sueldo. Habría sido algo feo.

Volví a mi despacho.

Los periódicos recién habían salido de la prensa y en la primera página estaba mi artículo en letras de doce puntos y el titular extendido sobre ocho columnas.

También en primera plana había una fotografía de Joy sosteniendo un zorrino, con lo que parecía estar muy contenta. Bajo la fotografía estaba el artículo escrito por ella, y uno de los bromistas de composición había inventado uno de los acostumbrados y «habilísimos» titulares.

Me dirigí hacia el escritorio de Gavin y me detuve a su lado.

—¿Has tenido suerte — le pregunté —, en encontrar a Bennett?

—Nada — me respondió airadamente —. Creo que jamás ha existido tal hombre. Creo que tú le inventaste.

—Quizás Bruce…

—Llamé a Bruce. Dice que creía que Bennett estaba en uno de los hoteles. Que solamente habló acerca del negocio. No mencionó a ninguna personalidad.

—¿Y en los hoteles?

—No, jamás ha estado en ellos. En ninguno de ellos se ha registrado un Bennett durante las últimas tres semanas. Ahora estamos buscando en los moteles, pero, te aseguro, Parker, es una pérdida de tiempo. No existe ese hombre…

—Quizás se ha registrado con un nombre diferente. Busca a un calvo…

—Esa sí que es buena — gruñó Gavin —. ¿Tienes alguna idea acerca del número de calvos que se registran diariamente en nuestros hoteles?

—No — respondí —, no sé.

Gavin ya estaba lanzando sus espumarajos de costumbre, y ya no había razón para continuar habiéndole. Me alejé de él y me dirigí a través de la habitación para cambiar algunas palabras con Dow. Pero, como no estaba, me detuve en mi escritorio.

Cogí el periódico que estaba allí y me senté a leerlo. Revisé mi artículo y me enfurecí conmigo mismo al ver unos párrafos que no se podían leer bien por estar cortados y mal redactados. Siempre sucedía eso cuando se escribía un artículo mientras a uno le presionaban. Lo haces lo mejor que puedes, y después, para al edición próxima, lo tienes todo a la perfección.

Bruscamente, puse la máquina de escribir sobre mi escritorio y volví a escribir los párrafos nuevamente. Empleé una hoja de afeitar para recortar el artículo de la página y lo pegué con goma a las dos páginas de papel copia. Crucé con un par de líneas los párrafos ofensivos y los marqué para que fueran corregidos. Repasé el artículo nuevamente y sorprendí un par de faltas tipográficas e hice una o dos correcciones más en otro lugar para mejorar el lenguaje.

Era extraordinario, me dije, que hubiera podido sacar ese artículo con todos los del personal de composición gritándome que ya no había tiempo y con Gavin a mi lado, balanceándose de un pie a otro y jadeando por cada línea.

Cogí las copias y el ejemplar corregido y lo llevé a la sección de noticias de la ciudad, dejándolo en el cesto correspondiente. Volví a mi escritorio y recogí el arrugado periódico… Leí el artículo de Joy; estaba bien. Busqué el artículo para el cual Dow había ido hasta el aeropuerto y no lo encontré. Busqué a Dow y tampoco estaba por allí.

Dejé caer el periódico sobre el escritorio y me quedé sentado, sin hacer nada, recordando inútilmente lo que había sucedido en la sala de conferencias del Franklin esta mañana. Pero, todo lo que pude rememorar, fue la mosca caminando sobre ese cráneo.

Entonces, súbitamente, hubo algo más.

Gunderson me había preguntado si había algo en Bennett que pudiera constituir una pista para su identificación y yo le había respondido que no.

Pero me había equivocado. Había algo. No exactamente una pista, pero algo muy peculiar. Ahora lo recordaba, era su olor. A loción de afeitar, fue lo que había pensado cuando olí ese aroma por primera vez. Pero no era una loción que yo hubiera sentido antes. No era el tipo de loción que pudiera soportar otro hombre. No es que fuera de gran fragancia o desagradable, ya que solamente había sentido esa precisa y suave noción del aroma. Sino que era esa clase de olor que uno no puede asociar con un ser humano.

Sentado allí, traté de clasificarlo, traté de pensar en algo que se le pudiera comparar. Pero no pude, porque en toda mi vida no pude recordar exactamente cuál era ese aroma. Sin embargo, estaba mortalmente cierto que reconocería ese olor si me lo encontraba otra vez.