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– Toma, tía, te he traído un regalo.

Eran unos guantes marrones de piel vuelta, rematados con una borla de visón.

– No tenías que traer nada…

– Bueno, no es nada, en realidad.

– Anda, siéntate. ¿Quieres tomar un café o te apetece un refresco?

– No, gracias. Sólo quiero un poco de agua.

Abrió el paquete del regalo con poca ilusión.

– Pero ¿cómo se te ocurre? Ya no tengo las manos para estos lujos.

Dejó los guantes sobre una mesa, sin prestarles la menor atención. Era evidente que no había acertado con el regalo.

Se dirigió a la cocina y yo la seguí con curiosidad. Quería comprobar si todavía conservaba la salamandra y el fogón de hierro con las bisagras doradas y el caldero de cobre. En efecto, allí estaban, tan relucientes como entonces, y también los pañitos bordados en el vasar de esquinera, la mermelada de membrillo y los tarros de miel en la despensa, la gran mesa de fórmica amarilla rodeada de las mismas sillas de madera donde me sentaba de niña a desayunar enormes tazones de leche con nata y miga de pan.

Esta casa ha sido lo único que el tiempo se ha dignado conservar tal y como fue en aquellos momentos de dicha plena. No sabría decir si me complacía o me disgustaba el hecho de que todo permaneciera como entonces, aunque, desde luego, lo que me conmociona es que el paso de los años se deje sentir con tanta arbitrariedad. Mi tía y su casa están intensamente vivas, mientras yo me marchito y mi entorno desaparece.

– Bueno, cuéntame. ¿Qué te trae por aquí? ¿Qué tal está Lucas? ¿Y tu hermano? ¡Qué poca vergüenza tiene! Nunca viene a verme…

Me costaba empezar a hablar. Mientras tanto, mi tía me disparaba una retahíla de preguntas, como si no tuviera interés en saber ninguna de las respuestas.

– Bueno, ya sabes lo ocupado que está mi hermano, pero me ha dado muchos besos para ti y me ha dicho que, en cuanto pueda, vendrá a verte -contesté, al fin, tratando de esquivar el asunto de Lucas.

– ¡Qué sinvergüenza! Se ha olvidado de su tía, parece mentira. Bueno, ¿y tu marido? ¿Sigue con el negocio de los cuadros?

– Verás tía, estoy sola. Lucas se fue…

– Pero ¿qué me dices? ¿Os habéis separado?

– No exactamente…

– ¿Entonces? ¿Se ha ido de viaje?

– No lo sé…

– ¿Cómo que no lo sabes?

– Pues que no lo sé.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no sé dónde está. Se fue, sin más.

– ¿Que se ha largado sin decirte nada? No puede ser, pero si era un buen hombre… ¿Cuándo se marchó?

– Dentro de poco hará cinco meses.

– ¿Y has preguntado a los amigos, a la familia…, en los hospitales, a la policía…?

– A todo el mundo y en todos los lugares posibles.

– Pero ¿no te dijo nada cuando se fue?

– No, sólo que tenía que hacer un viaje a Panamá, un poco más largo de lo habitual y que me llamaría. Salió de casa con una maleta de mano y desapareció.

No es una mentira, fue lo que pensé cuando le vi preparando el escaso equipaje. Iba mucho a Panamá, aunque nunca me explicó con precisión el motivo de sus viajes a Centroamérica.

– Se fue, eso es todo… Así es la vida, tía, no creas que no quiero contártelo, es que yo estoy tan desconcertada como tú…

La dificultad de explicarle mi situación aumentaba por momentos. Me era imposible entrar en detalles y mucho menos hablarle de la carta de Lucas, pero tampoco podía esquivar las preguntas.

– ¿Te ha dejado por otra? -concluyó.

– No, en absoluto, no creo que se haya ido con otra.

– ¡Ay, Paula, qué tonta eres! ¿Por qué va a ser? ¿Por qué se va a ir si no hay otra por medio? Los hombres son así… Llegan a una edad y se ponen idiotas y se dejan engañar por la primera que les hace una carantoña. La novedad, hija, la novedad… Seguro que es una jovencita aprovechada…

– No, tía, no es probable…

– ¡A mí me lo vas a contar…! A estas alturas de la vida, una ya ha visto mucho y no es el primer caso. Mira Tomás… ¿Te acuerdas de Tomás?

– ¿El hijo de Avelina? Sí, sí me acuerdo.

Al padre de Tomás le descerrajaron un tiro en la mandíbula porque trató de detener a unos delincuentes con los que había coincidido en un bar. Con Tomás estaba yo jugando en las fiestas de Armunia el día que murió Marilyn. Éramos muy pequeños, pero me acuerdo perfectamente. Buena gente. Fuimos muy amigos…

– Pues cumplió los cincuenta y dejó plantada a su mujer. Y si te he visto, no me acuerdo. Ahí la dejó, con nietos y todo. Le encandiló una chica de treinta, una veterinaria que vino a dar clases a la facultad. Y se lo llevó… Así son las cosas, hija, hay que hacerse a la idea.

– Es que no creo que a Lucas le haya encandilado nadie…

– Eso te crees tú, a Lucas y a San Justo Bendito si se lo proponen…, que los hombres son así, Paula, que se les va la cabeza y la última que se entera es una misma…

No sé cómo tuve fuerzas para soportar la conversación sin desmoronarme. Había desechado desde el principio una razón tan simple como aquélla y me molestaba profundamente que mi tía lo viera tan claro.

– ¿Sabes lo que tienes que hacer? -dijo con absoluta resolución-. Buscarte otro. Eres guapa todavía. Seguro que lo encuentras. Hay mucho divorciado por ahí con ganas de encontrar una buena persona. O un viudo joven… Además, una mujer como tú…, menudo partido.

– No, tía, déjalo ya… No quiero seguir hablando de Lucas. En realidad, verás, he venido para que me cuentes lo que le pasó al abuelo Román…

– ¿Qué le pasó? ¿A qué te refieres?

– Quiero saber algo del fusilamiento y de cuando estuvo preso en San Marcos, y de la guerra…

– No me digas que también tú vienes a desenterrar cadáveres. Mira, hija, es mejor que los restos se queden como están. Dejemos los huesos en paz. Y eso que era mi padre… Pero a mí no me gusta remover el pasado. Que dejen descansar a los muertos.

Algo me impedía darle la razón, pero lo cierto es que me repugnaban tanto como a ella las terribles imágenes de las fosas comunes y los esqueletos que habían aparecido con tanta frecuencia durante los últimos meses. No quería reabrir heridas del pasado, ni tenía deseos de revancha. Mi única pretensión era seguir las instrucciones de Lucas, hacer un homenaje póstumo a mi madre y, sobre todo, profundizar un poco más en la pequeña historia de mi familia. Nadie más contrario que yo al ajuste de cuentas o al revisionismo histórico. Conozco historias personales truculentas al margen de sectarismos o credos políticos.

– No pretendo desenterrar nada, sólo quiero saber algunos detalles de la historia de mi abuelo y…

– ¿A estas alturas? ¿Para qué quieres saberlo?

– No sabría decirte exactamente los motivos… Simple curiosidad por conocer detalles de la familia.

– Mira, el otro día me contaron que en el pueblo han puesto una estatua, un monumento o lo que sea, en medio de la plaza de la iglesia, con el nombre de todos los que mataron allí los fascistas. A la inauguración fueron muchas autoridades y esos de la memoria histórica, entre otros, mi ex yerno. Y precisamente me dijo tu prima, que se iba a verlo, que si quería ir con ella y le dije que no. No me quedan ganas. Rotundamente, no. Me niego a remover el pasado. Tengamos la fiesta en paz.

– Te aseguro que no tengo el menor afán de escarbar en la historia, pero me gustaría, al menos, ver su testamento -insistí con gran esfuerzo.

– ¿Qué testamento? Pobre mío… ¡Qué nos iba dejar en un testamento…! Pero si nos lo quitaron todo. Lo que tienes que mirar es por la otra parte; que tu padre sí que os habría tenido que haber dejado una buena herencia si no hubiera sido por las trampas que le hicieron… Ahí sí puedes encontrar una fortuna, por la parte de tus abuelos paternos…

– No vengo a buscar dinero. De todos modos, antes de que sigamos hablando, se está haciendo tarde. He reservado mesa a las dos. ¿Vamos andando o prefieres ir en taxi?