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– ¿En taxi? Aquí no se cogen taxis, está todo muy cerca. En cinco o diez minutos estamos en San Marcos. Espera que me ponga los zapatos y el abrigo.

Se fue al final del pasillo, probablemente a su habitación, y no me atreví a seguirla. Le pregunté en voz alta:

– ¿Caminas mucho?

– Sí, hija, gracias a Dios todavía no me fallan las piernas. Me doy unos buenos paseos todos los días aunque caigan chuzos de punta -me respondió a gritos.

¿Qué sentido tenía aquel viaje si se negaba a hablarme de su padre? Mi tía había sido siempre muy tozuda, no iba a resultar fácil convencerla. Si hiciéramos un recorrido por determinados lugares, como la casa familiar o la pastelería donde iban a la salida del colegio…, quizá se animaría a hablar.

– Ya estoy, vamos… Espera, que no sé dónde he dejado las llaves… Esta cabeza mía…

5

Entramos en el hotel, subimos a paso de tortuga la escalinata y, por fin, nos sentamos en una de las mesas del restaurante. Observé en mi tía Olvido una actitud muy extraña. Desde que habíamos pisado la explanada de San Marcos, se comportaba de un modo retraído y asustadizo, mirando a derecha e izquierda sin apenas fijar la vista, como si quisiera ver y no ver al mismo tiempo, como tratando de evitar que alguien la viera. Fue un error empezar el itinerario precisamente en San Marcos, así que decidí dejar la conversación sobre mi abuelo para otro día. Quizá en otro sitio se sintiera mejor. Me di cuenta, además, de que los platos de la carta eran demasiado contundentes para una anciana, porque mi tía es una anciana de ochenta y siete años, aunque a ella le moleste que le llame de ese modo. Así que San Marcos, en aquel momento, me pareció un desacierto en todos los sentidos.

– ¿Tienen algo menos contundente que la caza, el cordero o las fabes con almejas? -le pregunté al camarero.

– Dígame qué le apetece a la señora. Fuera de carta tenemos…

Antes de que me diera tiempo a preguntar, mi tía se dirigió al camarero.

– Pues mire, yo voy a tomar una paletilla, que hace mucho que no la pruebo y, antes, unas verduritas. Seguro que estarán muy buenas.

– Sí, señora, desde luego, es una elección muy acertada -le respondió-.Y usted, ¿ha pensado lo que le apetece o quiere que le sugiera algún plato?

– Yo quiero también las verduras y después rape a la plancha.

– ¿Desean algún vino en especial las señoras?

– Un Rioja de la casa -respondió mi tía sin darme otra opción.

Realmente, no salía de mi asombro al ver a una anciana que pensaba, caminaba, comía y bebía con la capacidad, el entusiasmo y la decisión de una joven treintañera.

– Tienes muy buen apetito, tía Olvido. Te veo muy sana.

– Pues sí, hija mía. No entiendo cómo me encuentro tan bien con la cantidad de años que tengo. Ya ves… He acaparado para mí sola los mejores genes de toda la familia.

No pude resistir la tentación de hilvanar la edad con los recuerdos.

– Sí, porque en esta familia todos se mueren jóvenes…

– Unos se mueren y a otros los matan con cincuenta y siete años, como a tu abuelo. -Hizo una breve pausa-. Y mi madre murió a la misma edad, porque se llevaban dos años y falleció dos años después que él. Claro, que tampoco se puede decir que fuera de muerte natural. Y luego tu madre, que también murió muy joven, y tu tío Macario… Todos menos el tío Fabricio, que murió meses antes que Franco, aunque era mayor que él… Por eso digo que yo soy la que estoy viviendo más tiempo y, sobre todo, la más sana de toda la familia. ¿Te puedes creer que no me han operado de nada jamás? No he pasado por un quirófano ni por un hospital… Sólo las jaquecas, que ésa es una herencia familiar. A todas las mujeres de la familia nos duele la cabeza…

– ¿De qué murió realmente la abuela?

– De pena, de dolor y de rabia. Se puso enferma de creer que todas las noches fusilaban a su marido. Para ella fue como si le hubieran matado cien veces, porque cada mañana se plantaba en esta puerta que acabamos de franquear, que no tenía estos cristales tan elegantes, sino que había unos individuos que te apuntaban con los fusiles si te acercabas a ellos… Bueno, el caso es que todos los días pasaba el mal trago de preguntarles si ya habían fusilado a su marido. Y ellos le decían: «No seas pesada, mujer, ya te enterarás…». Otras veces le gastaban bromas macabras.

Era el mismo relato que tiempo atrás había escuchado a mi madre. Sólo añadió una tétrica anécdota. En cierta ocasión, los tipos que custodiaban la entrada dijeron a mi abuela que ya habían fusilado a su marido y que habían arrojado el cadáver allí mismo, debajo del puente de San Marcos. Mi abuela corrió como loca a recogerlo a la orilla del río, donde le dijeron, y en aquel mismo lugar encontró tres cadáveres, pero ninguno era el de su marido. Estuvo todo el día escarbando en la tierra y buscando en el agua para ver si había algún rastro del cuerpo, una prenda o cualquier indicio que le sirviera para identificarlo. Muy entrada la noche regresó a casa con la cabeza perdida y tuvo que acostarse a oscuras y en silencio para soportar el dolor. A la mañana siguiente fue a preguntar otra vez dónde habían enterrado a su marido y aquellos tipos, retorciéndose de risa, dijeron que le habían gastado una broma, que Román todavía estaba vivo.

– De eso se puso enferma -corroboró mi tía Olvido-, porque mi madre estaba fuerte y sana hasta que aquellos canallas se llevaron a su marido. De la noche a la mañana se le puso el pelo blanco, empezó a decaer, a menguar, a debilitarse, y ya no se recuperó jamás. En cuestión de días pasó de ser una mujer fuerte y robusta a una viejecita consumida.

Di gracias al cielo al ver que mi tía participaba en la conversación de manera espontánea, sin necesidad de que la sometiera a un interrogatorio. Sólo entonces me atreví a seguir preguntando.

– ¿Y vienes mucho por aquí?

– ¿Por San Marcos? -repitió con asombro-. Jamás había entrado. Es la primera vez que piso este lugar desde que empezó la guerra. Bueno, la verdad, entonces tampoco entré. Tu madre y yo nos quedábamos ahí fuera, en el crucero, para ver a tu abuelo los días que los sacaban a barrer. Lo hacían para humillarles, porque ya me dirás, ¿qué iban a barrer en un sitio donde sopla tanto el viento? Si está siempre relimpio, que el viento se lo lleva todo.

– ¿Hablasteis alguna vez con él?

– No nos dejaban acercarnos. Creo que él no llegó nunca a vernos, porque éramos muchas mujeres las que nos juntábamos en la explanada, pero a lo lejos, para que no nos echasen los soldados. A los presos no les dejaban levantar la vista del suelo; si alguno dejaba de barrer o se distraía, le pegaban un culatazo con el fusil.

– ¿Nunca pudisteis visitarle?

– Nunca. Ni siquiera cuando supimos que le habían condenado a muerte. Los condenados a muerte tenían derecho a visita. Mi padre logró dar una carta a otro preso que quedó en libertad y el hombre se portó bien y nos la trajo.

– Ah, la carta… ¿Dónde está? ¿Iba dirigida a mi padre? -le pregunté.

– No, ésa era otra. La de tu padre la escribió la noche antes de que le fusilaran, cuando fue consciente de que iba a morir.

– ¿Las tienes tú?

– Tu madre las tuvo durante mucho tiempo. Ya sabes cómo era… Lo tenía todo guardado y estaba siempre dándole vueltas a las cosas. Yo, sin embargo, procuro olvidar lo malo y quedarme sólo con lo bueno… Mira que éramos distintas las dos hermanas… Las cartas, al final, me las dio tu padre para que las guardara yo.

– Quiero saber dónde están esas cartas -le interrumpí con ansiedad-, me gustaría tenerlas.

– No sé muy bien dónde andarán… Hace ya un tiempo vino mi yerno Rodrigo, bueno, el ex marido de mi hija Mari Paz. ¿Te he dicho que se divorciaron?