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– No lo sabía -respondí indiferente.

– Pues este Rodrigo, que es un negociante y un politiquero, está metido en todo eso de la memoria histórica. Por eso me sentó mal que tú también vinieras a desenterrar cadáveres, porque no me gusta nada que éstos lo pongan ahora todo del revés… Ya me dirás qué le importa a éste la memoria de tu abuelo, si su familia es de derechas y su padre, gracias a Franco, se forró a base de bien. Y ahora su hijo dice que es de izquierdas de toda la vida…

– ¿Se quedó con las cartas?

– Con las cartas y con todos los papeles que tenía de tu abuelo. Por lo visto, van a hacer otro monumento con el nombre de los que fusilaron en Puente Castro-Pocos días después me leyeron el texto de la placa: «En el polígono de tiro de Puente Castro fueron fusiladas todas las autoridades republicanas de la región: el gobernador civil, Emilio Francés Ortiz; el presidente de la Diputación, Ramiro Armesto; el alcalde de León, Miguel Castaño; el presidente del Frente Popular, Félix Sampedro, etcétera. También fueron ejecutados de esta forma los alcaldes de Cármenes, Ponferrada, Astorga, Montejos, Sahagún, Valderas y los cuatro que tuvo Vegacervera en la zona republicana».

Me temo que, entre tanta autoridad, no quedará hueco, por muy grande que sea la placa, para poner el nombre de mi abuelo.

– Ahora todos vienen a lo mismo -dice mi tía-, parece que se ha puesto de moda…

– ¿Y tú le diste todo?

– Sí, se lo llevó todo, pero me prometió que me lo devolvería.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. La verdad es que ni se lo pregunté.

– Tengo que hablar con él. Quiero leer esas cartas lo antes posible. ¿Puedes darme su teléfono o decir que voy a ir a verle?

– ¿Para qué lo quieres? ¿Qué vas a hacer tú con todo eso?

– Escribir un libro sobre los desaparecidos.

– ¿Otro más? Pero si últimamente se han escrito un montón. Si están todo el día escarbando la tierra para encontrar las fosas y los huesos.

– Sí, tía, voy a escribir otro libro más.

Dio buena cuenta de la comida, del postre y del café, la llevé a su casa y le pedí que me pusiera en contacto con Rodrigo. No hubo manera de encontrarle aquella tarde. Nadie respondía en su número de teléfono.

No quise abrumarla con más preguntas, porque me di cuenta de que estaba agotada de contar tantas historias. Cuando empezó a anochecer, regresé al hotel para intentar ordenar los deshilvanados recuerdos de mi tía Olvido. Pero cuando abrí la puerta y encendí las luces de la habitación, sentí que una chispa me iluminaba el cerebro y empecé a darle vueltas a la espontaneidad con la que ella había resuelto la desaparición de Lucas.

¿Y si no existía tal desaparición? Quiero decir… ¿Y si su ausencia, en realidad, obedecía a causas vulgares y no tan sublimes o misteriosas como me había hecho creer o yo misma me había inventado? Quiero saber la verdad, por terrible que sea, por más cruel que resulte…, aunque me destruya. Es peor vivir atormentada por las dudas. Ni se me había ocurrido pensar que el caso de Lucas fuera como el de Tomás, el hijo de Avelina, que cumplió los cincuenta y dejó plantada a su mujer por una joven profesora de veterinaria.

A estas alturas empiezo a darme cuenta de que, a pesar de haber vivido juntos durante tantos años, no conozco a Lucas tanto como él a mí. Quizá tenga otras vidas que me oculta. ¿De dónde sacaba el dinero? ¿Por qué de pronto me hacía regalos fastuosos? Recuerdo las alfombras turcas, las sillas de Philippe Starck, el anillo de brillantes y esmeraldas, la casa donde vivíamos de alquiler… Un buen día llegó y, sin venir a cuento, me dijo: «Esta casa es tuya, te la acabo de comprar». Y me dio las escrituras para que las guardara. Lo mismo hizo con la casa de la playa. Yo se lo agradecía mucho; claro que se lo agradecía. Me encantaban sus sorprendentes regalos, pero nunca sabía de dónde sacaba el dinero. Unas veces nadábamos en la abundancia y otras, sin embargo, nos quedábamos a dos velas. Yo era la que mantenía el ritmo sistemático de la casa para que no faltase nada de lo cotidiano. Supongo que el dinero salía de las comisiones de las ventas de los cuadros, porque de las exposiciones de la galería le quedaban pocos beneficios y, además, con eso había que alimentar a un montón de gente. Lo cierto es que nunca le preguntaba detalles sobre sus finanzas, entre otras razones, porque nunca me respondía con claridad.

Jamás di importancia a esta cuestión, pero, del mismo modo que me ocultaba sus asuntos de dinero, me podía haber engañado sobre otras muchas cosas: sus relaciones con determinada gente o sus viajes. A veces me dejaba con la boca abierta. Me enteré casualmente de que había estado en Panamá, en isla Margarita y en Chiloé, por poner un ejemplo de tres lugares a los que había ido solo o con personas desconocidas para mí. Ahora me doy cuenta de lo poco que le gustaba hablar de sus viajes. La mayoría de las veces no me explicaba dónde iba, y si mencionaba algún lugar sorprendente para mí, lo justificaba diciendo que había ido a hacer unas fotos de encargo, que eran viajes de trabajo y que no había tenido ocasión de comentármelo. Confiaba en él ciegamente y jamás se me ocurrió insistirle en determinados temas o advertir que se contradecía en cuestiones que ahora se me vienen de golpe a la cabeza.

Quizá tenga razón mi tía Olvido y todo sea una farsa. Es posible que haya huido con un antiguo amor y, para no hacerme daño, pretenda rodear el engaño de un halo de misterio y espiritualidad.

La duda aumentó hasta tal punto que empecé a llenarme de resentimiento. ¿Por qué tenía que sublimarlo todo? ¿Por qué no dudaba de él cuando me consta que, al principio, me había engañado varias veces? Es probable que lo siguiera haciendo al cabo de los años.

Una vez encontré en su mesa un cuaderno de gran tamaño donde había escrito un relato en el que describía la placidez de un hotel cercano al que acudía cada mañana el protagonista para encontrarse clandestinamente con una mujer. Hasta me imagino quién podría ser su amante: una tal Rory de la que estuvo muy enamorado. Lo sé porque aún le seguía gustando ese tipo de belleza morena, por cierto, opuesta a mí, la clásica andaluza de nariz aguileña, ojos grandes y sonrisa amplia; de esas que presumen de dientes blancos y bien enfilados. Es posible que se hayan vuelto a encontrar al cabo del tiempo y sigan enamorados. Ella será joven todavía; tendrá en torno a los cuarenta. Quizá esté soltera o divorciada; tal vez se haya quedado viuda recientemente. ¿Por qué no? Es probable que no tenga hijos. Ahora empiezo a darme cuenta de que se ha ido con Rory.

¿Por qué habré permanecido ciega y ofuscada durante tanto tiempo? Estaba segura de que era un santo y, mira por dónde, ha caído en la vulgaridad más absoluta de ocultarme una amante. ¡Imbécil de mí! Pensaba que su huida era un ejercicio de desprendimiento, un acto de amor profundo lleno de espiritualidad. ¡Cuánto he sufrido inútilmente! Lo malo es que sigo sufriendo, aunque sean bien distintos los motivos. Estoy empezando a odiarle. Se me oscurece el alma y se desvanece toda sensación de eternidad.

Aprieto el botón del mando a distancia para ver las noticias. Hace tiempo que he perdido el interés por los acontecimientos de este mundo. El informativo comienza con una noticia del Washington Post. Al parecer, existen centros clandestinos de tortura donde la CÍA lleva a los presos más incómodos. ¿Dónde están? ¿Es posible que los paseen impunemente por el mundo; que traspasen fronteras, que sobrevuelen nuestro territorio, que aterricen en nuestros aeropuertos y no nos enteremos?

Cada dieciocho segundos muere una mujer, víctima de los malos tratos. ¿Qué nos está pasando? Hay que repartir un manual de instrucciones para huir de un maltratador.

El pasado fin de semana ha sido especialmente trágico en cuanto a accidentes de circulación. A estas alturas del año ya se han producido más muertes que el año anterior. Las estadísticas señalan que la mayoría de los accidentes se deben a imprudencia de los conductores: exceso de velocidad, falta de atención, sueño y alcohol.