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Según los sondeos, la mayoría de los iraquíes opinan que viven peor todavía que con la dictadura, pero tienen la esperanza de que la situación mejore cuando elijan un nuevo Gobierno capaz de acabar con la insurgencia y lograr la retirada de su territorio de las tropas occidentales. Mientras se escucha la voz en off del presentador, entre diversas imágenes de las víctimas de los atentados en las calles de Bagdad, aparece, de nuevo, un primer plano deplorable de Sadam Hussein con cara de loco, la barba blanca larga y desaliñada, despeinado, sucio, humillado y abatido.

Hace unos meses, Lucas y yo contemplábamos absortos la secuencia del derribo de la estatua gigantesca del dictador con el brazo en alto. Aquel grupo de iraquíes que anudaron la soga al cuello y tiraban de ella con grandes esfuerzos nos recordaron la caída de Mussolini, cuando los italianos colgaron su cadáver junto al de su amante, Clara Petacci, ambos cabeza abajo, en lo alto de una columna metálica de una gasolinera, mientras el pueblo desfilaba ante ellos para insultarlos y escupirlos. Espectáculos tristes, macabros y grotescos. También comentamos una escena mucho más trivial. En la lujosa mesa de uno de los palacios de Sadam Hussein confiscados por las tropas norteamericanas, un marine había dejado un grafitti propio de un pupitre escolar: «USA was here».

Precisamente en esos días, Charly estaba en Washington y nos envió un reportaje sobre casos estremecedores de estrés postraumático que, ya entonces, afectaba a medio millón de familiares de víctimas del atentado de las Torres Gemelas, pero también a muchos excombatientes que habían contemplado cadáveres devorados por insectos. El corresponsal que escribía el artículo contaba que un militar británico, tras la guerra de Kuwait, le había pedido prestado el teléfono para llamar a su familia en Inglaterra y sólo pudo decir: «He visto cosas horribles». Se quedó mudo, sufrió un colapso nervioso y se desvaneció.

No era la primera vez que Lucas y yo nos manifestábamos juntos contra la maldita guerra. Pensábamos que semejante brutalidad jamás merecía la pena. Seguíamos con tanto interés la actualidad que ahora se me antoja extraño y doloroso comprobar mi indiferencia frente a los acontecimientos históricos. Cuánto habríamos comentado estas imágenes que observo sin que se me altere el ánimo. Ni siquiera me afectan los rostros de los niños heridos, ni los atentados, ni los terroristas suicidas, ni la guerra infame… Nada me interesa sin él a pesar de la repentina decepción que he sufrido esta tarde y del odio que aumenta, crece, se apodera de mí y se vuelve cada vez más profundo.

Capítulo 4. Mentiras de guerra

Cuando aparecen coincidencias enigmáticas, caemos en la tentación de buscar explicaciones mágicas. Por eso Marguerite Yourcenar obliga al emperador Adriano a volverse hacia el parloteo fortuito de las aves o hacia el lejano contrapeso de los astros, porque ni el sentido común ni los filósofos saben descifrar los misterios ocultos. ¿O acaso no da que pensar el hecho de que sean siete los chakras de la tradición hindú, los canales por los que transita la energía? El yoga nos ayuda a limpiar los chakras a través de técnicas sencillas, con ejercicios que requieren lentitud y paciencia infinita, las mismas cualidades que se necesitan para descubrir las mentiras que se retuercen en la mente de un hombre ofuscado, como la energía kundalini se enrosca en una espiral alrededor del hueso sacro.

1

Por fin localicé a Rodrigo. Aunque estábamos emparentados de algún modo -su ex mujer es mi prima hermana y, por tanto, sus hijos sobrinos segundos-, ni siquiera le recordaba físicamente. Nada extraño teniendo en cuenta la escasa relación que mantengo con lo que me queda de familia. Y no es por falta de afecto, al contrario, es porque me deprime el salto en el vacío que supone ver a personas adultas como perfectos desconocidos, que, sin embargo, fueron tan cercanas durante mi infancia y el tiempo más dichoso de mi adolescencia. Les considero -admito que injustamente- testigos indiscretos de mis desdichas, porque las únicas noticias que se cuentan entre familiares casi olvidados y, desde luego, alejados geográficamente, son las desgracias y padecimientos de una vida: divorcios, disputas, enfermedades, quiebras económicas, accidentes y muertes. De vez en cuando alguien comunica un hecho luctuoso: «¿Sabes quién murió? ¡Fulanito…! Sí, mujer, ¿cómo no te acuerdas? El marido de tu tía Conchita… Pues el pobre tuvo una muerte horrible…». Y lo único que se te ocurre decir frente a la noticia de su fallecimiento es: «Vaya por Dios, cuánto lo siento».

Lo que menos me gustaría es que Rodrigo se enterase de mi reciente mala suerte. Por nada del mundo querría entretenerme con él más de lo debido.

El negociante, como le llamó desdeñosamente mi tía Olvido, es un anticuario que regenta una tienda detrás del Palacio de los Guzmanes, hacia donde encaminé mis pasos para recuperar los documentos que tanto me interesan. Después de oír su voz por teléfono, esperaba encontrarme a un hombre presuntuoso, charlatán y poco dispuesto a hacer favores, de modo que llevaba preparado un discurso contundente. Mi objetivo era muy preciso: salir de aquel encuentro esa misma tarde con las cartas en mi poder. Mi primer error fue imaginar que tenía una pequeña tienda de recuerdos como las de los soportales de la plaza de la catedral. La idea que tenía de su comercio no era, en absoluto, despectiva, pero estaba condicionada por la breve descripción que mi tía había hecho del personaje: trepa, politiquero y próspero negociante. Debo precisar que las tiendas de recuerdos a las que me refiero pertenecen a familias adineradas desde hace varias generaciones.

La primera sorpresa fue descubrir que la tienda de antigüedades de Rodrigo era elegante y distinguida, nada que ver con una quincallería o un negocio de souvenirs. Me fijé en una primera vitrina que guardaba delicadas miniaturas de marfil y unas primorosas copas de cristal de color ámbar. Detrás del mueble salió una empleada morena, flaca, atractiva, que me preguntó, con leve acento inglés, en qué podía ayudarme. No me dio tiempo a responderle, porque tras ella apareció Rodrigo. Descendió de una escalera de caracol que conducía a un piso superior. Mi segunda sorpresa fue comprobar que no era un tipo presuntuoso y charlatán, sino un viejo simpático y amable o, para ser más precisa, un sexagenario con el pelo blanco, el esqueleto ancho, la cara morena surcada de arrugas profundas y unas manos enormes dispuestas a estrechar las mías.

– He reconocido tu voz enseguida, querida Paula.

– Me sorprende -respondí distante, alargando mucho la mano-. Nos conocemos tan poco.

– Por Dios, Paula, en la familia se habla mucho de ti… Bueno, y fuera de la familia también.

– Gracias por recibirme.

– Estoy encantado de verte… -dijo, pasando por alto mi impertinencia-. Estás igual de bien que en las fotos.

– ¿En qué fotos? -insistí, sin rebajar mi altanería.

– Pues, mira, concretamente tengo arriba una entrevista que te hicieron hace poco, con motivo de una charla que diste en el Club Jovellanos de Gijón, y aparecen varias fotos tuyas en las que estás guapísima.

– ¡Ah, sí! -le interrumpí, cambiando mi aspereza por un tono más delicado-. Ya sé a cuáles te refieres. Eres muy amable…

¿Quién por modesto que sea no tiene necesidad de aplauso? Somos fatuos y vanidosos. Nos gusta que nos regalen los oídos.

– Bueno, aquí me tienes, a tu disposición. ¿Quieres que hablemos en la tienda o vamos a algún sitio a tomar una copa?

– Prefiero que nos quedemos aquí. En realidad, sólo he venido a verte porque mi tía Olvido me ha dicho que perteneces a la Asociación para la Defensa de la Memoria Histórica y que le pediste los documentos de mi abuelo, no sé exactamente para qué…