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Mi adorada Ángela y mis queridísimas hijas:

No me siento con fuerzas para mentir, así que os diré la verdad. Todos los prisioneros estamos en una situación lamentable. Nos dan un trato tan degradante que resulta difícil mantener alta la moral. Te van ganando poco a poco, a fuerza de golpes y otras vilezas peores que no os describo para evitar más dolor. Como sabéis mejor que nadie, no he hecho nada que merezca esta condena. Hace veinticuatro horas que me han sacado de la celda de castigo. Espero resistir dignamente gracias al profundo amor que os profeso y a mis principios morales. Es lo único que me mantiene vivo. Lo malo no es la falta de comida, que ya es una desgracia comer todos los días un mendrugo de pan negro y cuatro alubias contadas; lo peor son los olores. Los patios interiores apestan a orina y los huecos de las camas a madera podrida. Desde lo que llaman las cocinas sale un hedor a cabrito putrefacto y a tocino rancio, que es lo que nos dieron la otra semana, una ración para todo el día. Más vale que no nos la hubieran dado, porque algunos vomitaron, y los vómitos secos dejaron un rastro nauseabundo que se mezcló con nuestro propio olor a sudor y a ropa sucia, porque no tenemos ventilación y no nos dejan lavarnos como es debido.

Yo, gracias a Dios, conservo los dientes en buen estado, pero hay compañeros que tienen muelas infectadas y nadie se las cura, y por las noches sus lamentos se suman a los de los reos que van a fusilar a la mañana siguiente. Aquí no se puede dormir. Estamos apenados y cabizbajos. Todo esto es inhumano. Las ratas se pasean por encima de nosotros y son tan grandes que nos dejan paralizados, porque tenemos miedo a que nos muerdan y nos transmitan la peste. Lamento que seáis partícipes de estas miserias, pero creo que es mi deber contarlo para que se sepa fuera de aquí. Pienso, a veces, que nos matarán a todos para no dejar testigos de sus infamias. Mis carceleros son gentuza. Si estas alimañas ganan la guerra, no sé qué será de mis pobres compatriotas y, lo que más me duele, qué será de vosotras. Si interceptaran esta carta, me matarían. Así que leedla y, después, rompedla. No puedo continuar escribiendo. Corro peligro.

Mi queridísima Ángela, cuida de las niñas y de ti misma. Espero volver algún día a nuestra casa.

Vuestro para siempre,

Román.

Las lágrimas me cegaron. No tenía ánimos para continuar leyendo el resto de papeles. Mi pobre abuelo ignoraba que jamás saldría vivo de aquella mazmorra nauseabunda.

Para soportar mejor la tristeza, he adquirido la mala costumbre de abrir el minibar y beberme dos botellitas de whisky seguidas de otras dos de champán, de pésima calidad, por cierto. Cuando empiezo a notar el efecto, antes de que se me vaya la cabeza, me tomo los dos Orfidal con el relajante muscular y caigo fulminada en la cama, sin tiempo para desnudarme. Sólo el alcohol me provoca el grado suficiente de inconsciencia como para tomarme las pastillas sin remordimiento, sin calcular que cualquier día se me irá la mano y no sólo perderé la pena, la memoria, la consciencia y el hígado, sino también la vida.

4

Estoy tumbada en la cama, mirando el techo, rodeada de objetos ajenos. No me concentro en nada. No puedo realizar grandes esfuerzos, sólo cosas fáciles y breves. Soy incapaz de leer, de escribir, de ponerme de pie, de caminar, de mantener una conversación larga. Me limito casi a respirar. Apenas puedo con la vida.

Si ya no puedes escribir ni amar,

y buscas un lugar para morir,

basta una habitación de hotel barato.

Manda que no te pasen los avisos,

paga dos noches por adelantado…

Estoy en las mejores condiciones para seguir los consejos de Joan Margarit, si no fuera porque el hotel en el que me hospedo no es precisamente barato y, además, el poema al que pertenecen los versos que he citado se titula «Incitación a la posteridad». ¿Por qué últimamente me siento tan identificada con la poesía de Margarit? Será mejor soslayar algunas coincidencias vitales.

Daría cualquier cosa por tener a Lucas tumbado junto a mí. Y en esta quietud me arrepiento de haber pensado que su desaparición sólo se trataba de una coartada vulgar. Francesca tiene razón. Ha sido una majadería.

Percibo que alguien está pensando en mí en estos momentos. Aunque no me pertenezcan, hago míos esos pensamientos que flotan en el aire.

Si dos partículas han estado en contacto alguna vez, permanecerán siempre conectadas aunque las separen millones de kilómetros. Son las teorías físicas que Charly me cuenta. Me las quedo, aunque no las comprendo. Los compromisos emocionales que establecemos con otras personas se transforman en energía y siempre es posible recuperar esas emociones, porque en el ámbito de la energía no existe ni el tiempo ni el espacio. Al evocar los recuerdos, los sacamos del pasado para insertarlos en el ahora. Por eso, cuando tenemos un accidente grave o nos sentimos al borde de la muerte, visualizamos en unos segundos y sin orden cronológico la totalidad de nuestra vida, sin dividirla en secuencias progresivas. Dicho de otro modo: la realidad tiene múltiples dimensiones' y existen universos paralelos por los que se puede viajar en el tiempo. No recuerdo en qué se basan para afirmar que son once las dimensiones o los universos paralelos. Las creencias esotéricas son parecidas y, desde luego, mucho más antiguas. Los científicos suelen ser demasiado arrogantes y aceptan de mala gana que exista un pensamiento intuitivo, mágico, pero muy desarrollado en la Antigüedad.

Nuestro amigo Charly, del que tampoco he vuelto a saber nada desde que nos despedimos en el aeropuerto, dice que existen demasiadas cuestiones impredecibles, que apenas conocemos la superficie de la realidad y que sólo desde otra dimensión se podrían comprender las leyes del universo. Antes de que la física moderna decidiera dividir en once los universos paralelos, los astrólogos estudiaban ya los siete cielos planetarios, que a su vez coincidían con los siete pisos del zigurat, las misteriosas torres mesopotámicas de casi noventa metros de altura desde las cuales observaban los astros. Cada piso representaba uno de los siete colores del arco iris, o las siete estrellas errantes, que eran los únicos planetas conocidos en aquel tiempo: el Sol, la Luna, Júpiter, Marte, Saturno, Mercurio y Venus. Con ellos bautizaron los días de la semana. El último piso del zigurat estaba coronado con una deslumbrante cúpula dorada o plateada donde aparecían representados animales en relieve y los signos del Zodiaco o mansiones del Sol, con los que nombraron los meses del año. Los babilonios eran astrólogos, pero también grandes conocedores de la astronomía. Ponían nombre a los cometas, calculaban los eclipses, estudiaban las fases de la Luna y las manchas del Sol. Se supone que la bíblica Torre de Babel fue uno de aquellos zigurats de la antigua Babilonia, ciudad construida a orillas del Éufrates, de la que no recuerdo si quedan unos montículos de arcilla o un foso con agua donde crecen las cañas o quizá no quede ni rastro tras la última guerra. Hace mucho tiempo que estuve allí. Es una pena que de aquellas maravillas arquitectónicas mesopotámicas sólo sobrevivan los relatos de Herodoto, que visitó Babilonia en el siglo V a. C, y el testimonio de los arqueólogos.