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Charly le regaló a Lucas un libro que no he logrado encontrar, en el que se establecía una relación entre los zigurats, las pirámides de Giza, en Egipto, y las de Teotihuacán, en México. La diferencia esencial, creo recordar, es que los zigurats se edificaban dentro de la ciudad para que los sacerdotes-astrónomos hicieran uso de ellos para ofrecer sus sacrificios a los dioses; las pirámides, sin embargo, se construían en el desierto, pues se destinaban a los muertos y estaba prohibido que los vivos entraran en la necrópolis, la morada eterna del dios Ra y de sus hijos, los faraones.

El caso es que mi número preferido siempre ha sido el siete (¡qué vulgaridad!), y lo es todavía más desde que Charly me explicó este cúmulo de coincidencias cabalísticas y el simbolismo cósmico del número que representa la armonía celeste. Siete son los tonos de la escala musical, las maravillas del mundo antiguo, los metales de los alquimistas, los chakras de la tradición hindú y las estrellas que forman la Osa Mayor. Mahoma habla de los siete cielos, y Shakespeare, de las siete etapas en las que se divide la vida del hombre. Los siete pasos que, según la leyenda, dio Buda, el iluminado, hacia cada uno los cuatro puntos cardinales suman veintiocho, el número de estrellas de la constelación de Capricornio.

Charly es astrofísico y se instaló en México cuando dejó de impartir sus clases en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Charly y Lucas prolongaban durante horas los cálculos cabalísticos. A Lucas también le fascinaba hablar con él sobre predicciones científicas como el cambio climático o el crecimiento de las poblaciones de insectos. La verdad es que nunca llegué a comprender de qué hablaban; sólo recuerdo que mantenían conversaciones maravillosas, profundas e inquietantes. Solían concluir con que casi todo es imprevisible, porque la existencia depende de «un Dios que juega a los dados».

Recuerdo algunos de los ejemplos que se le ocurrían a Charly. Podemos predecir los movimientos de la Luna, pero no los de un sombrero cuando vuela por culpa de una ventisca. Los matemáticos saben calcular cuánto tarda en caer un suicida desde lo alto del Empire State, pero no los motivos por los que decidió dar el salto mortal. Sabemos muy poquito, solía contarnos, es difícil no sentirse abrumado por la desmesura de las magnitudes astronómicas. La Tierra es una partícula minúscula que da vueltas alrededor de una estrella, el Sol, que es un millón de veces más grande que nuestro pequeño planeta. El Sol es una estrella más entre los cien mil millones de estrellas de nuestra galaxia. Pero la cosa no termina ahí. La inmensidad del número de estrellas y de galaxias sólo es una pequeña parte del universo; más allá está lo que no vemos, porque no emite luz, pero sabemos que existe porque tiene una presencia gravitatoria sobre otros objetos celestes. Eso que existe, pero que no vemos, se llama materia oscura. Ni los dioses ni los genes han sido capaces, por el momento, de aclarar los grandes enigmas celestes.

Me quedaba embobada escuchando semejante sarta de presunciones científicas, que, al parecer, son uno de los grandes hallazgos de las últimas décadas. Pero lo más abrumador eran las magnitudes astronómicas de nuestra ignorancia.

Charly es un científico poco engreído, así que aceptaba que intercalase preguntas irracionales en la conversación, del tipo: ¿cómo puedo desbloquear mi flujo de energía? ¿Sabes cómo se produce un estancamiento luminoso? ¿Dónde termina el cuerpo y dónde empieza el alma? ¿El universo se expande indefinidamente o entrará en una fase de contracción, eso que llamáis el Big Crunch, el Gran Crujido? Sabía el motivo de mis preguntas. Conozco bien el pensamiento mágico y las teorías esotéricas y por eso me divertían tanto las respuestas de Charly.

El cuerpo no es un mero recipiente. Yo no tengo un cuerpo; soy un cuerpo. Siempre decía que el destino no cabe en el mapa genético y que él sólo tenía algunos conocimientos sobre el ADN y las proteínas, pero que yo sabía mucho más de la totalidad del ser humano.

– Sí -le respondía yo-, es probable que sepan más los astrólogos que los astrónomos.

La lucidez o la desmesura de las charlas dependían de la cantidad de enchiladas, guacamole y margaritas que hubiéramos consumido a esas horas de la noche.

Mi cuerpo continuaba en la cama, boca arriba, cuando sonó el móvil y se produjo el milagro telepático. Era Charly, desde México.

– ¡No lo puedo creer, Charly! Estaba pensando en ti en este preciso momento -le dije.

– Lo sé, acabo de notar tu energía en mi nuca y me he dicho: tengo que llamar a Paula. Y así lo he hecho, convencido de que cumplo tus deseos.

– ¿Estás en México?

– Claro, en el mismo D.F.

– ¡Qué alegría, Charly! ¡Qué alegría oír tu voz!

– ¿Cómo está mi princesa?

– Mal, Charly, ¿cómo voy a estar?

– Escucha, cara linda. He estado en Panamá investigando. Lucas no ha estado allí el último año. Puedes estar segura. De modo que habrá que buscar en otro lugar.

Le conté lo que me había pedido en la carta y me aconsejó que esperara en San Marcos, porque si Lucas me lo había prometido, recibiría noticias suyas. Que no pensara en el tiempo transcurrido, porque así sufriría menos.

– Como dice Shakespeare: «El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que tienen miedo, muy largo para los que se lamentan, muy corto para los que festejan, pero para los que aman el tiempo es una eternidad».

Probablemente Charly sabe más que yo de sufrimientos. «Si no existe el tiempo, tampoco existe la distancia». Tenía que repetir la frase hasta que se me quedara grabada en la mente.

– Piensa que quizá estuviste con él ayer y que es posible que vuelvas a verle mañana.

Le oía con la voz entrecortada; el móvil estaba a punto de quedarse sin batería.

– No te oigo bien, espera, que voy a buscar el cargador para enchufarlo.

Mientras lo buscaba, volví a las andadas y rompí a llorar. Parece que Charly escuchó los sollozos a lo lejos.

– ¿Por qué lloras, mi amor? Si me sigues llorando, ahorita mismo me planto allá. No me llores, que me rompes el corazón… Óyeme, Paulita, precisamente estaba escuchando tu canción. Mira qué lindo suena Machado…

Tus ojos me recuerdan

las noches de verano,

negras noches sin luna,

orilla al mar salado,

y el chispear de estrellas

del cielo negro y bajo.

Tus ojos me recuerdan

las noches de verano.

Y tu morena carne,

los trigos requemados,

y el suspirar de fuego

de los maduros campos.

La música sonaba a todo volumen y yo me hubiera quedado mucho más tiempo con la oreja pegada al auricular.

De tu morena gracia,

de tu soñar gitano,

de tu mirar de sombra

quiero llenar mi vaso.

Me embriagaré una noche

de cielo negro y bajo,

para cantar contigo,

orilla al mar salado,

una canción que deje

cenizas en los labios…

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