Выбрать главу

Pero mi único deseo a estas alturas es que vuelvan mis fantasmas, porque me resisto a empezar una nueva vida y, sobre todo, a rodearme de desconocidos, como si tuviera veinte años. Ni los tengo, ni siento la menor gana de tenerlos. Quiero que la casa se vuelva a llenar, aunque sea de espíritus, pero los de siempre. Si no vienen ellos, iré yo a buscarlos. Y en dicha tarea pondré todo mi empeño para evitar que se derrumbe sobre mí este odioso caserón.

Francesca vive en otra ciudad, lejos de aquí, pero casi todos los días se ocupa de darme consejos. Está empeñada en que borre a Lucas de mi vida, cambie de actitud y abandone mi soledad: «Tienes que mirar hacia el futuro, Paula, eres demasiado joven para quedarte ahí sola, sin salir, sin ver a nadie. Somos muchos los que te queremos y estamos dispuestos a verte cuando nos lo pidas. Otros tuvieron desgracias peores que la tuya y han rehecho sus vidas. Lo mejor es que pongas remedio a esta situación. No permitas que los malos pensamientos te descontrolen el cerebro. Evita la noche si no puedes con ella. Evita las huellas directas, la letra, la voz, las últimas llamadas en el móvil. La tortura de responder cada día a un enigma. No hagas esfuerzos por ser amable, no leas nada que te duela, no te obsesiones con las fotos y los recuerdos, no estés con gente que no quieras, no hagas nada que acreciente tu dolor. Tus heridas no están cicatrizadas. No hurgues en ellas. Deja todo eso para más adelante. Sólo es cuestión de tiempo. No eres la única mujer a la que ha abandonado su marido. Tienes que aceptarlo…».

No sabes, Francesca, cuánto agradezco tu interés, pero me resulta difícil seguir tus consejos. Por las noches, cuando acabo las tareas cotidianas que me he impuesto para sobrevivir, me abrazo a una camisa suya y me embriago con su olor. Se me nubla la vista. No necesito demasiados motivos para llorar. Me resulta imposible contener las lágrimas a cualquier hora del día, tal vez porque hago lo que no debo. Miro constantemente las fotografías de Lucas que están en cada habitación. Las miro tanto que incluso he descubierto gestos que desconocía. Los indios tienen razón: las fotografías nos roban el alma. Oigo grabaciones con su voz, me recreo en su imagen cuando aparece en los vídeos, escucho obsesivamente a Tete Montolíu, fados de Cristina Branco, a Haendel, Bach, Mahler, Mozart y Albinoni, la música que él escuchaba en los últimos tiempos. Invoco su nombre para sentir su presencia de manera constante, y grabar así en mi memoria cada uno de sus gestos, su peculiar modo de caminar, su forma de mirarme, la alegría o la tristeza de su voz, los cariños que le hacía a la perra. Desearía que algún día me respondiera cuando le llamo y esta esperanza es lo único que me consuela. No quiero olvidarle jamás.

Acepto de mala gana la muerte de mis amigos y de mis familiares, pero lo que me resulta totalmente inaceptable es que Lucas se haya marchado cuando me prometió que se quedaría siempre a mi lado para ayudarme a superar las desgracias que me cayeran encima. Me daba ánimos cada vez que se lo pedía: «Te aseguro que ya ha pasado lo peor -me decía mientras me apretaba muy fuerte la cabeza entre sus manos-. A partir de este momento, tu vida será maravillosa. Te lo prometo». Tenía una fe ciega en él, porque jamás me había traicionado y, cuando me prometía algo, siempre se cumplía. Con su ayuda era capaz de superar cualquier desastre. Me había quitado el miedo a la muerte, porque estaba convencida de que apretar su mano en el último momento me calmaría y me guiaría en el trance. Ahora, otra vez, tengo miedo a morir sola. Llevo tantos años bajo su protección que no soporto este desamparo. Me abandona cuando peor me encuentro.

2

«¿Cómo vas?», me dijiste la última noche entre sueños. Te lo voy a contar, mi querido Lucas. No me entra en la cabeza que no estés en alguna parte. Es más racional pensar que, antes o después, te encontraré en cualquier lugar. Llevo cuatro semanas de búsqueda estéril, preguntando inútilmente a todas las personas que podrían saber algo de ti. Ni rastro de tu paradero. Si pudiera hablar contigo, aunque no te viera, aunque sólo nos comunicásemos a través de mensajes de teléfono. Pero sabes que tampoco así resistiría tu ausencia. Daría lo que fuera por tenerte a mi lado. Sería una locura que no me dejases cuidarte, intuyo que estás enfermo y te has alejado para evitarme el sufrimiento. No hay nada mejor que cuidar a una persona a la que se ama. ¿No te das cuenta de que esta situación es una crueldad? Sano o enfermo, te quiero conmigo.

Voy mirando entre la gente de la calle a ver si te encuentro, pero no existe nadie igual a ti. Si algo me gusta -un libro, un cuadro, una película, un vestido, una casa, un paisaje-, es porque lo sigo viendo a través de tus ojos. No pierdo la esperanza de saber de ti cada vez que abro el correo electrónico o suena el teléfono. Han pasado cincuenta largos días y me resulta imposible aceptar que no volveré a verte.

Hoy, a las tres y unos minutos de la tarde, me he despedido de nuestro amigo Charly. Le he dejado en el aeropuerto, se va a México y es probable que no le vuelva a ver. Es miércoles y hace casi dos meses que desapareciste. Fue un domingo. No siempre te añoro, a veces te odio por haber huido de mí, pero es un odio insignificante y, sobre todo, efímero. ¡Cuánto desamparo! Estoy derrotada.

Antes tenía varios instantes de felicidad al día. Ahora, si trato de buscar alguno que justifique mi existencia, sólo encuentro el momento del despertar, con la cama caliente, cuando enciendo la radio sin escuchar lo que dicen, sobre todo, si no tengo que levantarme rápidamente para cumplir con alguna obligación. Pienso que la vida no es tan mala como creía antes de dormirme. Esta sensación apenas dura unos segundos, el tiempo que necesito para darme la vuelta y comprobar que la cama está vacía, que no estás al otro lado. Entonces me levanto con una tristeza que se prolonga durante todo el día y me doy cuenta de que mi vida ya nunca será como antes.

Me sobrecogen los ruidos que escucho desde el otro extremo de la casa. Imagino que vuelves y te llamo, pero nadie responde y siento una soledad abismal. Noto una presencia humana y sigo el rastro de un fantasma cada vez que las maderas crujen o las puertas se golpean por una corriente de aire. Cuando me apresuro a cerrar las ventanas, me doy de bruces con tu ausencia. Empieza entonces mi lucha cotidiana entre el dolor de la memoria y el peligro de la desmemoria. Quiero hacer un borrado selectivo para no perder el recuerdo de los días plenos. Pretenden convencerme de que pronto llegará el día del olvido y me acostumbraré a él como a mi propio nombre.

No quiero, sin embargo, que tu imagen se desvanezca, dejes de moverte por la habitación, que me susurres al oído lo que necesito oír, me aprietes la cabeza entre tus manos, porque después sólo me quedará un recuerdo estático y el tiempo detenido. Sé que existen seres invisibles que caminan a mi lado. No dejes de habitar en esta casa de la que, por cierto, Francesca me obliga a salir.

No me atrevo a vaciar los cajones de tu mesa de trabajo. Cuando trato de abrir las puertas de los armarios, veo tu mano sobre los pomos y las cierro de golpe. Es triste haber dedicado una vida a lograr que alguien te conozca profundamente y, cuando ya lo sabe todo de ti, desaparece y se lleva tus sentimientos. ¿Dónde has dejado lo que aprendiste en los libros leídos durante toda la vida? ¡Tanto como sabías! ¿Dónde te has llevado nuestros secretos más íntimos? ¿Qué has hecho con los recuerdos de mi memoria? He perdido la mayoría y no sé cómo recuperarlos. ¡Qué espantoso vacío!

No puedo soportar la fecha de caducidad de los alimentos. Los anacardos se van a quedar rancios, pero no me atrevo a tirarlos, por si vuelves. Latas de conservas con cinco o incluso diez años de vigencia que no tomaremos juntos. Durante ese período de tiempo desaparecerán personas queridas y morirá una parte esencial de mí misma. Detesto los objetos tangibles que parecen eternos.