Выбрать главу

1

– ¿Qué haces aquí sentada? Vas a resfriarte.

Rodrigo apareció cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Me conmovió. Creí que mi actitud del último día le había ofendido definitivamente.

– Nada, no hago nada -le respondí.

– Vamos dentro. Hace frío y va a empezar a llover Te invito a tomar algo para que entres en calor.

La cafetería del hostal estaba repleta de viejos conocidos de Rodrigo a los que evitó saludar. Me llevó hasta la antigua sala capitular y me pidió que me sentara en uno de los viejos sofás de terciopelo. Me disgustaba ese lugar recargado de pinas colgantes y cabezas de ángeles.

– Las paredes están construidas con roca de Boñar -comentó-. ¿Conoces Boñar?

– Sí -respondí-. Pero ¿sabes lo que me gustaría conocer?

– ¿Qué?

– Los túneles y la cripta.

– ¿Qué túneles?

– No lo sé, quiero conocer el lugar donde metieron a los presos en la guerra.

– ¿A tu abuelo?

– Sí, el sitio donde escribió sus cartas.

– Eran las carboneras y están cerradas. No les gusta exponer esa parte reciente de su historia.

– ¿A quiénes no les gusta? -pregunté.

– A los que han rehabilitado el hostal.

Parece que ellos también pretenden olvidar que bajo este lujoso zaguán estaba la cárcel donde se amontonaban los condenados a muerte. Sin embargo, les gusta recordar que en una celda de la torre estuvo encerrado Quevedo en el siglo XVII por escribir una sátira contra el conde-duque de Olivares. Pero no fue ahí donde enfermó de frío, sino en una sala que ya no existe. Los muros estaban tan cerca del río que rezumaban humedad a chorros.

«Fui traído en el rigor del invierno, sin capa y sin camisa, (…) enfermo de tres heridas, que con los fríos y la vecindad del río que tengo por cabecera, se me han cancerado. Tiénenme encerrado en una cuadra, pero a pesar de las vueltas de la llave, estoy libre», así lo dejó escrito.

– Ahora, en esa torre occidental que ves ahí -me señaló Rodrigo-, es donde se alojan los Reyes cuando vienen a León.

Me interesaban menos las célebres peripecias de Quevedo que la oscura historia de Rodrigo. ¿Por qué me había dejado conducir mansamente hasta el sofá donde estábamos sentados tan cerca el uno del otro? Empezaba a inquietarme su solicitud.

– Me ha dicho mi tía que conoces a un tal Valeriano del Valle.

– Era amigo de mi padre.

– ¿Me lo puedes presentar?

– Está en el hospital. ¿Para qué quieres verle?

– Aparece en la causa contra mi abuelo y me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Sé que está muy enfermo.

– No me importa, necesito hablar con él. ¿Te importaría acompañarme al hospital?

– Está bien. Si tanto te importa… Iremos a verle, pero dudo que puedas hablar con él.

– ¿Tuvo algo que ver tu padre con esta cárcel? -le pregunté sin la menor consideración.

– ¿Qué te han contado?

– Nada.

– ¿De verdad que no te han contado nada de mi padre?

– Que era un hombre poco querido -contesté sin pensar.

– Yo le quería.

– Eso no tiene mérito. Tú eres su hijo. Aunque me han dicho que no te pareces en nada a él.

Inclinó la cabeza, se cubrió la cara con las manos y me respondió.

– Quiero que sepas la verdad.

Y entonces me contó una historia llena de tristeza y desolación.

Su padre se quedó huérfano siendo muy niño y a su único hermano le nombraron su tutor para que administrara la parte de la herencia que le correspondía hasta que cumpliese la mayoría de edad. Pertenecía a una familia de latifundistas con muchas propiedades en el pueblo, pero tenían la mala costumbre de trabajar la tierra como si fueran pobres de solemnidad. Se levantaban antes del amanecer para ir al campo y volvían cuando ya era de noche. Así todas las estaciones del año. Como su padre no quería trabajar en el campo, le metieron en un seminario, que era el destino de la mayoría de los chavales de la época. Tampoco resistió aquella vida monacal y decidió negociar con su hermano para que le dejase ir a la ciudad a estudiar en la universidad. El hermano le permitió interrumpir sus estudios religiosos a cambio del grueso de la herencia, pero nunca accedería a sufragarle los gastos de una carrera. O trabajaba en el campo o se quedaba en el seminario, pero nada de irse de señorito a la capital. Su padre prefirió quedarse sin un duro con tal de huir de semejante destino y con el poco dinero que pudo reunir alquiló un cuartucho en una casa de huéspedes y se instaló en León. Quería ser médico o, en su defecto, veterinario, pero su hermano dejó de enviarle dinero y tuvo que ganarse la vida dando clases de latín y matemáticas. El único título que pudo permitirse fue el de agente comercial. Y le decía a su hijo Rodrigo: «Benditas clases de contabilidad, porque gracias a ellas conocí a tu madre».

En efecto, su madre fue una alumna de la que se enamoró locamente y con la que logró casarse. Se llamaba Casilda y se preparaba para llevar las cuentas de la farmacia de su padre, el negocio más floreciente de la ciudad, y con ese objetivo le dio clases el padre de Rodrigo. Tardó mucho tiempo en seducirla, porque era guapa, presumida, ambiciosa y quería prosperar, de manera que lo del agente comercial le parecía poca cosa. Cuentan que tuvo un par de novios acaudalados antes de dignarse a mirar a su padre.

– No hay mal que por bien no venga. Gracias a la guerra, conquisté a tu madre -le repetía a Rodrigo su padre.

Parece que su comportamiento fue considerado heroico por los mandos del ejército vencedor y le concedieron varias condecoraciones por méritos de guerra. Los otros pretendientes tuvieron la desdicha de elegir el bando republicano y, como el abuelo de Rodrigo, el farmacéutico, era un falangista confeso, su hija, que debía de tener complejo de Electra, abandonó a los rojos y se dejó seducir por el agente comercial.

El padre se casó con un uniforme repleto de medallas y, para abreviar el cuento, continuó la carrera militar con la suficiente fortuna como para complacer todos los antojos de su caprichosa esposa pero, a pesar de ello, la mujer nunca llegó a quererle y dicen que le dio mala vida.

En ese punto interrumpí el monólogo para reiterar mi pregunta.

– ¿Tuvo algo que ver en aquel momento con la muerte de mi abuelo?

– ¿De dónde has sacado esa idea? -me preguntó molesto.

– Es un presentimiento.

– No, por suerte para mí, creo que no.

– ¿Lo crees o lo sabes? Dime la verdad, Rodrigo.

Repitió el gesto de cubrirse la cara con las manos. Después se atusó el pelo, se sujetó el cuello, echó la cabeza hacia atrás para aliviar la tensión y continuó el relato.

– Esto es lo que yo sabía de mis padres hasta que murió mi madre, Casilda. El mismo día que la enterramos, mi padre, Remigio Ordóñez, deshecho en lágrimas y roto de dolor, tuvo la valentía de contarme toda la verdad sobre nuestras penosas vidas. Tú eres la primera persona con quien la comparto.

– ¿Y por qué yo? Apenas me conoces -le dije intimidada por la responsabilidad de ser elegida como depositaría de su gran secreto.

– Déjame, tengo un presentimiento. Ya te he dicho que necesito hablar contigo.

Y continuó con sus embarazosas confidencias.

– Volvimos tristes y agotados del cementerio. Cuando despedimos a todos, ya a solas, nos sentamos en dos sillas, uno frente al otro, alrededor de la mesa del comedor. «Esa mujer, Casilda, mi esposa, de la que seguiré enamorado lo que me reste de vida, no era tu madre», me soltó mi padre a bocajarro, sin darme tiempo a reaccionar. «Como lo oyes. Ni ella era tu madre, ni yo soy tu padre. Verás, Rodrigo, es una triste historia y, antes de continuar, tengo que pedirte perdón y decirte que a un hijo de mi propia sangre no le hubiera querido más de lo que te quiero a ti. Los numerosos errores que he cometido a lo largo de mi vida han sido todos por amor, pero, a pesar de ello, tengo remordimientos. Mi vida se divide en dos partes. En la primera, todo es limpio y auténtico. No hice nada de lo cual deba avergonzarme ni arrepentirme. Abandoné a mi familia y renuncié a mi fortuna por el deseo de llevar una vida más noble que la de aquellos que sólo querían acumular tierras y más tierras. No les juzgo, pero no les entiendo. Yo tenía otras pretensiones… El segundo acto empieza el día que conocí a Casilda, a la que considerabas tu verdadera madre hasta este momento. Por ella cometí grandes locuras y por complacerla me hubiera tirado desde lo alto de la catedral. No es bueno sentir una pasión desenfrenada. Quiero que me perdones tú antes que Dios, porque lo que te voy a contar puede causarte un daño irreparable, pero no me quiero morir sin descargar mi conciencia. Un hombre tiene que enfrentarse con la verdad aunque le duela. Créeme que lo siento, pero estoy convencido de que acabarás por enterarte y prefiero ser yo quien te lo cuente».